Hay dos tópicos sobre
Guadalajara que, por más que pase el tiempo, no dejan de ser menos ciertos. El
primero es que nuestra provincia es una gran desconocida. Ayer mismo en Madrid,
mi profesor de Grafología, Allen diría mi psicoanalista, se lamentaba de lo
poco que conocían los madrileños Guadalajara, “ ¡estando tan cerca!”, suspiraba.
Y lo hacía él, que viaja con frecuencia a Zaragoza en coche, asombrándose ante
una foto del castillo de Torija. ¡Una foto del monumento más visto de la
Alcarria! ¡Pero si hay que cerrar los ojos o mirar para otro lado para no verlo
cuando circulas por la autovía!
El segundo de los topicazos, tan reales como que la Alcarria
es un país al que a la gente no le da la gana ir, ni mirar, es que el paisaje que se ve a ambos lados de la carretera que une
Madrid con Barcelona, salvo la excepción antes citada, engaña al futuro
turista. Sin desmerecer al espectacular Mirador
del Cid de Trijueque, al que dedicaremos su tiempo, o a las iglesias de Algora y Alcolea del Pinar,
es una verdad como un templo asegurar que hay que dejar la autovía, a mano izquierda
o derecha, para descubrir la verdadera
Guadalajara y encontrarnos paisajes como éste:
Luchar contra los tópicos ciertos es como sembrar en
barbecho, por eso insisto este miércoles en recomendar una ruta que naciendo de
la A2, como la de la semana pasada, la deja a un lado, en concreto en el kilómetro 107.
Allí tomaremos la salida que nos indica a Las Inviernas y antes de llegar al
pueblo, cuando llevamos circulando diez minutos, nos desviamos a El Sotillo, localidad
que se encuentra a tiro de piedra y donde vamos en busca de unos frailes muy
particulares. En el Sotillo hay buena gente, una iglesia, varias huertas y una
fuente con seis caños y un sobrante hecho de piedra que representa la cabeza de
un perro, un choto o un cordero.
En la fuente nos indican
que siguiendo la calle abajo, a menos de media hora andando, siempre por el
camino de la izquierda, están los
frailes, “enseguida se ven”. Hacemos caso a una paisana servicial y atenta que
pasea junto a un perro y echamos calle abajo por el arroyo del Reato, sabedores
de que vamos a asistir a uno de los espectáculos calcáreos más sugerentes de
Guadalajara: el conjunto rocoso de “Los frailes”.
El arroyo del Reato, que a pesar de las lluvias se muestra
casi seco, nos enfila a un barranco cada vez más cerrado que dibuja extrañas
figuras en las paredes.
Estamos ya en la cola del pantano de la Tajera y el
suelo se vuelve cenagoso. No tenemos más remedio que recogernos en una de las
sendas que avanzan junto a la ladera. A la vuelta de uno de los meandros que en
su día dio forma al arroyo, nos encontramos con los frailes. ¡Un espectáculo
único! Una enorme sucesión de “peinetas” de más de 30 metros de altura,
caprichos de la naturaleza labrados en piedra que nos asemejan diferentes
figuras. Destacan unos frailes de los de El Greco, altos y delgados como
agujas, con sus sayales, con su capucha cubriéndoles la cabeza, que caminan
juntos, en oración, como si rezasen el rosario alrededor del claustro de un
convento.
Pero no están solos, los monjes comparten espacio con un hombre sentado sobre las rocas, que disfruta mirando ensimismado
el horizonte, y de una madre que parece aconsejar a su hija, con la mano
apoyada en el hombro. Un mural que deja libre la imaginación, que se presta a
la fantasía y la literatura y se muestra nítido sobre una enorme pared azul.
De tanto mirar al cielo no nos hemos dado cuenta de que por
el suelo se acerca ya el agua del Tajuña que, entre curioso y tímido, sortea
los recovecos del barranco. Viajar y andar por la Alcarria, la Campiña o las
Serranías de Guadalajara tiene estas recompensas. Pero hoy no nos vamos a
conformar con este descubrimiento.
Vamos a volver al pueblo, cogeremos el coche y nos iremos por la
misma carretera por la que hemos llegado hasta el cruce que indica a Torrecuadrada, lo tomaremos,
y antes de llegar al pueblo, cogeremos una pista de tierra que, ancha y
sugerente, sale de una curva a mano derecha, no tiene pérdida. El camino, en
buen estado, que nos permite circular con el coche, nos acercará hasta la
ermita de Nuestra Señora de Aranz.
¡Otra sorpresa! Como en una isla en medio del pantano, la
ermita del siglo XIII, una joya popular y humilde, parece haberse librado de
las aguas de puro milagro. Una senda nos
acerca a la ermita. Una vez allí nos
llaman la atención los dos gruesos pilares que sujetan el pórtico y la rudeza
de los muros del templo. Estamos ante
una muestra del románico rural más rural y ante un paisaje, en su mayoría labrado
por la mano del hombre, que ha sabido
conservar la esencia de una comarca, la Alcarria, donde el romero, el quejigo y
los enebros comparten espacio con la piedra, el agua y el silencio.
Podríamos quedarnos junto a la ermita toda una vida,
exagerando un poco, pero el hambre ya
está llamando a la puerta y además tenemos la sensación de haber aprovechado
bien la mañana. Es hora de acercarnos hasta el restaurante Las Vegas, en
Masegoso del Tajuña, a veinte minutos en coche, junto a la carretera.
Allí nos esperan Ana y Jesús, dos veteranos restauradores de la zona, que desde hace más de veinte años ofrecen en su casa una cocina casera, de calidad y a buen precio. Espárragos y verdura de temporada, caza y setas cuando es su fecha, una buena miloja de morcilla, cordero o queso de la Alcarria, y unas natillas, ¡unas natillas para golosos!, que por sí mismas harán que volváis, os lo aseguro.
Ah! Se me
olvidaba, para el invierno Jesús tiene, junto al comedor, un salón con chimenea
acondicionado para veinte comensales que
invita a echarse una buena tertulia frente al fuego, como las de antes. ¡Alguna
me tengo echada junto a Manu, Pepe y Raúl, tres buenos amigos. ¡Buen provecho!
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