martes, 30 de septiembre de 2014

De Labros a Monchel, entre la realidad y la ficción

Tras un par de meses de descanso, regresamos a nuestro viaje semanal a través de Guadalajara y lo hacemos al socaire de un libro. Viajar literariamente triplica el placer de un viaje. Primero se disfruta leyendo, después caminando y en tercer lugar recordando lo vivido para después contarlo. La ruta que propongo hoy tiene un alto contenido literario. Seguiremos los pasos de un pueblo imaginario que existió hasta el final de la Edad Media. Abandonado, se convirtió en escombro y quinientos años después volvió a revivir gracias al escritor AndrésBerlanga. El pueblo se llama Monchel y la novela de la que es protagonista principal: “La gaznápira”, entre otras muchas cosas, una joya en la recuperación del léxico rural.



Este verano el grupo Milsenderistas de Milmarcos y un puñado de amigos de Andrés Berlanga, procedentes de Labros, caminaron desde sus pueblos hasta un punto de encuentro: el lugar donde descansan los pocos restos que quedan del poblado de Monchel. Yo les acompañé y allí recordamos algunos pasajes del libro, tomamos un trozo de queso y un trago de vino, y desandamos el camino andado.




“Llegar a lo que dejó de ser pueblo hace más de quinientos años te producía esa extraña sensación de alivio, vacío y estremecimiento parecida a la que por entonces te recorría al acabar de mear. Piedras renegridas, cerradillas que fueron casas, hileras desdibujadas recordando desmoronados muros y, en medio, la pililla del aguadero manando como cuando fuera fuente”. Así recuerda un pueblo abandonado uno de los  personajes de “La gaznápira”, ambientada en los años cincuenta, tal vez un trasunto de Monchel, que lo es a su vez de Labros. Pero antes de llegar a lo que fue el poblado de Monchel es necesario que andemos algo más de una hora, así que vamos a ello.



Os voy a proponer que salgáis de Labros y desde la parte alta del pueblo toméis el camino que se adentra, en línea recta,  por un amplio y hermoso sabinar. Pasaréis, nada más dejar el pueblo, por un pairón centenario y solitario que parece desafiar a los modernos molinos que cubren los cerros que rodean Labros. El camino es amplio, como una carretera sin asfaltar, y no tiene pérdida. Pasear de buena mañana por un sabinar es inyectar a los pulmones una buena dosis de oxígeno y frescor. La sabina es un árbol que huele a limpio y a viejo. Su olor me trae siempre recuerdos de infancia, de muebles vetustos, de viejas casas, de tarimas eternas. Su imagen es la imagen del tiempo, arrugada y perenne. Nada parece moverse en un sabinar.




Mientras cruzamos el monte nos paramos a observar con detenimiento la sencilla complejidad de los chozos de pastor. Son construcciones de origen medieval, e incluso anteriores, que siguen desafiando el paso del tiempo. He de decir que durante mi viaje por tierras de Labros y Monchel tuve la suerte de contar con el mejor cicerone posible: Mariano Marco, un hombre sabio y bueno que lo sabe todo de esta comarca.







Otro de los alicientes del recorrido son los navajos, grandes charcas de agua, como la de Valderrodrigo, que todavía conserva la fuente. La comarca molinesa es ante todo ganadera. Durante siglos la cría y el trato con las ovejas y las cabras han sido el sustento de sus pobladores, de ahí que todavía queden restos de esta actividad, prácticamente perdida. Tras dejar Valderrodrigo a la izquierda, enseguida llegamos a lo que fue Monchel. “En una pradereja alrededor de este cañuelo se solazaban, después de beber en la balsa, tortolillas astutas, recias torcaces, cogujadas pizpiretas, cuervos y urracas peleonas y chillandres. Crecía el verdor de cardinchas, gamones, hierba jugosa, campanillas, margaritas, juncos, malvas, tréboles y cardos negros, con la misma vitalidad que hace siglos. ¿Dónde estarán los muertos?”





Poco ha cambiado el paisaje desde que Berlanga escribiese esa descripción de la explanada desde donde contemplamos el pequeño cerrete, que aún conserva piedras renegridas de lo que fue Valderrodrigo o de lo que fue Monchel. El frescor del navajo y la sombra de las sabinas nos hacen sentir bien. Cada uno de los que formamos la comitiva recordamos algún pasaje de la novela e intercambiamos durante unos minutos conversaciones encaminadas a identificar a tal o cual personaje, recuperar anécdotas o parajes distorsionados por la habilidad literaria del autor.




De regreso hacia Labros, Mariano Marco nos ilustra con los nombres de cerros y montes. La presencia del Cid por estas tierras, camino del destierro, sigue viva mil años después. Se suceden los topónimos referidos a su leyenda. Cuando en “La gaznápira” uno de los personajes, el Moisés, se pregunta dónde estarán los muertos del pueblo abandonado, se responde: “junto a la iglesia, como ocurría antes en Monchel; o quién sabe si no huyeron todos los vecinos el día de una batalla  contra el Cid; o quizás se quedaron sin enterrar si la peste arrambló con todos… a la muerte le basta una rengliz estrecha para entrar a borbotones”.




No nos hemos dado cuenta y ya estamos en Labros. Mariano Marco nos enseña el pueblo, sus pairones, las viejas casas con dinteles labrados hace cientos de años y su iglesia, una joya del románico popular que ha pasado por mil vicisitudes y que se alza sobre un altozano desde el que se contempla una de las vistas más hermosas de la Sexma del Sabinar. Mi mala memoria y mi torpeza han hecho que perdiese las notas que fui recogiendo mientras charlaba con Mariano. Pero no importa, lo tiene todo escrito sobre Labros en su blog. Pinchad en su nombre y os adentraréis en el sorprendente mundo de Monchel.








¿Para comer? No es fácil, son pueblos pequeños. A no ser que tengas la suerte de que te reciban en una casa fresca y acogedora como a mí, que además me deleitaron  con una conversación inolvidable, un  excelente vino de Cariñena y una fabada de categoría en casa de la familia Marco. Vamos, una comida para siesta de “pijama, padrenuestro y orinal” como decía aquel gran comilón que fue don Camilo. Si no tienes esa suerte, te aconsejo llevar merienda o acercarte a Molina de Aragón. En alguno de mis blogs anteriores hago algunas recomendaciones gastronómicas en la capital del Señorío, pero os aseguro que en aquella tierra es difícil equivocarse, casi imposible.