martes, 28 de enero de 2014

El arte de viajar. Homenaje a Manu Leguineche



La semana pasada murió Manu Leguineche, un gran viajero y un buen comedor. Compartí muchas horas con él, mesas, sobremesas y algún viaje por España e incluso fuera de la Península. Fueron experiencias inolvidables. Hoy en “Comer y andar…” quiero recordar al maestro y al amigo. Estoy seguro de que si  me transformo al coger la garrota para echar a andar y luego escribir lo que he visto y sentido, es decir, si existe este blog es porque antes he sido viajero de charlas y sobremesas y he viajado literariamente con Manu y con sus hermanos viajeros, entre ellos mi también amigo Javier Reverte. Ambos, Manu y Javier, me prologaron mi primer libro “Vivir Guadalajara” y a ellos pertenece esta conversación mantenida  en Brihuega, hace ya algunos años, sobre el arte y la necesidad de viajar. Es algo extensa pero merece la pena.




¿Por qué se viaja?

Javier Reverte.- Se viaja por dos razones, una por conocer, por descubrir mundos nuevos; y otra por irte de casa, para huir. La huida es una parte muy importante de cualquier viaje.
Manu Leguineche.- A veces se tiene más claro por qué se va uno, que lo que busca al otro lado. A partir de ahí existen una serie de terapias, como la de la huida  u otras semejantes que son muy válidas. Otras veces, como les pasa a los nuevos ricos, se viaja para hacer ver al vecino que se ha llegado muy lejos. Y a partir de ahí llegan las postales, la exhibición de diapositivas  etc…

Diferencia entre turista y viajero

JR.- El viajero tiene un planteamiento muy abierto del viaje, ni sigue rutas trazadas ni tiene las cosas demasiado claras. El verdadero viajero en el transcurso del viaje cambia la ruta, bien porque se ha emborrachado y ha perdido un barco o bien porque se ha enamorado. Un viajero no tiene un plan trazado. Lo que decían los grandes aventureros de comienzos de siglo: “yo no viajo por el placer de llegar a ningún sitio sino por el placer de ir”.
El turista va con un programa mucho más trazado, un programa escrito que no quiere saltarse, tiene un tiempo limitado y sobre todo le gusta comprar mucho. Mientras el viajero, y más según pasan los años, no compra nada, incluso va tirando por el camino cosas para ir más ligero de equipaje. Sin embargo, que no se entienda como una crítica al turista, hay que viajar de cualquier manera. Lo importante es salir de la madriguera y ver que el mundo es muy amplio.
ML.-Sí, existe esa cosa compulsiva de comprar en los turistas, y luego el afán que tienen de quejarse y comparar: ”¡Qué mala es esta comida… con lo rica que está la tortilla de patata!”. El punto de partida debe ser siempre el sentido del humor y la búsqueda de algo distinto en el arte de viajar. Hay que aprovechar que se ha llegado tan lejos para disfrutar de las bondades, las virtudes y la cultura de las emociones de esa gente, y dejar de mirarse al ombligo. Viajar es una peregrinación hacia la humildad. ¡Y sobre todo el cronómetro, el viajero auténtico debe prescindir de él!. Sabe cuando sale pero nunca cuando va a volver, aunque hoy en día es muy difícil viajar de esta manera debido a los trabajos y compromisos. Yo fui feliz cuando di la primera vuelta al mundo en coche, porque me daba igual volver en el año 1964 que en 1969, no sabía qué iba a pasar conmigo. Decidía que me encontraba bien en Calcuta, y mira que es difícil, pues me quedaba allí. Iba descubriendo la ciudad, conocí  a los directores de cine bengalíes y de pronto me quedé. No quisiera llevar la contraria a Javier, pero creo que el turismo ha hecho mucho daño, sobre todo en el aspecto físico. Por ejemplo, el Gobierno nepalí tiene que limpiar una vez al año las laderas del Everest porque las numerosas expediciones que van allí lo ponen todo perdido.



África

JR.- Si no te transforma el viaje, si no te cambia de alguna manera, no es un viaje interesante. Un viaje que no te aporta en el camino algo que ignorabas no es un buen viaje. Yo tenía una idea previa al viajar a  África, centrada en ver aquellos territorios que habían pisado los personajes de los libros que yo había leído, esa idea del África romántica que tenía desde niño, y me encontré con un África diferente. También estaba el África de los paisajes impresionantes, de la naturaleza bárbara …  pero encontré seres humanos que no me imaginaba que fueran así. Me refiero a la gente de la calle, no a políticos o militares, que tienen un peligro tremendo. Cuando volví la última vez del Congo (aquella no es ya la última), que casi me cuesta la vida, y llegué al aeropuerto de Barajas y vi a unos guardias civiles, me dieron ganas de besarlos.
ML.- Eso explica el síndrome del Papa que siempre besa el suelo cuando baja las escaleras del avión.


JR.- Descubrí a la gente africana en el río Congo. En los trenes y en los autobuses hay una gran alegría y mucha curiosidad, te preguntan por todo, “¿Qué hay en tu país?”, “¿qué sucede allá?”… Todo eso me ha cambiado la opinión de África y me ha cambiado a mí.
ML.- Es cierto. Cuando di la vuelta al mundo y escribí “El camino más corto”, abrí el libro con una frase de un filósofo que decía que lo mejor para conocerse a uno mismo era dar la vuelta al mundo. Yo que venía de una aldea y de unas batallas universitarias duras para la época, esa experiencia de salir para tres meses y volver dos años y pico después, me cambió y me dio una lección sobre la vida irrepetible.



¿Cuándo se salta del reportaje al libro?

ML.- Creo que el libro es una prolongación de nuestro trabajo. Los libros hoy duran poco en las listas de más vendidos. En nuestro caso, que seguimos siendo periodistas, es una forma de hacer un reportaje más amplio. Se nos queda corta la crónica e incidimos más sobre el tema.
JR- Yo no veo la diferencia entre el periodismo y la literatura. Lo que decía Conrad, “son dos brazos del mismo río”, en definitiva es un problema de distancias. En un periódico el papel es caro y hay que poner muchas cosas. A lo mejor te caben, de una crónica, cuatro o cinco folios, si es que llegan y si es que el tema es puntual e interesa. Sin embargo, si has estado en ese país durante un tiempo y has investigado, has leído y has conocido gente, entonces te dices: aquí tengo algo más. Pero la técnica de escritura puede ser la misma que la periodística, menos urgente, pero la misma. Te puedes tirar dos mañanas pensando en el adjetivo, pero nada más. La educación de muchos de los grandes escritores de este siglo ha sido el periodismo y la lista es infinita. Un gran novelista aprende en la vida, no en una mesa camilla. Genios como Kafka, que apenas salió de su casa, hay poquísimos, es muy raro. El escritor de  mesa camilla es muy difícil que llegue a ser un Kafka o un Proust.
Nosotros, Manu y yo, tenemos el gran privilegio de haber salido mucho, de haber conocido mucha gente y en momentos terribles o divertidos, depende, el periodismo te permite ver cosas que el resto de la gente no ve. Dsarrollas una virtud literaria, y es que aprendes a echarle cara, si no has pasado por las redacciones no tienes caradura. Yo recuerdo al principio, trabajando en la agencia EFE, me mandaron a cubrir un asesinato. Me dijeron veta a casa del muerto, pregunta a la familia y saca una foto o pídesela a ellos. Fui allí, vi a todo el mundo llorando y acabé dando el pésame y sin pedir la foto. Volví a la redacción sin nada. Al verme llegar me dijeron, ¿por qué no te dedicas a otra cosa?



ML.- En el periodismo todo lo que hagas te enriquece. Miguel Delibes, en el Norte de Castilla, a Paco Umbral y a mí nos decía que el periodismo es una cosa y la literatura otra. Nos lo decía para ponernos en guardia ante la tentación de escribir demasiado bien y demasiado largo. Tuve que castigarme mucho para no caer en el defecto, y me sirvieron bastante ciertas entrevistas y los viajes que hice con el gobernador de Valladolid de entonces, por aquellos pueblos, inaugurando fuentes. Comenzaba sus discursos con la frase: “Cuando el sol cubre de rosa dorado estas lomas…”, siempre decía lo mismo y teníamos que echarle imaginación para no hacer las crónicas iguales. Aquella fue una experiencia necesaria, como las entrevistas a los futbolistas que hice en mi juventud, preguntas breves, respuestas breves. Me gustaba mucho el fútbol, de hecho jugaba en un equipo de regional e hice muchas entrevistas deportivas. Me ha gustado mucho el periodismo, el acordeón y las mujeres, pero lo que más me ha gustado siempre ha sido jugar al fútbol.

JR.- ¿Cambiarías por un gol en San Mamés todos tus libros?
ML.- Exactamente.
JR.- Yo también, pero en el Bernabéu … Fuera de bromas, Delibes tenía razón, venía  a decir: chaval quita la retórica y olvídate. El joven que empieza a buscarse un camino de escritor tira hacia la retórica, hacia las frases ampulosas. El escritor que aprende en el periodismo va a la sustancia, a la esencia de las cosas y eso es muy positivo literariamente.


Los periodistas se han  convertido en este final de siglo en los nietos de los escritores de viajes del siglo XIX?

JR.- No, creo que no. Lo que pasa es que la literatura del XVIII y XIX  hoy no se puede hacer, además el periodista viaja con urgencia, siempre tiene prisa. El periodismo de viajes no existe como tal, porque cuando te mandan a cubrir una noticia o a realizar un viaje, vas pagado por alguien en concreto que quiere algo en concreto y en un tiempo concreto.
Es curioso porque en una ocasión una cadena de hoteles me encargó un reportaje en Santo Domingo y al llegar al hotel se disculparon porque no me habían mandado una persona a recogerme al aeropuerto, por si me pasaba algo. Ya ves, en Santo Domingo, el sitio más tranquilo del mundo. Es un ejemplo de lo distinto que es todo esto a viajar en serio.
ML.- Cuando fui al Amazonas para hablar con el protagonista de mi libro El precio del paraíso, un aragonés excepcional, perdido en una zona selvática, según bajaba del avión oí a unos jóvenes que gritaban: “¡Aupa Manu!”, vestidos con camisetas del Atletic, eran de Bilbao. Llegas a un sitio y te das cuenta de que no es posible la búsqueda virginal y primeriza de la aventura, está todo copado. El tiempo es fundamental, este es un negocio muy caro y además dura poco, porque todo va tan rápido que cuando quieres tomar tierra ha surgido otro frente, generalmente abierto por la CNN a doce mil kilómetros de distancia.
JR.- Fijaos qué diferencia con el periodismo del siglo XIX cuando a Stanley le dice el propietario de su periódico: váyase usted a buscar a Livingstone, que estaba perdido en África, pero antes pase por la India, por Egipto… Un viaje que duró tres años, con todo pagado.
ML.- Además le mandan a buscar a un señor que no quería ser buscado. Aquella fue la gran época del reportero.



Consejos para viajeros

ML.- Hay algunos aspectos que me parecen determinantes. Sentido del humor, el número uno. No comparar, ser comprensivo con las culturas y no ridiculizarlas. Buscar en las ciudades  eso que no figura en las guías de sitios que se deben visitar. A mí me gusta conocer las ciudades de noche, de madrugada. Busco los mercados, el cine, el fútbol, para ver cómo reacciona la gente. Y sobre todo buscar culturas vitivinícolas y si tienen pan, para qué más. Yo era feliz en Indochina porque había unas hogazas francesas deliciosas en medio de un territorio exótico. Es broma. Es muy importante el contacto humano, es esencial conocer gente. Todo aquello que te puede ofrecer una idea distinta de lo que se te ofrece a través de un viaje organizado.
JR.- Insisto, no comprar en exceso. Me acuerdo siempre de una frase que decía el director de cine John Huston: “ a mi edad ya no compro nada que no se pueda beber”. Hay otra frase sobre los viajes que me parece que es tuya Manu: “todo gran viaje empieza en una librería”. ¿Es tuya? ¿Si es tuya me lo dices y saco el “Copyright” de vez en cuando?
ML.- Sí, pero se la debí coger a alguien …(entre risas)
JR.- Hay que empezar en una librería, pero no recomiendo que se empiece en una guía de viajes. Puede ser útil la última que haya salido, por los precios de algunos transportes y demás, pero son fungibles, no duran más de un año o dos. Sin embargo los buenos libros escritos por viajeros pueden durar un siglo. Buscaría libros de grandes escritores.
Ahora he estado en Grecia y me he llevado un libro de Henry Miller que está escrito antes de la Segunda GM y te habla de Grecia con una frescura impresionante.
Y lo que decía al principio, no comprar cuando se quiere viajar en serio, entre otras cosas porque pesa mucho. Yo suelo meter ropa vieja y la voy tirando o la dejo en los hoteles si pienso que alguien la puede utilizar, y así llego muy ligero de equipaje, salvo que compre libros, entonces la maleta se convierte en una piedra, aunque siempre hay un sitio en el que poder mandar los libros en paquete postal.
Un consejo importante para alguien que viaje por libre y sin tiempo es que se deje llevar de vez en cuando por el capricho. Si te calienta el corazón y te apetece, hazlo. Ese ir a lo imprevisto es un poco la salsa picante. La verdad es que, después de un viaje, lo que te queda es el rostro de alguien que has conocido, que han sido amigos tuyos durante unos días. Es impresionante la cantidad de gente grande que hay, independientemente del color de la piel o del credo o la lengua. En un cuarto de hora te cuentan su vida y tú  a ellos la suya. Me impresionó una frase de Pedro Duque cuando le preguntaron cómo se ve la Tierra desde el espacio y dijo: “no se ven fronteras”, eso es de lo que uno se da cuenta al final, de que no hay fronteras.


¿Es conveniente viajar solo?
ML.- Creo que sí, aunque en este sentido cada maestrillo tiene su librillo. Viajando solo tienes la retina más libre, tienes más posibilidades de ir anotando cosas sin que nadie te interfiera en la opinión que te has hecho de algo. Puedes ver los paisajes con más tranquilidad… desde luego, más de dos o tres personas ya chirría. He descubierto que la convivencia en situaciones de inestabilidad atmosférica, gastronómica, bélica, etc… complica mucho el viaje. Cualquier menudencia se magnifica y se llega a las manos por nada. Tonterías en Madrid se convierten en “casus belli” en el desierto del Sáhara, por ejemplo. Rara es la expedición que no ha terminado mal.

JR.- Cuando uno viaja tiene la sensibilidad a flor de piel porque es un momento de suprema libertad y de supremo egoísmo. Soportas menos a la gente que estando en casa y puedes saltar por tonterías. Y luego hay otra cosa en el viaje solitario y es que cuando viajas solo vas muy abierto. Al ir con más personas acabas haciendo un círculo cerrado. Yendo solo hablas con todo el mundo y eso te permite conocer experiencias nuevas, sobre todo cuando viajas para escribir. He de reconocer que a mí ya los viajes que no son para escribir me aburren un poco, eso de “viajamos literariamente” es una verdad como un templo. Luego hay una cosa que me gusta mucho visitar en una ciudad: los bares y las iglesias. Los bares porque están llenos de almas solitarias que les gusta el alcohol y todo el mundo se te enrolla. Y las iglesias, porque te saludan, te dan la mano, te abordan al salir, y también acabas conociendo gente. Además de que en África, por ejemplo, son muy espectaculares los actos religiosos.




ML.- Yo voy también a los clubes de “Alcohólicos anónimos”. Recuerdo que en Panamá, cuando la expulsión de Noriega, convencí a un taxista para que me llevase a un barrio donde había disparos y disturbios. Al llegar había un silencio sospechoso y en medio de la calle un edificio extraño, con frases en las paredes contra el alcohol. Era un club de alcohólicos anónimos. Me acerqué, hablé con la gente sobre la guerra y al irme, muy amables, llamaron a un taxi. Me preguntó el nombre del hotel en el que me hospedaba, se lo dije. Se extrañó porque no era uno de los de cinco estrellas que es donde suelen ir todos los periodistas y yo nunca voy. Al llegar, me bajé, fui a pagarle y me dijo: “No le voy a cobrar porque los alcohólicos anónimos estamos para ayudarnos los unos a los otros”. Viajar te permite este tipo de experiencias y de anécdotas inolvidables.



PD. Gracias a Raúl Conde, Álvaro Nuño, Pepe Zamora y Miguel Benedicto por las fotos. Por orden: Manu a la puerta de La Mata, entre Torija y Cañizar. Con Manu y Reverte  a bordo del barco que Manu y Javier compartieron en Garrucha. Manu y Javier en la Casa de Gramáticos de Brihuega, donde tuvo lugar esta conversación. Javier Reverte, Álvaro Nuño, Manu Leguienche y Mingote en Alcalá de Henares. Manu con Jesús, jardinero y amigo, e Ignacio, buen amigo, en el jardín de Brihuega. Javier y Manu jugando al Mus en el Torneo Manu Leguineche de Cañizar. Manu y Javier en Cañizar en la presentación del libro "La felicidad de la tierra" . Manu con Gabriela y Diana, los dos ángeles que cuidaron de él en los últimos años. Con Pepe García de la Torre y Manu en el restaurante "El almejero" de Garrucha, una de sus "parroquias" preferidas. Junto a Raúl Conde, Manu y Pepe en Torija. La vicepresidenta del Gobierno Mª.Teresa Fernández de la Vega, Manu, su hermana Rosa y Javier en Alcalá de Henares, acto de entrega de la Medalla de Oro al Mérito Constitucional.

martes, 21 de enero de 2014

De Fuentelencina a la vega del Arlés



He de reconocer que la ruta que voy a proponer hoy tiene para mí un valor sentimental añadido. Se trata de  una visita a Fuentelencina, a su pueblo y a ese tranquilo y hermoso sendero alcarreño que es el camino de la Vega del Arlés. En este hermoso pueblo nació mi abuela y mi padre fue a la escuela por primera vez. A él me unen muy gratos recuerdos y a sus gentes debo agradecimiento y respeto por el cariño que siempre me han demostrado.





A Fuentelencina, como al resto de la provincia, le juega una mala pasada la carretera. Quienes transitan por la N-II creen que Guadalajara es un páramo con un pequeño oasis en el valle de Torija. Quienes lo hacen por la carretera de Pastrana se equivocan al pensar que Fuentelencina es un pueblo con una sola calle y un puñado de casas que miran al asfalto.



Para conocer este pueblo, que como su nombre indica es rico en agua y por tanto en vida, hay que hacer como hizo Manolete, dejar el coche y quedarse a disfrutar del paisaje y del paisanaje. En agosto de 1946 Eugenio Aguilar, mi tío, recogía, en una crónica escrita desde Fuentelencina, los quince días que el torero pasó en el pueblo junto a su novia Lupe Sino y sus amigos Juanito Padilla y Luchy Bronsalo. En ella asegura el periodista que Manolete no era un hombre misántropo, como decían las crónicas, sino que compartía frontón y charla con todos los vecinos, se bañaba a diario en la poza de Valdefuentes, hoy conocida como la poza de Manolete y que al despedirse el día 22 de julio de 1946  “con sus cordial sonrisa, fue estrechando la mano a aquella gente sencilla que se la ofrecía”.


Como vemos, el vínculo de Fuentelencina con los toros viene de lejos. No debe extrañarnos que unos kilómetros antes de llegar al pueblo hayamos visto, junto a la carretera, una finca cuidada, limpia y espectacular dedicada  a la cría de reses bravas y de caballos de raza árabe, se llama Cantinuevo. Aquí os dejo un video para que echéis un vistazo a las instalaciones y, si os gusta el ganado, os aconsejo que intentéis verla. Los dueños no suelen poner pegas, pero si llamáis antes por teléfono mejor, merece la pena.




Al llegar al pueblo os sorprenderá la plaza Mayor, sus soportales y sobre todo el Ayuntamiento, uno de los edificios más característicos de la arquitectura civil alcarreña con una doble galería, edificado en piedra y madera y con una original portada partida por una columna. En el recorrido no dejéis de visitar la iglesia y en su interior, el impresionante retablo de Francisco Giralte, sin duda una verdadera joya.



 

En todos los libros en los que se menciona a Fuetelencina, el agua ocupa un papel protagonista. No hay más que darse una vuelta por la Fuente de Abajo para darse cuenta de que el nombre del pueblo no es un capricho. Desde las inmediaciones de la iglesia se puede  acceder a ella. La véis debajo de los muros del templo si os asomáis al mirador que mira hacia la vega. Por allí continuará nuestro camino.





 Bajo la cornisa que dibuja la línea del pueblo sobre el otero, seis chorros de agua vomitados por cabezas de león tallados en piedra, arrojan al arroyo varias decenas de litros por segundo. Una riqueza incalculable que facilita la existencia de huertos a lo largo del cauce. La Fuente de Abajo está enmarcada por un recinto de piedra al que se accede por unas escaleras y donde también se encuentra el pilón del lavadero, con unas dimensiones propias de una piscina olímpica. Un ingenioso entramado de canales practicados en la piedra parten del último de los caños, conocido como el de “los menudos”, y sacan su agua fuera del recinto. Allí es donde las mujeres lavaban las tripas de los cerdos en los días de matanza. El agua turbia de la sangre del animal no caía en los pilones y marchaba derecha al arroyo, ingeniería hidráulica popular. Aunque el origen de este complejo acuático parece ser renacentista, tanto en su composición como en su génesis se ve la mano de los árabes, que tanta impronta dejaron en los vallejos de la Alcarria.



En Fuentelencina todavía se ven los restos de la Moracantana, mora encantada, un viejo torreón medio derruido en la ladera de un montecillo, donde se encuentra los restos de la vieja muralla que rodeaba el pueblo. Aunque sus orígenes bien pudieran ser cristianos, la tradición popular los relaciona con una leyenda árabe. A pocos kilómetros del pueblo, yendo hacia Tendilla, se encuentran también las cuatro piedras que quedan en pie del antiguo monasterio de La Salceda. Las ruinas están a varios kilómetros del pueblo y el paseo es demasiado largo para poder hacerlo en este mismo viaje. Os dejo un enlace para que sepáis algo más de la importancia que tuvo este cenobio.





 Pero bajemos de nuevo a la vega. Junto a la fuente parte el camino que desciende por el valle y que deja el arroyo a nuestra mano izquierda para, poco más adelante, cruzarlo y tenerlo ya el resto del camino a la derecha. Esta pista lleva hasta el río Arlés, donde desembocan las aguas del arroyo que forma el sobrante de la promiscua Fuente de Abajo. Son apenas cinco kilómetros tranquilos por una pista en buenas condiciones, a ratos con sombra y a ratos al raso, pero en todo momento disfrutando de un paisaje esencialmente alcarreño. Laderas de tomillo, romero y carrasca, y algunos chopos marcando la línea del agua. A medio camino nos encontramos con la Fuente de los perros, un rincón fresco y bien aprovechado donde podemos echar un trago.



Al llegar al río podemos darnos la vuelta y volver por donde hemos venido, o tomar el camino de Valdefuentes que lleva a las Pozas de Manolete, donde se bañaba el torero, para subir luego a la carretera de Pastrana y de vuelta al pueblo. Si optáis por esta segunda opción, preguntad antes de salir en el pueblo el punto exacto donde se unen  las dos rutas.




Toméis una u otra, lo que es seguro es que habréis hecho hambre. En Fuentelencina, además de un vermú agradable y animado en los bares de los soportales, hay dos restaurantes. Uno junto a la Fuente de Abajo, se llama Green Village y otro en la Plaza del Mediodía. 




El primero de ellos está dentro del albergue perteneciente a los hermanos agustinos, situado a las afueras del municipio. Se trata de unas amplias instalaciones, nuevas y cuidadas. Alquilan habitaciones y está abierto al público diariamente. En el restaurante sirven comida casera elaborada con buenas manos y abundantes raciones, migas alcarreñas impecables, buena carne y patatas, patatas, nada de congeladas. Atención especial al arroz con bogavante, un acierto. Muy recomendable en primavera, verano y otoño por las vistas y la excelente terraza, aunque el salón en el invierno es muy luminoso.  En cuanto al restaurante del pueblo, se conoce como Restaurante Fuentelencina y aunque no os puedo dar referencias directas, los responsables son unos veteranos restauradores que ya han regentado establecimientos en la capital. En otra ocasión nos detendremos en su cocina. Buen viaje.


Ver mapa más grande

martes, 14 de enero de 2014

La ruta del bizcocho borracho



“¡Ah, pícaro irresistible en tu bondad! ¿Quién podrá despreciarte? Borracho de Guadalajara, miel de mieles que sudan en el alma del cándido bizcocho… Por tu culpa, vía crucis de ayuno nos aguarda”. El escritor guadalajareño Alfredo Villaverde le dedica estas palabras al manjar más conocido de la provincia, a nuestro bocado más universal, que dirían los cocineros televisivos.


Hoy nuestra ruta tiene un protagonismo gastronómico. No es lo normal en este blog en el que predomina el viaje sobre la pitanza, la senda sobre el yantar. Pero no nos olvidemos de que su nombre empieza por “comer” y hay que hacer honor a ello. Bien podemos decir aquello de que se hace camino al comer… y apetito al andar. Además, ¿quién no se ha movido en más de una ocasión atraído por tal o cual manjar y, de paso, ha conocido nuevas ciudades o nuevos rincones? ¿Alguien se plantearía un viaje a Logroño si no existieran sus bodegas y la calle Laurel? ¿Qué arrastra más turistas a Astorga, la catedral o el cocido maragato? Da igual la respuesta, comer y andar casi siempre van de la mano cuando se trata de hacer turismo, al menos en este país.


En Guadalajara se producen anualmente toneladas de bizcochos borrachos. Estos pringosos pastelitos bañados en vino y miel, irresistibles, envueltos en papel y en cajas de cartón, se han convertido en el “souvenir” más solicitado por quienes visitan la provincia. Es difícil ver a un turista paseando por la calle Mayor de Guadalajara que no lleve colgada del cuello una cámara de fotos y en su mano derecha una cajita de bizcochos borrachos. Es el regalo ideal, el bocado más apetecible después de recorrer las viejas callejuelas de la capital y la provincia.
El doctor Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, recientemente fallecido, en su libro sobre la cocina de Guadalajara nos da la receta para confeccionar un buen borracho, y hace hincapié en que se trata de un bizcocho de espuma para el que se deben batir yemas y claras, por separado, sin levadura, hasta que se logre el punto.


Una vez hecha la base interviene el ungüento diferenciador. Porque no todos los borrachos son iguales. No hay más que darse una vuelta por la provincia para comprobar que aunque los de la capital son los más extendidos, en otros lugares presumen de elaborar los bizcochos más exquisitos. Esa es la razón de ser de este blog, que en busca del bizcocho borracho diferenciador recorramos cuatro municipios de la provincia, es una excusa como otra cualquiera para conocer mejor Guadalajara.



La casa Hernando es la gran productora y distribuidora de este manjar, dentro y fuera de Guadalajara, pero cada maestrillo tiene su librillo, y además de en los obradores de las confiterías, son muchos los restaurantes que elaboran sus propios “borrachos” en localidades como Tendilla, Sigüenza o Pastrana. En estos tres municipios fabrican sus propios borrachos y aunque el bizcocho es similar en su elaboración, el jarabe con el que se empapa, y que  embriaga el nombre del dulce, así como los elementos que lo componen, lo hacen distinto. No todos los bizcochos borrachos son iguales.

Por lo general el jarabe se prepara cociendo agua con azúcar, miel, canela y cáscara de limón, con la precaución de que sólo se debe echar al cazo la parte amarilla del cítrico. Una vez hervido se le añade vino y se deja enfriar antes de empapar el bizcocho.





La diferencia está en que en Tendilla el jarabe es de agua y azúcar al punto de hebra fina. Es decir, se calienta hasta una temperatura de 34 grados y para comprobar que está en su punto, con los dedos  índice y pulgar húmedos, se toma parte del jarabe y al separarlos queda un hilo fino que nos dice que está listo. Después se le debe añadir licor, vino de Málaga o Jerez, que le dan ese sabor característico al bizcocho tendillero más fuerte y recio que el de la capital y no tan dulce.
En Budia fueron famosos los “Crispines”. Hoy en día no se comercializan, pero todavía hay vecinas que se entretienen en el fogón haciendo estas delicias. Aunque hace decenas de años que no se venden, son muchos los que recuerdan su sabor diferente al del resto de bizcochos borrachos. La clave estaba en la gran cantidad de canela en polvo que se espolvoreaba sobre el jarabe, ya enriquecido con vino.




En Sigüenza el bizcocho borracho tiene cuerpo y sabor idéntico al bizcocho soriano. No sabemos quién influenció a quién, aunque hoy es difícil sostener una teoría que no centre el origen del borracho en Guadalajara. Pero ya se sabe que en lo tocante a gastronomía no hay fronteras y saber qué fue primero, el huevo o la gallina, es una desfachatez. Lo que diferencia al bizcocho seguntino del resto es que es más seco, no está tan empapado y su sabor  llega al paladar con mayor lentitud que el bizcocho capitalino.





En Pastrana el maestro Jesús González, de Pastelería Éboli, hace el bizcocho batiendo por separado la yema azucarada y la clara para después mezclarlas con la harina y depositarla en moldes grandes. Se cuece a unos 180º  y después se parte en trozos que cubran bien la boca y rompan todo su sabor dentro del paladar al ser mordidos. Previamente se ha empapado el bizcocho con un jarabe a base de agua, azúcar, a veces miel, y licor. El secreto mejor guardado de la Pastelería Éboli está en el licor, que es el que le da ese sabor característico. Lo más que hemos conseguido averiguar es que se trata de un vino dulce con…¡ Hay que ir para probarlo! Y el toque final: la canela. Jesús presume de haber sido el artífice de este toque que se ha generalizado en la mayoría de los obradores de Guadalajara.



 Demostrado queda que en esta provincia cada cual elabora sus “borrachos” como aprendió de sus antepasados, pero todos reconocen que el bizcocho como mejor está es un poquito “piripi”. Hoy os invito a que hagáis la ruta del bizcocho borracho y os embriaguéis de esta provincia. Desde Sigüenza a Pastrana, pasando por Guadalajara, Tendilla y Budia cada maestrillo tiene su librillo y el sabor del bizcocho, como el de sus calles y monumentos tiene matices que bien merecen una visita.

martes, 7 de enero de 2014

Tierzo y la "madina al-mallaha"




 

Me sugieren varios amigos, fieles seguidores del blog, que dedique alguna entrada a rutas que se puedan hacer con la familia, acompañado de niños. No es fácil encontrar paisajes  “mágicos”, fuera de un casco urbano y tan accesible como para poder llevar el carrito. Pero Guadalajara es tan variada que también los tiene. Hoy os recomiendo un sencillo, entretenido y sorprendente viaje a Tierzo y a las salinas de Armallá, con un apéndice: El Barranco de la Hoz.



En Molina de Aragón se quejan de que habiendo la misma distancia desde Guadalajara hasta Molina, que de Molina de Aragón a Guadalajara, los guadalajareños no frecuentan mucho esta tierra “porque está lejos”, mientras que los molineses hacen poca pereza para acercarse a la capital. El espectacular cañón del río Gallo está a una hora de Guadalajara y si todavía existe algún alcarreño, aunque sea de adopción, que no conoce esta insignia provincial, tiene todo un año por delante para hacerlo. Difícilmente encontrará mejor propósito para 2014.

Pero vayamos paso a paso y antes de acercarnos al monasterio de Nuestra Señora de la Hoz os aconsejo una visita y un paseo por Tierzo y las ruinas de Armallá. Tierzo es un pueblo pequeño con una iglesia interesante del siglo XVI, que en su interior conserva un retablo del XVII con pinturas barrocas. Tanto el pueblo como el entorno invitan al paseo. 




Las casas son sencillas, salvo un par de excepciones, pero el cuidado y el empeño de sus vecinos han hecho que las calles, las casas y los edificios emblemáticos: el horno, el Ayuntamiento o la fuente, se hayan construido o reconstruido con ganas de agradar e intención de perdurar. No se hacen igual las cosas cuando el responsable municipal de turno piensa en las próximas elecciones, que cuando lo hace pensando en las próximas generaciones. En Tierzo tienen suerte.




Desperdigados por el municipio se pueden ver las peculiares zahúrdas, viejas cortes de los cerdos reconstruidas y convertidas en iconos visitables. Se trata de unas sencillas muestras de la arquitectura popular que nos recuerdan otras épocas, otros modos de vida y una economía de subsistencia que obligaba a mantener cerca de casa a los animales necesarios para comer. Hasta no hace mucho tiempo, cerdos, gallinas y cabras formaban parte del paisaje urbano de todos estos pueblos.




Tras pasear por las calles y pedir a algún vecino que nos informe sobre cómo podemos ver el Ayuntamiento y el horno por dentro, no os vayáis sin verlos, cogemos a los niños, si es el caso, y nos acercaremos tranquilamente hasta las ruinas de lo que fue el pueblo de Armallá. El camino sale de la parte baja, junto al río Bullones, poco más que un arroyo, y cerca de unas pistas deportivas. Al dejar el pueblo inicia un pequeño ascenso por una de las colinas, y nos muestra al fondo la que se conoce como Casa Grande, Vega de Arias o Casa del Cid. Un viejo edificio medio arruinado que todavía conserva parte de lo que fue un palacete del siglo XIII con restos de muralla. Lo veremos de cerca cuando nos acerquemos, en coche, hasta el Barranco de la Hoz.






El camino que lleva hasta el despoblado de Armallá es tranquilo, cómodo y permite ver de cerca la austeridad del paisaje molinés a base de estepa, rocas y cereal. Media hora escasa de paseo que nos cruza al otro lado de la colina y bordea un ramillete de casas destruidas que, junto a una fuente y un lavadero, todavía conservan el agua y la prestancia de antaño.





Abajo, se ve la hermosa estampa de “madin al-mallaha”, el poblado de la sal. Un recinto de extracción salina que se remonta a los celtíberos y que ya usaron romanos y árabes. A la época de Carlos III (siglo XVIII) se deben los impresionantes edificios levantados junto al manantial salino, uno de los más preciados de Castilla. En su extracción se conseguían hasta  18.000 fanegas anuales, de ahí que figure como uno de los tesoros históricos de la tierra molinesa en el Fuero del siglo XII.





El edificio principal, separado de las salinas por la carretera, fue construido en el siglo XVIII, como lo indica una lápida en el frontal de la puerta de acceso. Su aspecto externo es espectacular y, además, muy funcional. Es de planta casi cuadrangular, con unos cuarenta metros de lado, y su interior está totalmente diáfano. Muestra el armazón de madera de la techumbre completamente al descubierto, sujeto por veinticuatro grandes columnas, cada una de una sola pieza de madera y una altura, en las más altas, de aproximadamente catorce metros. Todo un espectáculo interior. 





Los muros son de cal y canto, ofreciendo unos contrafuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón para evitar las tensiones laterales, que semejan las de una iglesia de gran envergadura. En la parte que da a los manantiales salinos se abre un porche cubierto donde descargaban los carros de sal. ¡Tocad la madera, es una sensación curiosa! Debido al contacto durante siglos con la sal ha adquirido una textura aterciopelada extraña y original.




Para poder visitar las salinas y sus edificios hay que pedir la llave en el Restaurante Casa Rural Las Salinas. Os aconsejo que llaméis antes por teléfono para encargar la comida y fijar la visita. Seguro que os daréis cuenta, al bajar desde Armallá, que junto al restaurante hay un corral con decenas de gallinas, algunas pintureras y casi de exposición. Yo no puedo resistirme, si veo que un restaurante tiene gallinas pido huevos fritos, y si tiene huerto: patatas fritas, verdura y ensalada. Además, el restaurante Las Salinas tiene una buena cocina casera, un local bien acondicionado que entusiasmará a los amigos de la caza y un hogar con una lumbre siempre viva, que reconforta a los muertos. Comed lo que haya, huevos y lomo escabechado siempre hay, y la cuchara nunca defrauda.



Después de comer acercaos, en coche, al Barranco de la Hoz, remataréis un día especial. Pero antes, tomad el desvío de Fuembellida y deteneos en la Casa del Cid que, como ya dijimos antes, está en ruinas y no puede accederse a su maravilloso patio medieval, pero desde fuera se pueden ver sus muros fortificados con almenas y el arco de la entrada principal.



 Ya en el Barranco, a diez minutos de Tierzo, si tenéis fuerzas subid al mirador y a la bajada visitad el monasterio. Yo ya no me detengo porque lo haré en otra ocasión, hacedlo vosotros y decidme en un comentario qué os ha parecido la visita. Buen viaje.


Ver mapa más grande