martes, 24 de marzo de 2015

La Concordia, un paseo con historia


Hoy propongo una ruta urbanita pero no exenta de naturaleza viva. Hace tiempo que quería invitaros a recorrer el Parque de la Concordia de Guadalajara. La mayoría estáis hartos de cruzarlo desde, y hacia, San Roque. ¿Pero a que no tantos os habéis salido del camino trazado y habéis girado la cabeza como un camaleón?¿A que pocos la habéis alzado y bajado para ver las copas de los árboles y las flores de los jardines? Hacedlo, pasead por la Concordia esta Semana Santa y sacadle el jugo a la ciudad.



Guadalajara no sería la misma sin el Parque de la Concordia, durante años el único parque de la capital. De su nombre mucho se ha escrito. Según parece con él no se rememora a la vieja plaza parisina sino el acuerdo logrado, tras años de intenso debate, entre los diversos sectores sociales. Unos querían que en las viejas eras de pan trillar se construyeran edificios, otros querían dejarlas como estaban y los más influyentes, que a la larga se salieron con la suya, optaron, con buen criterio, por levantar un gran parque, un pulmón para la ciudad.



Desde su apertura en 1854 se tiene noticia de sus reformas (1941 y 1974), de su templete (1916),  de los actos sociales allí acaecidos, del diseño de sus jardines (estilo inglés en los orígenes y francés tras la primera reforma), de su mobiliario, de su verja de hierro forjado y de las estatuas que le adornan… Incluso de sus nombres: Parque de la Concordia (1854), Parque de la Unión Soviética (1937), Paseo de Calvo Sotelo (1939) y de nuevo Parque de la Concordia (1981). Sin embargo, se ha escrito poco de sus árboles, verdaderos protagonistas de este centro neurálgico del paseo capitalino.



El Ayuntamiento puso en su día letreros, en algunos de los ejemplares más emblemáticos, que permitían al paseante aprender mientras paseaba y a los profesores dictar “in situ” a los alumnos amenas clases de botánica. Hoy apenas queda alguno. Hoy, el Parque de la Concordia no pasa por su mejor momento, se denotan abandono y suciedad, está dormido y descuidado pero conserva ese aire romántico, mudo y sombrío, que invita al paseo y a la meditación mientras el aire agita la copa de los árboles.



Es difícil destacar uno entre los cientos de ejemplares arbóreos que forman este pequeño jardín botánico. Tal vez por sus dimensiones destaque un pino carrasco situado detrás del templete, que se eleva más de treinta metros por encima del suelo y cuyo tronco, en su parte baja, necesita los brazos de tres hombres para abarcarlo. Está manco, pero ahí está, desafiando al tiempo. O un cedro del Himalaya escorado a la izquierda de la plaza central del parque, con una arquitectura casi perfecta, laminado en capas hacia el cielo, aunque ensombrecido por una acacia de tres púas, ejemplar que se repite por todo el recorrido y que es sin duda la especie más abundante.



Junto a estos dos verdaderos colosos, el paseante puede encontrarse acacias comunes y japonesas, más pequeñas y coquetas éstas; arces, cedros del Atlas, alisios, cipreses californianos, pinos negral, piñoneros y de Monterrey (California) y pinsapos, así como palmitos chinos, olmos y una entretenida variedad de arbustos decorativos. No sabemos la edad de estos monumentos vivos; cuáles de ellos perviven entre nosotros desde 1854 y cuáles fueron plantándose después. Sería bueno rescatar de los viejos legajos municipales estos pormenores.



Mientras eso sucede, podemos pasear por La Concordia despacio y con la vista puesta en las copas de los árboles, lo que nos llevará algo más de media hora. Pocos lo hacemos y os aseguro que es más que recomendable, hay sorpresas en forma de fuentes, de estatuas, de placas conmemorativas, en definitiva la historia de una ciudad contada paso a paso, y aunque tuvo tiempos mejores, apliquemosle lo que dice el poeta: “¿Quién le dijo que yo era siempre risa y nunca llanto, como si fuera la primavera? No soy tanto”… 




Además, si queremos comer tenemos al lado la Taberna “El buen vivir”, sin duda uno de los locales de Guadalajara con mejor oferta de vinos y con un tapeo de altura. Una taberna gastronómica donde, además, encuentras viandas del mar, del monte y de la huerta, tiras de bacalao, albóndigas de ternera y boletus, falafel de lentejas, ensaladas y lunch diarios con platos de cuchara imaginativos y deliciosos. Esta semana, a modo de ejemplo podéis degustar por separado o junto, a gusto del consumidor, unas patatas guisadas con costillas y boletus o un pollo Tikka Masala con arroz aromático Basmati y de postre una tortita de castañas, por ejemplo. Un complemento ideal para un paseo, si nos lo proponemos, diferente y especial.

miércoles, 18 de marzo de 2015

En busca del nacimiento del río Sorbe



¿Os habéis preguntado alguna vez dónde nace el agua que bebéis? Hoy os propongo un paseo en busca del nacimiento del río Sorbe. La ruta parte desde la plaza Mayor de Galve, delante del rollo y se tarda unas tres horas en completarse, entre la ida y la vuelta. Galve de Sorbe es el único pueblo de Guadalajara con dos picotas. La de la plaza es del siglo XV y simboliza la categoría de villa que le concedió Felipe II. El rollo marca además el punto de altitud del pueblo, 1364 metros sobre el nivel del mar. El de hoy es pues un viaje de altura.




Partiremos de la calle Iglesia Vieja, a la izquierda del edificio del ayuntamiento y, tras atravesar el arroyo de la Hoya llegaremos al cementerio, situado a los pies del castillo. Os aconsejo que subáis para disfrutar de unas vistas grandiosas. La subida es empinada pero no mucho. La fortaleza se asienta sobre un cerro plano desde el que se divisa el Alto Rey, la sierra de Pela, el Hayedo de Tejera Negra, el macizo de Ayllón, y buena parte de la Sierra del Ocejón.



La Asociación Castillo de Galve lleva desde 2006 luchando por la recuperación de un edificio que está catalogado como Bien de Interés Cultural. Es un edificio del siglo XV mandado construir por la familia Estúñiga, un linaje de nobles descendiente de los reyes de Navarra. Por entronques familiares acabó en manos de la Casa de Alba en el siglo XX. La duquesa tenía el título de condesa de Galve, pero se deshizo del castillo en 1971. El edificio se subastó ese año junto a otra media docena de castillos de la provincia. El de Galve fue el que obtuvo una puja más alta: se adjudicó a un empresario catalán por 1,2 millones de pesetas. Éste, a su vez, lo revendió a su actual propietario, quien hizo una intervención a comienzos de los ochenta sin una dirección técnica adecuada y Bellas Artes le paró las obras, así que desde hace 30 años, el edificio se ha visto abocado al abandono y la degradación.


Actualmente, y dado que el propietario no se ha avenido a negociaciones, la Junta de CLM decidió en febrero de 2014 incoar un expediente de sanción, a ver si actúaba de efecto disuasorio para forzar al dueño a intervenir o a soltar el castillo. Pero ni una cosa ni la otra. El expediente sigue sin cerrarse, el propietario continúa de brazos cruzados y el castillo sigue sufriendo desprendimientos. Una pena, como tantas otras.


Desde el punto de vista artístico, la parte más destacada es la Torre del Homenaje, que Layna Serrano calificó como “la más bella de los desmochados castillos de la provincia de Guadalajara”. No se puede acceder al edificio y es mejor porque sería peligroso.



Una vez venteados ojos y pulmones, el viajero debe bajar para incorporarse de nuevo al camino y tomar la pista a la izquierda en dirección a Campisábalos. El camino que une Galve y Campisábalos tiene algo más de ocho kilómetros y fue asfaltado hace cinco años, pero  quien desee caminar sin pisar alquitrán, lo puede hacer siguiendo la marcha por el agradable paseo que acompaña a la carretera.



El camino atraviesa la dehesa de Galve, un paraje que antiguamente se aprovechaba para la siembra y ahora es usado para el pasto de las vacas. Galve de Sorbe es uno de los pueblos con mayor cabaña ganadera de la sierra de Guadalajara. Más de mil cabezas de ganado pastan por los alrededores de  un pueblo que no llega a 140 personas censadas.




 Tras cuatro kilómetros de recorrido, el viajero llega a un cruce de tres caminos: el que viene de Galve, el que sigue a Campisábalos y el que permite acceder a Condemios de Arriba. En ese punto se encuentra el campamento del Molinillo, actualmente medio abandonado y en muy mal estado.
Atravesando el campamento llegaremos hasta las charcas de las que mana el Sorbe, un conjunto de arroyuelos que embalsan sus aguas en una dehesa rodeada de pinos y robles centenarios. En este entorno austero pero sugerente nace el agua que  después hemos de beber casi todos, porque los vecinos de Galve abren el grifo y beben la que brota del manadero del Soto… Cosas que pasan.

Se me olvidaba, en Galve no sólo hay agua, también hay vino y buena carne, como no puede  ser de otra manera, en el Hostal del Pinar. Un sitio más que recomendable, con buenos hongos y deliciosos postres caseros  que ya hemos recomendado en alguna ocasión. 

martes, 10 de marzo de 2015

El Olivar, la atalaya perfecta



La ruta que os propongo hoy es una vista al “mar” de interior, es el recorrido por una atalaya. Son muchas las vistas al pantano de Entrepeñas, muchos los cerros desde donde puede verse el agua del Tajo serpeando entre las laderas, basta con adentrarnos en la Alcarria.


Si nos asomamos al pueblo de Alocén, por ejemplo, el agua se recoge en un barranco y rara vez deja los tonos verdes o azulados, según la época del año, por muy seco que baje el río o por mucho que se trasvase a Murcia. La vista es hermosa. Convertida en mirador y orgullo de un pueblo que gusta de apoyarse en su paisaje para llamar a los visitantes.


Pero si en el mirador de Alocén el agua y sus orillas se nos echan encima queriendo impresionarnos, en El Olivar el paisaje de agua, tierra y olivares se pierde en la distancia abriendo a nuestros ojos un horizonte de contrastes.




Hoy nos quedamos en El Olivar. Media hora de coche nos separan de Guadalajara por la carretera de Cuenca hasta llegar al cruce de El Berral donde tenemos que desviarnos a mano izquierda y en pocos minutos un letrero nos avisa de que estamos llegando al pueblo. Una vez allí, dejamos el coche en la plaza, junto a la iglesia o en alguna de las calles aledañas y echamos a andar.


El Olivar es un pueblo modélico. Se conservan las casas uniformes de piedra caliza, gracias a la iniciativa empresarial llevada a cabo hace más de 30 años por un grupo catalán especializado en acondicionar casas de campo como residencia de fin de semana.



Aquella iniciativa sirvió para que el pueblo se convirtiese en referente de la reconstrucción bien entendida. Hoy, en El Olivar, lugar de peregrinación para quienes quieren asomarse al Tajo, hay dos restaurantes y varias casas rurales con los que satisfacer la demanda del turista. Es un claro ejemplo de la importancia de este sector en la lucha del hombre por contener la despoblación de los municipios.


Cuando el año viene de lluvias, el Tajo se convierte en un mar denso y claro que acaba fundiéndose con el azul del cielo. Si viene seco y generoso en “donaciones” a Levante, como éste, los distintos tonos ocres se entremezclan con líneas azuladas que van esquivando los pequeños olivos alcarreños.


Os recomiendo dar una vuelta alrededor del pueblo buscando el perímetro, el borde que nos asoma al barranco del pantano. Las inmediaciones de El Olivar son una perfecta atalaya. Al fondo, muy en la distancia, se ven pueblos ocupando espacios perdidos, dos chimeneas lanzando vaho a las alturas, otras dos mostrando su voluptuosidad tetuda y desafiante, y montes de encinas y carrascas bajo las que se adivina una vida inquieta de animales sin reposo. Todo parece compuesto a propósito en este mosaico alcarreño rematado con la siempre sugerente figura del Tajo bajo nuestros pies.




En el interior del pueblo, el paseo nos obliga a dirigir la vista más cerca. Dinteles y fachadas de piedra, rincones resguardados adornados con parras y poyatos, pequeños huertos, enrejados, balconadas, puertas centenarias… El Olivar es un pueblo de diseño, estamos de acuerdo, pero no se nota. Tiene vida y eso le hace auténtico.



Para comer hay dos restaurantes Nacha, que cierra los meses duros del invierno y que ofrece los fines de semana una comida elaborada, sin perder la materia prima de la tierra;  y Moranchel, también en la plaza, donde Eulalio y su familia ofrecen a diario y en los fines de semana un buen ramillete de platos suculentos como las mollejas, el rabo de toro, las manitas de cerdo, la perdiz escabechado, la carne a la brasa… Buen provecho¡¡¡


martes, 3 de marzo de 2015

De puente a puente...


Hay dos maneras de ir andando desde Valdesotos hasta Tortuero. La primera atraviesa una senda que nace en la parte alta del pueblo, detrás de la iglesia, y se cuela entre dos cerros. Y la segunda sale del mismo sitio y  camina paralela al arroyo del Palancar, para luego cruzarle hasta en cinco ocasiones y adentrarse en un apacible pinar.




Como habéis comprobado, la ruta que hoy os propongo se adentra en tierras rayanas con Madrid, bañadas por el río Jarama y sus generosos afluentes, al menos este año.




A Valdesotos se llega por carretera desde Puebla de Valles, localidad a la que accedemos desde un cruce de la carretera de Tamajón. Estamos hablando de 40 minutos desde Guadalajara. Antes de llegar al pueblo, a mano izquierda, está el puente medieval incrustado entre las rocas, del que ya hemos hablado en alguna ocasión y que sirvió en su día para el rodaje de algunas películas. El pueblo está unos 3 kilómetros siguiendo la carretera. Os aconsejo coger de nuevo el coche y dejarlo en una explanada preparada para el esparcimiento junto al río Jarama, en la parte baja del pueblo.



Valdesotos es un pueblo empinado, modesto, en el que todavía pueden verse algunos restos de la arquitectura de pizarra. Su iglesia es pequeña con una torre roma y una vieja campana y se sitúa en la parte alta del pueblo, desde donde parte nuestra ruta.



De los dos caminos que insinuaba al principio, tomaremos el más largo, el que camina junto al arroyo Palancar. Es una ruta cómoda y con buen firme que nos llevará hasta Tortuero en una hora y media de caminata. Tened en cuenta que luego hay que volver por el mismo camino o por el que no hemos tomado, algo más corto pero menos agradecido, paisajísticamente hablando. En Tortuero nos indican sin pérdida.




No es fácil encontrar una ruta en la que durante más de media hora no dejemos de escuchar el agua. La sensación es agradable y relajante, los árabes ya supieron de las propiedades curativas para el espíritu de este sonido monótono, que acaba pasando inadvertido sin dejar de estar presente.
Hasta que bajamos desde el pueblo hasta el arroyo, caminamos por la ladera de la montaña. El río está a nuestra derecha. Encajonado entre rocas, baja sonoro y bravío tras las nieves de este invierno. La mano del hombre ha levantado una pequeña presa que aporta un tinte entre verde y azul en el paisaje ennegrecido por la pizarra.



Al bajar al valle, el arroyo comienza a zigzaguear y tenemos que vadearle hasta en cinco ocasiones, sin problemas. Después, el camino se introduce a mano izquierda en un pinar. El último incendio ha dejado una huella aún perceptible y abundan las calvas cenicientas de aspecto casi lunar, entre las motas de pinos.




Siempre tomando al pista de la izquierda, amplia y sombreada, nos dirigimos hacia Tortuero. Si tuviésemos que ir por carretera tendríamos que hacer más de 15 kilómetros salvando montañas. De esta manera apenas hemos recorrido la mitad.




Tortuero tiene un puente medieval que en la zona le conocen como puente romano, seguramente porque se construiría sobre otro anterior. El arroyo que baña el pueblo es el Concha y los vecinos han construido una piscina natural, sorprendentemente pintada de azul, en el curso del río. Tortuero es un pueblo silencioso y sencillo donde ponemos fin a nuestra ruta.



Al regresar a Valdesotos os recomiendo que os toméis unos torreznos en el Bar el Chorro. Manir Carmen y Mariano tienen también un buen chorizo y lomo de olla, huevos fritos de gallina de corral y morcilla de matanza. Si llamas por teléfono (606 243 656) preparan un rico arroz de encargo. Tienen buena mano.