martes, 5 de noviembre de 2013

De cementerios hacia "El buen vivir"




Si no hay posibilidad de regresar al punto de partida, hay viajes que cuanto más tarde se hagan, mejor… y si no se hacen nunca, ¡miel con hojuelas! El viaje al cementerio es uno de ellos. Sin embargo, si uno se acerca a una necrópolis con ojos de espectador y con la certidumbre de que puede salir por la puerta cuando quiera y andando, la cosa cambia. Quien más y quien menos, el pasado fin de semana se acercó a un cementerio con nostalgia y pena. Yo os propongo que cuando os sintáis con ánimo, lo hagáis por placer. Para ello recupero y actualizo un pequeño recorrido que hice, años atrás, por algunos cementerios de Guadalajara acompañado de Paula Montávez, una fotógrafa capaz de convertir en obra de arte lo que plasma su retina. “El cementerio llama con la voz vertical de sus cipreses”, escribió en su día el poeta Francisco García Marquina… ¡Acudamos a su llamada!


En Guadalajara las pequeñas necrópolis son muy parecidas por dentro y por fuera: un cercado de piedra de dos metros de altura, una verja de hierro acabada en punta de lanza, un puñado de cipreses y una capilla, que sirve para rezar y velar a los muertos a modo de improvisado tanatorio, ese es todo su artificio. Por el suelo losas de mármol, cercas de hierro, a modo de corralillos del recuerdo, cruces, flores con pétalos de plástico, que en estos días se vuelven de verdad, algunos gladiolos y rosales que crecen sin entusiasmo. No hay muchos nichos en los cementerios de nuestros pueblos, salvo en los más prósperos y numerosos, donde la tierra vale demasiado para derrocharla en cosas de muertos. Son todos muy parecidos, aunque los hay diferentes, como el de Atienza o el de Brihuega, ubicados en el interior de un castillo. Os recomiendo que los visitéis. 





En las ciudades, los cementerios son más señoriales, limpios y ordenados y menos decadentes. En el de Guadalajara hay obras de arte casi faraónicas como el panteón de los marqueses de Villamejor, un templo, casi un palacio, de corte clásico construido en 1899 por el prestigioso arquitecto Manuel Medrano. Si nos vamos a Sigüenza, en sus viajes por la Alcarria, Cornide descubrió junto a catedral, donde podemos disfrutar de la escultura funeraria más hermosa del mundo, la del Doncel, “un claustro de estilo alemán y en él varias inscripciones sepulcrales de canónigos, de las cuales la más antigua era de 1222, que corresponde al año 1184”. Cornide copia su inscripción en un cuaderno de viaje e invita a que alguien se ocupe de recopilar todas las existentes.


Los cementerios han sido siempre fuente de inspiración para poetas y escritores viajeros, tal vez por esa mezcla de rechazo y atracción irresistibles que tiene aquello que se sabe vivo detrás de una apariencia inerte. “Siempre que recorro un cementerio, asegura “el celiano” Paco Marquina, miro con cierto temor las inscripciones, temiendo ver sobre alguna lápida mi propio nombre”. A mí lo que me ocurre es que me parece que las losas se mueven, como si los muertos empujaran hacia arriba. Cada uno tiene sus miedos y sus fobias.

Lo cierto es que no hay más que darse una vuelta por el cementerio de Brihuega, incrustado en el interior del castillo de la Peña Bermeja, para sentir el pálpito decimonónico y medieval de un lugar sagrado y profano a la vez, donde permanecen encerradas miles de tragedias: “Subió al cielo a los 5 años y 7 meses. ¡Hija mía! (1885). Dolor perpetuado en mármol en un balcón que mira al valle del Tajuña y donde entre el silencio que pasea entre las lápidas sólo se escucha el viento que se cuela por las ventanas mudéjares, que en otros tiempos hablaban de vida.


Es curioso contemplar cómo la estética romántica y medieval se mezcla con el kitsch más estrambótico reflejado en flores de plástico y jarrones de cristal, creando una atmósfera única. Pero pasear por un cementerio también invita a la lectura y por tanto a hacer volar la imaginación. “Inhumadas las tres hermanas, se prohíbe hacer más inhumaciones”. ¿Qué misterio hay tras esas muertes? “Doña Ramona Bedoya falleció el día 9 de enero de 1853 a la edad de 51 años, 8 meses y 17 días”. Cada día vivido es un mundo, cada minuto de ausencia un siglo para los seres queridos. “El amor conyugal y filial dedica este eterno monumento a su amado padre y esposo Julián Esteban (1852)”. Considero que una visita a un cementerio es una buena manera de conocer la historia de un pueblo.





Nos cuenta García Marquina en su libro sobre la historia del municipio que, el de Cifuentes, es un cementerio alegre y tiene sus muertos ordenados en tres categorías.” Los de más antigüedad o prestigio ocupan el interior de una hermosa ermita de piedra que preside el centro del cementerio. Los de segunda categoría disfrutan del aire libre y se reparten el suelo del camposanto. Y los recién llegados han empezado a ocupar una galería de nichos que está pegada al muro de poniente y parecen ser los hijos del progreso, pues tienen unos respiraderos como de granja de pollos a los que seguramente les han obligado las minuciosas normas municipales de sanidad. Sus lápidas son también de última generación, de colores que alejan el luto, con letras de fantasía y con ornamentación que toca lo kitsch y lo publicitario. Pero por encima de la diversidad de tumbas y epitafios, a todos los difuntos los iguala una losa de silencio y olvido”.


El hombre, temeroso de Dios, siempre quiso enterrarse cerca de los templos. Si su poder se lo permitía lo hacía incluso dentro, de ahí los numerosos enterramientos que existen en las naves interiores de las iglesias y ermitas de los pueblos de Guadalajara. Si no tenía poder ni dinero, a los pies de los muros, en el camposanto o “camposantillo” de las iglesias y monasterios que siguen siendo necrópolis, como sucede en Almonacid de Zorita o en Uceda, dos cementarios de agradable visita. O, más singular todavía, el cementerio de Galve de Sorbe, ubicado a los pies del castillo medieval de los Estúñiga y adosado a los muros de la vieja iglesia.

En Valverde de los Arroyos se enterraba dentro de los muros de la ermita hasta hace unos años. El suelo está repleto de losas que ocultan los restos de los serranos. Luego dejaron de hacerlo por motivos de espacio y de higiene, pero hicieron una excepción con Cándido, el sacristán de toda la vida, al que dieron sepultura no hace mucho en el lugar donde más tiempo había estado en los últimos años de su vida. Ahora en Valverde hay un cementerio nuevo, ordenado y venteado en la parte alta del pueblo, desde donde puede verse otro cementerio singular, el de Zarzuela de Galve, Zarzuelilla, uno de los lugares más hermosos del paisaje funerario de la provincia.


En Zarzuelilla, con dos habitantes en invierno y apenas dos docenas en verano, los vecinos presumen de longevos. Les cuesta trabajo recordar algún pariente o amigo que muriera con menos de 95 años. Así se explica que su cementerio sea tan pequeño y no haya habido necesidad de cambiarlo, “tenga usted en cuenta que como somos tan pocos y tardamos tanto en morirnos, el cementerio apenas se usa”, me dijo un paisano. Para llegar hasta él, un camino cruza un campo plagado de huertos flanqueados por decenas de cerezos (de nuevo la literatura de Gabriel Miró) manzanos y perales.


Hay que estar atentos para no pasar de largo, tal es la sencillez de la tapia de lajas de pizarra, de apenas un metro y medio de altura, que sujeta una puerta de hierro, siempre abierta, que da acceso a un corralillo de apenas veinte metros cuadrados, todo de una sencillez conmovedora. Está claro que necrópolis, aquí, es una perversión del lenguaje. En el interior del recinto no hay lápidas, sólo tierra amontonada, cruces de hierro y flores de plástico y tela que compiten con un par de tallos de gladiolo que despuntan entre los túmulos. Apoyadas en la pared hay dos losas de piedra de pizarra de un metro de largas, que en su día sirvieron de losa mortuoria. El cementerio de Zarzuelilla es uno de los más antiguos de Guadalajara y, sin duda, el más humilde.


Hoy hemos viajado de otra manera, por unos escenarios distintos, más urbanos, pero no por ello menos sugerentes. Cada pueblo esconde rincones por descubrir, incluidos sus cementerios y entre unas cosas y otras no hemos hablado de gastronomía. Como la ruta es atípica, lo será también, solo por hoy, el apunte gastronómico. Os dejo una receta de las reinas gastronómicas de otoño: las setas, de las que hablaremos largo y tendido la semana próxima. Para ello recurrimos a Dani Camarillo, de la Taberna Gastronómica El buen vivir de Guadalajara capital, un sitio en el que nos detendremos despacio para hablar de vino y cocina no muy tarde. Vaya como adelanto esta ensalada de setas escabechadas con queso de cabra marinado que podéis degustar estos días en su casa, junto al parque de la Concordia. 









Ensalada de setas escabechadas con queso de cabra marinado



Para elaborar esta otoñal ensalada seleccionamos unas setas variadas, de las que los buscadores encuentren en las furtivas visitas a montes y pinares o bien de las que nos venda nuestro frutero favorito, ese en cuyo criterio confiamos. Boletus, níscalos, chantarelas,… en general, todas las setas carnosas nos servirán para la elaboración. El escabeche es cosa seria. A mí me gustan los escabeches aromáticos, pletóricos y con la acidez acética marcada, pero sin estridencias. Remedio contra la degradación de las viandas, en primera instancia, resulta una elaboración digna de mesas regias por la sinfonía de matices que le aporta al plato.

Aunque habitualmente estemos acostumbrados a escabechar carnes y moluscos, las setas resultan un ingrediente perfecto para esta elaboración, como dije, siempre que sean de consistencia algo carnosa. Y como la seta, así escabechada, puede resultar algo “dura” para según qué paladares, lo mejor es combinarla con otros ingredientes que la apacigüen, completando la paleta de aromas del plato.

En nuestro caso, nos hemos decantado por presentarlas en ensalada, acompañadas de sedosas hojas de lechuga mezcladas con algo de escarola, col lombarda y radicchio para rematar con unos trozos de rulo de cabra de Ronda que previamente hemos marinado en aceite con hierbas aromáticas para realzar, más aun si cabe, su aroma y cremoso sabor. Vamos sin más con la receta:




INGREDIENTES

Para las Setas Escabechadas

Setas Variadas de temporada

Tomate de temporada

Ajo

Pimienta negra en grano

Clavos de olor

Laurel

Tomillo

Romero

Manzanilla

Vinagre de Jerez

Aceite de Oliva Virgen Extra

Azúcar morena

Sal

Agua

Para el Queso de Cabra Marinado

Rulo de Cabra de Ronda

Aceite de Oliva Virgen Extra

Tomillo

Romero

Albahaca

Tomates secados al sol

Sal

Pimienta Negra

Para la Ensalada

Mézclum de lechugas

Aceite de Oliva Virgen Extra

ELABORACIÓN

Para las Setas Escabechadas

Cortar el ajo en finas láminas y dorar ligeramente en una sartén con aceite caliente. Antes de que el ajo comience a pasarse añadir las setas cortadas “a la buena de dios” y saltearlas removiendo para que se hagan por todos los lados. Añadir las especias y las aromáticas y dar unas vueltas de manera que se distribuyan entre tanta seta antes de regar con el vino de Manzanilla, el vinagre de Jerez y el agua, a partes iguales, hasta cubrir, rectificando el sabor con un toque de azúcar moreno y dejando reducir a fuego lento.

Para el Queso de Cabra Marinado

En mortero, machacar las aromáticas junto con los tomates secados al sol. Salpimentar y traspasar a un tarro de cristal en el que habremos introducido, previamente, el queso de cabra cortado en dados. Llenar con aceite de oliva virgen extra, tapar y voltear varias veces de manera que las aromáticas se distribuyan por todo el queso. Dejar reposar, al menos, durante dos días.

Emplatado y presentación

Disponer una cama de mézclum de lechugas en el plato sobre la que esparcir las setas, el queso y los tomates. Aliñar con algo de aceite de la marinada y ajustar al gusto la sal omitiendo el vinagre puesto que las setas nos lo aportarán.

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