Si hay algo que sorprende a quienes se acercan a Guadalajara por primera vez, a quienes se salen de las rutas establecidas y buscan rincones diferentes, es la autenticidad del paisaje. En nuestra provincia hay rincones, pueblos y parajes que conservan todavía la virginidad de tiempos remotos. El progreso, con sus cosas buenas y malas, más buenas que malas, ha llegado, por supuesto, pero no ha sido muy agresivo.
Hoy os invito a La
Huerce. Este pueblo ha estado aislado por carretera hasta bien entrada la segunda mitad del siglo
XX. Las obras de asfaltado se pararon al estallar la Guerra Civil de 1936 entre
el cruce de El Ordial y uno de los cerros que rodean el pueblo por el Norte, y
sus gentes tuvieron que seguir comunicándose con la capital como lo habían
hecho siempre, por un camino que transita por el valle del Sorbe.
Este aislamiento ha permitido que el paisaje de esta parte
de la Sierra Norte haya quedado prácticamente intacto y que las únicas
construcciones que hay fuera del núcleo urbano sean las viejas tainas, medio destruidas, de los pastores y
algún molino, hasta tres llegó a tener el pueblo, que buscaban la fuerza del
río encañonado entre las peñas.
A La Huerce siempre se baja, desde que se deja la carretera
que comunica Galve de Sorbe con la capital, hasta que se llega al río, todo son
cuestas jalonadas por robles, carrascas, jara, casas de piedra y tapiales de
huerto. Las fachadas se buscan una a otra cerrando el paso al forastero. Pero
que nadie se equivoque, en estos pueblos de la sierra las gentes son abiertas,
amables y generosas. Les gusta contar su historia y la de su pueblo y agradecen
que alguien se pare a conversar con ellos. Hacedlo.
En el pueblo hay una iglesia pequeña, pero lo suficientemente
grande para albergar a cientos de vecinos el día de San Sebastián, su patrón.
Las campanas todavía se voltean a mano y a los pies del templo se bailan en
verano unas danzas ancestrales acompañadas de paloteo. Cuando llega el otoño,
el pueblo se queda dormido, tranquilo, es el momento ideal para pasear por sus
calles y bajar al valle.
Al salir de La Huerce hay un camino que bordea un cementerio humilde y arropado entre rocas. Más allá, unas cruces miran al Ocejón en recuerdo de un viejo campo santo, tal vez celtíbero, que recuerda el primer asentamiento humano de la zona. Las vistas hacia la sierra son un espectáculo, es conveniente pararse un rato y disfrutar. Al frente vemos la gran montaña negra. Si giramos alrededor de nosotros mismos, nos damos cuenta de que estamos rodeados por la Peña Gorda, el Castillar, Cabezolargo, la Peña el Águila, Pradoluengo… Picos y rocas míticas para los huerzanos que pastorearon y labraron a sus pies durante siglos. La Huerce es un pueblo protegido de los malos vientos y las inoportunas inclemencias, de ahí que sus huertas sean fértiles y sus frutales también.
Nos hemos propuesto bajar al río por una senda amplia y
cómoda, y lo haremos sin prisa y sin pensar que luego hay que subir. El camino es
cómodo porque serpea por la ladera de manera inteligente. Aprovecharemos para
coger algún hongo, que suelen ser abundantes en este tiempo, y nos detendremos
en las tainas del llano, un viejo poblado de casas donde los pastores
encerraban el ganado y pasaban temporadas pendientes de su cuidado. De ahí al
río apenas hay un tramo.
Junto a la orilla veremos el Molino del Cubo, que en tiempos
fue uno de los tres que sustentaban los pueblos del valle y hoy es una
vivienda a medio restaurar. Por este
paraje, el Sorbe baja tranquilo, desbravado por las pequeñas balsas construidas
por los molineros para encauzar el caz que movía la rueda y las piedras. El
olor de la flora de ribera es un regalo para los sentidos. Allí abajo todo
parece detenerse, como el agua, y el silencio se hace agresivo. Estos barrancos
del Sorbe en las faldas del Ocejón son el mejor lugar del mundo para perderse.
Eso sí, cuando nos hayamos encontrado, debemos prepararnos para subir la cuesta
sin prisa, pero sin pausa. Que no se asuste nadie, entre subir y bajar
emplearemos dos horas, tiempo suficiente para estirar las piernas y abrir el
apetito.
A la hora de comer la Huerce no cuenta con ningún restaurante. El bar del pueblo lo atienden los propios vecinos. Os aconsejo que os acerquéis hasta Galve de Sorbe, poco más de diez minutos en coche. Allí hay dos restaurantes. En La Masía, de encargo, hacen un asado de cordero y cabrito en horno de leña para quitar el sentido. Tienen otra especialidad: espaguetis con boletus, una delicia. El hongo y la seta lo trabajan bien y la carne es buena. Es donde estuve y comí bien, sin lujo alguno pero bien. Hay otro local, el Hostal de Galve, me han dicho que también es recomendable, lo probaré y volveré para contároslo. Buen viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario