Hasta ahora todas las rutas aparecidas en este blog han terminado igual, sentados en una mesa degustando una suculenta comida en algún restaurante de nuestra provincia. Hoy vamos a empezar al revés, “por la carne y los garbanzos”, como el cocido maragato. Nuestra recomendación de hoy arranca junto a Isabel, en la Casa Rural La Perla de Hiendelaencina, y concretamente sentados frente a una deliciosa mesa presentada con arte y encanto. Un espacio pensado para despertar el apetito, donde están perfectamente colocados los tarros de mermeladas naturales de temporada, las tartas caseras de nueces y manzana, el salmón marinado, fiambre de la tierra, pan artesano hecho por las delicadas manos de la anfitriona, yogur natural con azúcar de limón y, por supuesto, un buen café. Irresistible.
Antes de echar andar, en busca
del cauce del río Bornova, decidimos tomar un buen desayuno. Isabel abre su
casa hasta las 11 de la mañana para que
todo el que lo desee pueda disfrutar y reunir las fuerzas suficientes antes de recorrer los
inolvidables rincones de la Sierra Norte, o simplemente disfrutar de la buena
gastronomía. Una gran idea de esta francesa, que un buen día decidió dejar la
ciudad y buscar el sol, y que desde hace tres años forma parte del paisaje de
Hiendelaencina. Ella, junto a un grupo de entusiastas, apoyados por el
Ayuntamiento, se encargan de sacar adelante el Museo de la Minería que tanto el
olvido, como los recortes y el desinterés de las instituciones provinciales y
regionales han dejado a medio hacer.
Pero un grupo de vecinos se han empeñado y, poco a poco, van completando una oferta turística en la
Sierra que toma cuerpo. Hoy Hiendelaencina tiene mucho que ver, entre otras cosas
su Museo. Isabel nos lo enseña con conocimiento de causa al regresar de la
garganta que forma el encuentro de los ríos Bornova y San Cristóbal.
El camino lo emprendemos en la
Plaza Mayor, hacia el cementerio, y continuamos la indicación que nos lleva
hasta las ruinas de la mina Santa Teresa, una de las muchas que hizo de
Hiendelaencina uno de los pueblos más habitados de Guadalajara a comienzos de
siglo. La fiebre de la plata trajo hasta aquí a miles de personas que horadaron
la tierra en busca del preciado metal. De todo aquel entramado compuesto de
gente, edificios, carretas y malacates hoy apenas quedan unas pocas ruinas de
una interesante arquitectura industrial que, como casi siempre, acaba
despreciada y abandonada, salvo en contadas excepciones.
Una vez paseado entre las ruinas de la Santa Teresa, volvemos sobre nuestros pasos y tomamos un camino que sale a la izquierda y apenas unos cien metros después otro a la derecha, que nos baja hacia la garganta del río, caminando junto a unos hermosos cercados de lajas de piedra pensados para el ganado. Aquí, el camino se transforma en senda y requiere calzado adecuado y, por supuesto, nada de carritos. Bajar y subir del río supone una hora y media de caminata.
Según vamos descendiendo, de manera tendida y nada abrupta, el paisaje nos sorprende con las caprichosas formas de las rocas, rasgadas entre los árboles que, en esta época del año, se tiñen de colores caprichosos y deslumbrantes. El azar nos brinda miradores espontáneos, ventanas hacia la profundidad de la garganta donde el agua parece querer llamarnos a voces y nos succiona con la hipnosis del ruido de su cauce.
Si miramos hacia arriba veremos
el Alto Rey, el Ocejón y las faldas plagadas de bosques, por donde discurre
nuestro camino, ahora ya escondido y umbrío, casi oscuro, rumbo al río. De
repente: un fogonazo. Un látigo amarillento rasga el fondo gris marengo de las paredes del barranco. Los álamos y los
chopos de la ribera encienden sus copas para recordarnos que es otoño y que, un
año más, tenemos la obligación de regresar a esta sierra y maravillarnos con el
espectáculo del cambio de color de las hojas que ya se van cayendo y forman una
tupida alfombra, donde se resguardan los hongos y las setas.
Paralelas al río, las piedras de
un caz nos sirven de camino, aguas arriba, para acercarnos hasta una vieja
presa horadada, nadie sabe muy bien para qué, por la que surge un chorro de
agua que forma un bonito salto. Si decidimos seguir el curso descendente de las
aguas llegaremos hasta un viejo molino que iluminaba las minas y el poblado de
Hiendelaencina en los tiempos de esplendor.
Aquí abajo ya todo es silencio.
Sólo el agua y los pájaros acompañan el momento. Es tiempo de pararse y
disfrutar, sin prisa, recreándonos en el privilegio de estar donde estamos,
saboreando el instante. Después habrá que subir y también lo haremos despacio
que las prisas nunca son buenas y menos para el caminante. Si hemos hecho
hambre Sabory nos espera con un buen cabrito asado, unos torreznos o sus
particulares patas bravas, pero eso harina de otro costal.
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