miércoles, 29 de octubre de 2014

Hiendelaencina, la garganta del Bornova



Hasta ahora todas las rutas aparecidas en este blog  han terminado igual, sentados en una mesa degustando una suculenta comida en algún restaurante de nuestra provincia. Hoy vamos a empezar al revés, “por la carne y los garbanzos”, como el cocido maragato. Nuestra recomendación de hoy arranca junto a Isabel, en la Casa Rural La Perla de Hiendelaencina, y concretamente sentados frente a una deliciosa mesa presentada con arte y encanto. Un espacio pensado para despertar el apetito, donde están perfectamente colocados los tarros de mermeladas naturales de temporada, las tartas caseras de nueces y manzana, el salmón marinado, fiambre de la tierra, pan artesano hecho por las delicadas manos de la anfitriona, yogur natural con azúcar de limón y, por supuesto, un buen café. Irresistible.




Antes de echar andar, en busca del cauce del río Bornova, decidimos tomar un buen desayuno. Isabel abre su casa  hasta las 11 de la mañana para que todo el que lo desee pueda disfrutar y reunir las  fuerzas suficientes antes de recorrer los inolvidables rincones de la Sierra Norte, o simplemente disfrutar de la buena gastronomía. Una gran idea de esta francesa, que un buen día decidió dejar la ciudad y buscar el sol, y que desde hace tres años forma parte del paisaje de Hiendelaencina. Ella, junto a un grupo de entusiastas, apoyados por el Ayuntamiento, se encargan de sacar adelante el Museo de la Minería que tanto el olvido, como los recortes y el desinterés de las instituciones provinciales y regionales han dejado a medio hacer.





 Pero un grupo de vecinos  se han empeñado y, poco a poco,  van completando una oferta turística en la Sierra que toma cuerpo. Hoy Hiendelaencina tiene mucho que ver, entre otras cosas su Museo. Isabel nos lo enseña con conocimiento de causa al regresar de la garganta que forma el encuentro de los ríos Bornova y San Cristóbal.




El camino lo emprendemos en la Plaza Mayor, hacia el cementerio, y continuamos la indicación que nos lleva hasta las ruinas de la mina Santa Teresa, una de las muchas que hizo de Hiendelaencina uno de los pueblos más habitados de Guadalajara a comienzos de siglo. La fiebre de la plata trajo hasta aquí a miles de personas que horadaron la tierra en busca del preciado metal. De todo aquel entramado compuesto de gente, edificios, carretas y malacates hoy apenas quedan unas pocas ruinas de una interesante arquitectura industrial que, como casi siempre, acaba despreciada y abandonada, salvo en contadas excepciones.



Una vez paseado entre las ruinas de la Santa Teresa, volvemos sobre nuestros pasos y tomamos un camino que sale a la izquierda y apenas unos cien metros después otro a la derecha, que nos baja hacia la garganta del río, caminando junto a unos hermosos cercados de lajas de piedra pensados para el ganado. Aquí,  el camino se transforma en  senda y requiere calzado adecuado y, por supuesto, nada de carritos. Bajar y subir del río supone una hora y media de caminata.






Según vamos descendiendo, de manera tendida y nada abrupta, el paisaje nos sorprende con las caprichosas formas de las rocas, rasgadas entre los  árboles que, en esta época del año, se tiñen de colores caprichosos y deslumbrantes. El azar nos brinda miradores espontáneos, ventanas hacia la profundidad de la garganta donde el agua parece querer llamarnos a voces y nos succiona con la hipnosis del ruido de su cauce.


Si miramos hacia arriba veremos el Alto Rey, el Ocejón y las faldas plagadas de bosques, por donde discurre nuestro camino, ahora ya escondido y umbrío, casi oscuro, rumbo al río. De repente: un fogonazo. Un látigo amarillento rasga el fondo gris marengo  de las paredes del barranco. Los álamos y los chopos de la ribera encienden sus copas para recordarnos que es otoño y que, un año más, tenemos la obligación de regresar a esta sierra y maravillarnos con el espectáculo del cambio de color de las hojas que ya se van cayendo y forman una tupida alfombra, donde se resguardan los hongos y las setas.




Paralelas al río, las piedras de un caz nos sirven de camino, aguas arriba, para acercarnos hasta una vieja presa horadada, nadie sabe muy bien para qué, por la que surge un chorro de agua que forma un bonito salto. Si decidimos seguir el curso descendente de las aguas llegaremos hasta un viejo molino que iluminaba las minas y el poblado de Hiendelaencina en los tiempos de esplendor.




Aquí abajo ya todo es silencio. Sólo el agua y los pájaros acompañan el momento. Es tiempo de pararse y disfrutar, sin prisa, recreándonos en el privilegio de estar donde estamos, saboreando el instante. Después habrá que subir y también lo haremos despacio que las prisas nunca son buenas y menos para el caminante. Si hemos hecho hambre Sabory nos espera con un buen cabrito asado, unos torreznos o sus particulares patas bravas, pero eso harina de otro costal.

martes, 21 de octubre de 2014

Los barrancos del río Sorbe por La Huerce



Si hay algo que sorprende a quienes se acercan a Guadalajara por primera vez, a quienes se salen de las rutas establecidas y buscan rincones diferentes, es la autenticidad del paisaje. En nuestra provincia hay rincones, pueblos y parajes que conservan todavía la virginidad de tiempos remotos. El progreso, con sus cosas buenas y malas, más buenas que malas, ha llegado, por supuesto, pero no ha sido muy agresivo.



Hoy os invito a  La Huerce. Este pueblo ha estado aislado por carretera  hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Las obras de asfaltado se pararon al estallar la Guerra Civil de 1936 entre el cruce de El Ordial y uno de los cerros que rodean el pueblo por el Norte, y sus gentes tuvieron que seguir comunicándose con la capital como lo habían hecho siempre, por un camino que transita por el valle del Sorbe.



Este aislamiento ha permitido que el paisaje de esta parte de la Sierra Norte haya quedado prácticamente intacto y que las únicas construcciones que hay fuera del núcleo urbano sean las viejas  tainas, medio destruidas, de los pastores y algún molino, hasta tres llegó a tener el pueblo, que buscaban la fuerza del río encañonado entre las peñas.



A La Huerce siempre se baja, desde que se deja la carretera que comunica Galve de Sorbe con la capital, hasta que se llega al río, todo son cuestas jalonadas por robles, carrascas, jara, casas de piedra y tapiales de huerto. Las fachadas se buscan una a otra cerrando el paso al forastero. Pero que nadie se equivoque, en estos pueblos de la sierra las gentes son abiertas, amables y generosas. Les gusta contar su historia y la de su pueblo y agradecen que alguien se pare a conversar con ellos. Hacedlo.



En el pueblo hay una iglesia pequeña, pero lo suficientemente grande para albergar a cientos de vecinos el día de San Sebastián, su patrón. Las campanas todavía se voltean a mano y a los pies del templo se bailan en verano unas danzas ancestrales acompañadas de paloteo. Cuando llega el otoño, el pueblo se queda dormido, tranquilo, es el momento ideal para pasear por sus calles y bajar al valle.




Al salir de La Huerce hay un camino que bordea un cementerio humilde y arropado entre rocas. Más allá, unas cruces miran al Ocejón en recuerdo de un viejo campo santo, tal vez celtíbero, que recuerda el primer asentamiento humano de la zona. Las vistas hacia la sierra son un espectáculo, es conveniente pararse un rato y disfrutar. Al frente vemos la gran montaña negra. Si giramos alrededor de nosotros mismos, nos damos cuenta de que estamos rodeados por la Peña Gorda, el Castillar, Cabezolargo, la Peña el Águila, Pradoluengo… Picos y rocas míticas para los huerzanos que pastorearon y labraron a sus pies durante siglos. La Huerce es un pueblo protegido de los malos vientos y las inoportunas inclemencias, de ahí que sus huertas sean fértiles y sus frutales también.



Nos hemos propuesto bajar al río por una senda amplia y cómoda, y lo haremos sin prisa y sin pensar que luego hay que subir. El camino es cómodo porque serpea por la ladera de manera inteligente. Aprovecharemos para coger algún hongo, que suelen ser abundantes en este tiempo, y nos detendremos en las tainas del llano, un viejo poblado de casas donde los pastores encerraban el ganado y pasaban temporadas pendientes de su cuidado. De ahí al río apenas hay un tramo.






Junto a la orilla veremos el Molino del Cubo, que en tiempos fue uno de los tres que sustentaban los pueblos del valle y hoy es una vivienda  a medio restaurar. Por este paraje, el Sorbe baja tranquilo, desbravado por las pequeñas balsas construidas por los molineros para encauzar el caz que movía la rueda y las piedras. El olor de la flora de ribera es un regalo para los sentidos. Allí abajo todo parece detenerse, como el agua, y el silencio se hace agresivo. Estos barrancos del Sorbe en las faldas del Ocejón son el mejor lugar del mundo para perderse. Eso sí, cuando nos hayamos encontrado, debemos prepararnos para subir la cuesta sin prisa, pero sin pausa. Que no se asuste nadie, entre subir y bajar emplearemos dos horas, tiempo suficiente para estirar las piernas y abrir el apetito.







A la hora de comer la Huerce no cuenta con ningún restaurante. El bar del pueblo lo atienden los propios vecinos. Os aconsejo que os acerquéis hasta Galve de Sorbe, poco más de diez minutos en coche. Allí hay dos restaurantes. En La Masía, de encargo, hacen un asado de cordero y cabrito en horno de leña para quitar el sentido. Tienen otra especialidad: espaguetis con boletus, una delicia. El hongo y la seta lo trabajan bien y la carne es buena. Es donde estuve y comí bien, sin lujo alguno pero bien. Hay otro local, el Hostal de Galve, me han dicho que también es recomendable, lo probaré y volveré para contároslo. Buen viaje.



martes, 14 de octubre de 2014

Las cárcavas del Arroyo de la Lastra

Ya he contado alguna vez mi debilidad por los pueblos rayanos, siempre esconden alguna sorpresa. Las fronteras artificiales que ha ido trazando el hombre a su capricho, casi siempre tienen un río, un valle o una montaña que les sirven de excusa y las dotan de sentido. Ahí reside su interés. La semana pasada estuvimos en la raya que separa las provincias de Guadalajara y Cuenca, hoy nos iremos a la frontera con Madrid.


Hacía tiempo que planeaba acercarme hasta el Pontón de la Oliva. Su lúgubre y estúpida historia, una presa construida con el esfuerzo de cientos de presidiarios a mediados del siglo XIX, que nunca sirvió para nada, ha sido siempre un inquietante reclamo. Llegar hasta allí es sencillo, basta tomar la carretera que desde la capital y pasando por Marchamalo, Usanos y Fuentelahiguera lleva a El Cubillo y desde allí a Uceda. Atravesamos este histórico pueblo, al que volveremos, y la carretera nos dará de bruces con la ladera de la montaña por donde discurren las viejas y enormes tuberías del Canal de Isabel II, jalonadas de sifones de piedra. La carretera muere en un cruce que nos obliga a tomar otra carretera, esta vez lo haremos hacia la derecha. Apenas unos dos kilómetros después un indicador nos señala al Pontón de la Oliva. Al pie del viejo muro, junto al río Lozoya, dejamos el coche.



Resulta imposible imaginar que semejante mole de piedra se pudo haber construido alguna vez a golpe a de pico, pala y barreno. Un entramado de escaleras, muros, tuberías y casetas con más de 150 años de vida, otorgan al conjunto un cierto atractivo monumental. Colgando de las piedras vemos algunas argollas, símbolos de la dramática historia de este lugar.



En un pequeño rincón, una cruz y dos inscripciones recuerdan a las decenas de presos que perdieron la vida en su construcción. Muertes inútiles, porque los fallos técnicos de la presa y sus abundantes filtraciones de agua la hicieron inservible al poco de nacer. Recorred el paraje, asomaos al otro lado del dique e imaginad el entorno poblado de presos encadenados, golpeando la piedra, y a sus guardianes armados, atentos, vigilando sus pasos. El Pontón de la Oliva desprende tristeza y más si el día está gris y amenaza lluvia.



Por eso, antes de que nos arrastre la melancolía debemos echar a andar rumbo a la sorpresa que nos aguarda tras los cerros que rodean la presa. Justo donde hemos dejado el coche, una vieja carretera asciende por una ladera donde enseguida vemos almendros y olivares. Tomémosla, por supuesto a pie, veremos que dos líneas, una roja y otra blanca, nos indican que caminamos por un GR, una ruta de Gran Recorrido. Es el GR-10 que debemos seguir, abandonando la carretera antes de que gire hacia la izquierda. La señal se ve bien. El camino sale a la derecha y se introduce en medio de un olivar.



Echad la vista atrás, concretamente a la derecha, y veréis el espectacular valle que se abre a nuestra espalda: Patones, Uceda, Torrelaguna y una enorme hilera de chopos que ya abandonan su color verde y pintan de amarillo el horizonte. Merece la pena.
Apenas llevamos un par de minutos andando por el camino, entre los olivos ya plagados de aceituna, cuando otro camino se nos abre a la derecha. Ahora, las indicaciones roja y blanca forman un aspa, eso quiere decir que si tomamos ese camino abandonamos el GR-10, y es precisamente lo que debemos hacer para bajar al arroyo de la Lastra y por él llegar hasta las Cárcavas de Alpedrete de la Sierra.




Una vez en el arroyo, que apenas lleva agua, tomaremos la rambla, el cauce de la torrentera que  se  adentra en la montaña. No tiene pérdida, basta con seguir la arena y los cantos rodados que han formado los arrastres. Éste será nuestro camino. No es cómodo, y menos aún si ha llovido, pero nos conduce al pie de las columnas y paredes caprichosas que han formado, a lo largo de los siglos, la erosión de la tierra arcillosa y rojiza que con la lluvia parece que sangra.




Con un poco de imaginación podemos ver en estas construcciones naturales, formadas por el agua y el tiempo, al precursor de las torres góticas de nuestras catedrales que inspiraron los caprichos del sorprendente Gaudí. Todo cabe en este singular paraje, al que habremos llegado caminando durante una hora aproximadamente, algo menos. Es algo costoso e incómodo, sobre todo si el suelo está blando. Quien prefiera contemplar el espectáculo desde arriba, en lugar de tomar la rambla debe ascender por un sendero a la loma de la montaña y seguir de frente, hasta encontrarse con las cárcavas, no tiene pérdida. Se mire por donde se mire, el espectáculo bien merece el esfuerzo.



Recuperado el aliento, es hora de regresar por donde hemos venido y de pararnos en la terraza de la Chopera, al pie del Portón. Abre todos los fines de semana y en verano todos los días. En invierno enciende una buena chimenea. Más que aceptable su carne a la brasa, si se quiere comer, y unas patas con mojo picón ideales para reponer fuerzas. Otra opción es volver a Uceda, recorrer las calles y hacer dos visitas obligadas, una al cementerio, antigua iglesia románica de la Virgen de la Lastra y otra a la iglesia parroquial. ¿Para comer?: Antigua Casa Pepe o Restaurante Veracruz, no hay más oferta. En estas páginas, tiempo habrá de volver a Uceda y detenernos en sus caminos históricos.