Tras un par de meses de descanso, regresamos a nuestro viaje semanal a través de Guadalajara y lo hacemos al socaire de un libro. Viajar literariamente triplica el
placer de un viaje. Primero se disfruta leyendo, después caminando y en tercer
lugar recordando lo vivido para después contarlo. La ruta que propongo hoy
tiene un alto contenido literario. Seguiremos los pasos de un pueblo imaginario
que existió hasta el final de la Edad Media. Abandonado, se convirtió en
escombro y quinientos años después volvió a revivir gracias al escritor AndrésBerlanga. El pueblo se llama Monchel y la novela de la que es protagonista
principal: “La gaznápira”, entre otras muchas cosas, una joya en la recuperación del léxico rural.
Este verano el grupo
Milsenderistas de Milmarcos y un puñado de amigos de Andrés Berlanga,
procedentes de Labros, caminaron desde sus pueblos hasta un punto de encuentro:
el lugar donde descansan los pocos restos que quedan del poblado de Monchel. Yo
les acompañé y allí recordamos algunos pasajes del libro, tomamos un trozo de
queso y un trago de vino, y desandamos el camino andado.
“Llegar a lo que dejó de ser
pueblo hace más de quinientos años te producía esa extraña sensación de alivio,
vacío y estremecimiento parecida a la que por entonces te recorría al acabar de
mear. Piedras renegridas, cerradillas que fueron casas, hileras desdibujadas
recordando desmoronados muros y, en medio, la pililla del aguadero manando como
cuando fuera fuente”. Así recuerda un pueblo abandonado uno de los personajes de “La gaznápira”, ambientada en
los años cincuenta, tal vez un trasunto de Monchel, que lo es a su vez de
Labros. Pero antes de llegar a lo que fue el poblado de Monchel es necesario
que andemos algo más de una hora, así que vamos a ello.
Os voy a proponer que salgáis de
Labros y desde la parte alta del pueblo toméis el camino que se adentra, en
línea recta, por un amplio y hermoso
sabinar. Pasaréis, nada más dejar el pueblo, por un pairón centenario y solitario
que parece desafiar a los modernos molinos que cubren los cerros que rodean Labros.
El camino es amplio, como una carretera sin asfaltar, y no tiene pérdida.
Pasear de buena mañana por un sabinar es inyectar a los pulmones una buena
dosis de oxígeno y frescor. La sabina es un árbol que huele a limpio y a viejo.
Su olor me trae siempre recuerdos de infancia, de muebles vetustos, de viejas
casas, de tarimas eternas. Su imagen es la imagen del tiempo, arrugada y
perenne. Nada parece moverse en un sabinar.
Mientras cruzamos el monte nos
paramos a observar con detenimiento la sencilla complejidad de los chozos de
pastor. Son construcciones de origen medieval, e incluso anteriores, que siguen
desafiando el paso del tiempo. He de decir que durante mi viaje por tierras de
Labros y Monchel tuve la suerte de contar con el mejor cicerone posible:
Mariano Marco, un hombre sabio y bueno que lo sabe todo de esta comarca.
Otro de los alicientes del
recorrido son los navajos, grandes charcas de agua, como la de Valderrodrigo,
que todavía conserva la fuente. La comarca molinesa es ante todo ganadera.
Durante siglos la cría y el trato con las ovejas y las cabras han sido el
sustento de sus pobladores, de ahí que todavía queden restos de esta actividad,
prácticamente perdida. Tras dejar Valderrodrigo a la izquierda, enseguida
llegamos a lo que fue Monchel. “En una pradereja alrededor de este cañuelo se
solazaban, después de beber en la balsa, tortolillas astutas, recias torcaces,
cogujadas pizpiretas, cuervos y urracas peleonas y chillandres. Crecía el
verdor de cardinchas, gamones, hierba jugosa, campanillas, margaritas, juncos,
malvas, tréboles y cardos negros, con la misma vitalidad que hace siglos.
¿Dónde estarán los muertos?”
Poco ha cambiado el paisaje desde
que Berlanga escribiese esa descripción de la explanada desde donde
contemplamos el pequeño cerrete, que aún conserva piedras renegridas de lo que
fue Valderrodrigo o de lo que fue Monchel. El frescor del navajo y la sombra de
las sabinas nos hacen sentir bien. Cada uno de los que formamos la comitiva
recordamos algún pasaje de la novela e intercambiamos durante unos minutos
conversaciones encaminadas a identificar a tal o cual personaje, recuperar anécdotas
o parajes distorsionados por la habilidad literaria del autor.
De regreso hacia Labros, Mariano Marco
nos ilustra con los nombres de cerros y montes. La presencia del Cid por estas
tierras, camino del destierro, sigue viva mil años después. Se suceden los
topónimos referidos a su leyenda. Cuando en “La gaznápira” uno de los
personajes, el Moisés, se pregunta dónde estarán los muertos del pueblo
abandonado, se responde: “junto a la iglesia, como ocurría antes en Monchel; o
quién sabe si no huyeron todos los vecinos el día de una batalla contra el Cid; o quizás se quedaron sin
enterrar si la peste arrambló con todos… a la muerte le basta una rengliz
estrecha para entrar a borbotones”.
No nos hemos dado cuenta y ya
estamos en Labros. Mariano Marco nos enseña el pueblo, sus pairones, las viejas
casas con dinteles labrados hace cientos de años y su iglesia, una joya del
románico popular que ha pasado por mil vicisitudes y que se alza sobre un
altozano desde el que se contempla una de las vistas más hermosas de la Sexma
del Sabinar. Mi mala memoria y mi torpeza han hecho que perdiese las notas que
fui recogiendo mientras charlaba con Mariano. Pero no importa, lo tiene todo
escrito sobre Labros en su blog. Pinchad en su nombre y os adentraréis en el
sorprendente mundo de Monchel.
¿Para comer? No es fácil, son
pueblos pequeños. A no ser que tengas la suerte de que te reciban en una casa
fresca y acogedora como a mí, que además me deleitaron con una conversación inolvidable, un excelente vino de Cariñena y una fabada de
categoría en casa de la familia Marco. Vamos, una comida para siesta de
“pijama, padrenuestro y orinal” como decía aquel gran comilón que fue don
Camilo. Si no tienes esa suerte, te aconsejo llevar merienda o acercarte a
Molina de Aragón. En alguno de mis blogs anteriores hago algunas
recomendaciones gastronómicas en la capital del Señorío, pero os aseguro que en
aquella tierra es difícil equivocarse, casi imposible.
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