Ya he contado alguna vez mi debilidad por los pueblos
rayanos, siempre esconden alguna sorpresa. Las fronteras artificiales que ha
ido trazando el hombre a su capricho, casi siempre tienen un río, un valle o
una montaña que les sirven de excusa y las dotan de sentido. Ahí reside su
interés. La semana pasada estuvimos en la raya que separa las provincias de
Guadalajara y Cuenca, hoy nos iremos a la frontera con Madrid.
Hacía tiempo que planeaba acercarme hasta el Pontón de la
Oliva. Su lúgubre y estúpida historia, una presa construida con el esfuerzo de cientos
de presidiarios a mediados del siglo XIX, que nunca sirvió para nada, ha sido
siempre un inquietante reclamo. Llegar hasta allí es sencillo, basta tomar la
carretera que desde la capital y pasando por Marchamalo, Usanos y
Fuentelahiguera lleva a El Cubillo y desde allí a Uceda. Atravesamos este
histórico pueblo, al que volveremos, y la carretera nos dará de bruces con la
ladera de la montaña por donde discurren las viejas y enormes tuberías del
Canal de Isabel II, jalonadas de sifones de piedra. La carretera muere en un
cruce que nos obliga a tomar otra carretera, esta vez lo haremos hacia la
derecha. Apenas unos dos kilómetros después un indicador nos señala al Pontón
de la Oliva. Al pie del viejo muro, junto al río Lozoya, dejamos el coche.
Resulta imposible imaginar que semejante mole de piedra se pudo
haber construido alguna vez a golpe a de pico, pala y barreno. Un entramado de
escaleras, muros, tuberías y casetas con más de 150 años de vida, otorgan al
conjunto un cierto atractivo monumental. Colgando de las piedras vemos algunas
argollas, símbolos de la dramática historia de este lugar.
En un pequeño rincón, una cruz y dos inscripciones recuerdan
a las decenas de presos que perdieron la vida en su construcción. Muertes
inútiles, porque los fallos técnicos de la presa y sus abundantes filtraciones
de agua la hicieron inservible al poco de nacer. Recorred el paraje, asomaos al
otro lado del dique e imaginad el entorno poblado de presos encadenados, golpeando
la piedra, y a sus guardianes armados, atentos, vigilando sus pasos. El Pontón
de la Oliva desprende tristeza y más si el día está gris y amenaza lluvia.
Por eso, antes de que nos arrastre la melancolía debemos
echar a andar rumbo a la sorpresa que nos aguarda tras los cerros que rodean la
presa. Justo donde hemos dejado el coche, una vieja carretera asciende por una
ladera donde enseguida vemos almendros y olivares. Tomémosla, por supuesto a
pie, veremos que dos líneas, una roja y otra blanca, nos indican que caminamos
por un GR, una ruta de Gran Recorrido. Es el GR-10 que debemos seguir,
abandonando la carretera antes de que gire hacia la izquierda. La señal se ve
bien. El camino sale a la derecha y se introduce en medio de un olivar.
Echad la vista atrás, concretamente a la derecha, y veréis
el espectacular valle que se abre a nuestra espalda: Patones, Uceda,
Torrelaguna y una enorme hilera de chopos que ya abandonan su color verde y
pintan de amarillo el horizonte. Merece la pena.
Apenas llevamos un par de minutos andando por el camino,
entre los olivos ya plagados de aceituna, cuando otro camino se nos abre a la
derecha. Ahora, las indicaciones roja y blanca forman un aspa, eso quiere decir
que si tomamos ese camino abandonamos el GR-10, y es precisamente lo que
debemos hacer para bajar al arroyo de la Lastra y por él llegar hasta las
Cárcavas de Alpedrete de la Sierra.
Una vez en el arroyo, que apenas lleva agua, tomaremos la
rambla, el cauce de la torrentera que
se adentra en la montaña. No tiene
pérdida, basta con seguir la arena y los cantos rodados que han formado los
arrastres. Éste será nuestro camino. No es cómodo, y menos aún si ha llovido,
pero nos conduce al pie de las columnas y paredes caprichosas que han formado,
a lo largo de los siglos, la erosión de la tierra arcillosa y rojiza que con la
lluvia parece que sangra.
Con un poco de imaginación podemos ver en estas
construcciones naturales, formadas por el agua y el tiempo, al precursor de las
torres góticas de nuestras catedrales que inspiraron los caprichos del
sorprendente Gaudí. Todo cabe en este singular paraje, al que habremos llegado
caminando durante una hora aproximadamente, algo menos. Es algo costoso e
incómodo, sobre todo si el suelo está blando. Quien prefiera contemplar el
espectáculo desde arriba, en lugar de tomar la rambla debe ascender por un
sendero a la loma de la montaña y seguir de frente, hasta encontrarse con las
cárcavas, no tiene pérdida. Se mire por donde se mire, el espectáculo bien
merece el esfuerzo.
Recuperado el aliento, es hora de regresar por donde hemos
venido y de pararnos en la terraza de la Chopera, al pie del Portón. Abre todos
los fines de semana y en verano todos los días. En invierno enciende una buena
chimenea. Más que aceptable su carne a la brasa, si se quiere comer, y unas
patas con mojo picón ideales para reponer fuerzas. Otra opción es volver a
Uceda, recorrer las calles y hacer dos visitas obligadas, una al cementerio,
antigua iglesia románica de la Virgen de la Lastra y otra a la iglesia parroquial. ¿Para
comer?: Antigua Casa Pepe o Restaurante Veracruz, no hay más oferta. En estas páginas, tiempo habrá de volver a Uceda y detenernos en sus caminos históricos.
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