He de reconocer que mi relación
con Puebla de Valles es especial. No por razones de parentesco sino por
amistad. Manuel Sanz, el que fuera alcalde durante tantos años, es mi amigo y
siempre que puedo me acerco a verle; a él, a Ofelia, su mujer, y a su viejo
molino de aceite que ocupa el ochenta por ciento de una vivienda, pensada y
construida para conservar los engranajes de la vieja almazara.
Puebla de Valles es un rincón
único, de los tantos que tiene esta provincia. Lo es por sus terreros, por los
que se desangra la tierra arcillosa del valle, a causa de la erosión. Lo es por
el río Jarama que ha dado vida al pueblo desde siempre. Lo es por sus olivos,
milenarios y esbeltos como no hay otros en Guadalajara. Lo es también por el
molino de Manolo y por el bar de Mateo. Ya lo dice el dicho: “Tres cosas hay en
la Puebla/ que en otro sitio no veo:/ el río, Juanito “El Patas”/ y la casa de
Mateo”. Tiene también una Casa Rural más que recomendable: La Vereda de Puebla.
Pero vayamos por partes.
Llegar a Puebla de Valles supone
unos 40 minutos desde Guadalajara por la carretera de Tamajón. En medio del
pinar sale un desvío que nos baja al valle. La primera vista del pueblo desde
la carretera es espectacular. Metido en una olla parece colocado allí para los
amigos de la fotografía. Tanto desde el alto de la entrada, como desde el cerro
de la salida, por la carretera de Valdesotos, la vista es de foto y hay que
parase y disfrutar de un paisaje único que a algunos les recuerda las Médulas y a otros el desierto de Arizona
que se ve en las películas del Oeste. La imaginación da para mucho, el caso es
que, sobre todo en estas fechas, el espectáculo es digno de ver.
En la plaza del pueblo hay un olivo milenario que
los vecinos subieron del valle y que se ha convertido en un símbolo. Su tronco es una
obra de arte. En torno a su corteza arrugada por los años se celebra una
fiesta y se congregan los visitantes. Sobre él se alza la torre de la iglesia,
un precioso edificio recién restaurado que bien merece una visita en su
interior. Frente a él, la casa de Manolo, de piedra, impresionante, que
presagia un interior con sorpresa.
Si os acercáis a Puebla de Valles buscad a Manuel Sanz, preguntad por
él, os enseñará gustoso su casa, su precioso molino intacto tras cientos de
años de vida, su bodega y su colección de utensilios y herramientas de antaño,
incluida una enorme cacharrería de barro de lo más dispar e interesante.
Si el olivo milenario simboliza
una de las actividades que ha caracterizado a este pueblo durante toda su
historia, el barro, las tinajas, donde se guardaban el aceite y el vino, se han
convertido en los últimos años en otra de las señas de identidad. Con buen
acierto Elena, su actual alcaldesa, ha querido adornar las calles con las
viejas vasijas que se encontraban esparcidas por bodegas y solares abandonados.
Además se ha habilitado para la visita la vieja bodega del palacio derruido de
Alonso del Moral, virrey que fue de las Indias.
Como vemos, la visita resulta
interesante, amena y más que entretenida. Pero no queda ahí la cosa. Desde el
pueblo al río hay 1.700 metros, apenas veinte minutos que transcurren por un
barranco flanqueado de terreros y pinos, con un porte que dobla e incluso
triplica el que estamos acostumbrados a ver por la Alcarria. El río baja alegre
y caudaloso y las hojas de los chopos todavía mantienen en su copa las hojas
relucientes de color amarillo. La compañía de Manolo nos ilustra sobre las
viejas artes de la pesca de la trucha, la caza de los pájaros, el cultivo de
las alubias, por las que se pagaba el doble que por otras que se criaban en los
pueblos de la comarca, “pura manteca”,… y el cuidado del olivo, siempre presente.
Ya lo dejó escrito Manu Leguineche: “El olivo es el árbol de
la paciencia y la longevidad, de la sabiduría griega. Hay que
esperar doce años para que dé sus primeros frutos y cincuenta para que alcance
la madurez. Es el árbol de tres generaciones, el abuelo lo planta, el hijo lo
poda y el nieto recoge las olivas”. Puebla de Valles es, en sí mismo, un
homenaje a este árbol que forma parte de nuestra cultura.
Caminando
aguas arriba por la senda flanqueada de olivos, apenas diez minutos, llegaremos
a las ruinas del viejo molino. El paseo es tranquilo y perfectamente asequible
y recomendable. Cuando nos cansemos, desandamos el camino andado.
Al llegar de nuevo al pueblo nos
espera Mateo. Su casa es todo un referente en la zona por sus platos, raciones de
temporada y por la venta de níscalos. Mateo y su hijo Iván los recogen y Juli,
¡con esas manos que Dios le ha dado!, los cocina que es una bendición. Un plato
de setas y níscalos encebollados, con puerro y todo, un crujiente de níscalos
rebozados o el salteado de hongos son más que suficientes para saber a qué sabe
el otoño por esta tierra. Si encima acompañamos la mesa con unos torreznos, un
buen vino y buena compañía junto a la lumbre,
es difícil encontrar rival en la comarca.
Me ha encantado! Gracias por compartir! Saludos ��
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