La ruta que os propongo hoy es
una vista al “mar” de interior, es el recorrido por una atalaya. Son muchas las
vistas al pantano de Entrepeñas, muchos los cerros desde donde puede verse el
agua del Tajo serpeando entre las laderas, basta con adentrarnos en la
Alcarria.
Si nos asomamos al pueblo de
Alocén, por ejemplo, el agua se recoge en un barranco y rara vez deja los tonos
verdes o azulados, según la época del año, por muy seco que baje el río o por
mucho que se trasvase a Murcia. La vista es hermosa. Convertida en mirador y
orgullo de un pueblo que gusta de apoyarse en su paisaje para llamar a los
visitantes.
Pero si en el mirador de Alocén
el agua y sus orillas se nos echan encima queriendo impresionarnos, en El Olivar
el paisaje de agua, tierra y olivares se pierde en la distancia abriendo a
nuestros ojos un horizonte de contrastes.
Hoy nos quedamos en El Olivar. Media
hora de coche nos separan de Guadalajara por la carretera de Cuenca hasta
llegar al cruce de El Berral donde tenemos que desviarnos a mano izquierda y en
pocos minutos un letrero nos avisa de que estamos llegando al pueblo. Una vez
allí, dejamos el coche en la plaza, junto a la iglesia o en alguna de las
calles aledañas y echamos a andar.
El Olivar es un pueblo modélico.
Se conservan las casas uniformes de piedra caliza, gracias a la iniciativa
empresarial llevada a cabo hace más de 30 años por un grupo catalán
especializado en acondicionar casas de campo como residencia de fin de semana.
Aquella iniciativa sirvió para
que el pueblo se convirtiese en referente de la reconstrucción bien entendida.
Hoy, en El Olivar, lugar de peregrinación para quienes quieren asomarse al
Tajo, hay dos restaurantes y varias casas rurales con los que satisfacer la
demanda del turista. Es un claro ejemplo de la importancia de este sector en la
lucha del hombre por contener la despoblación de los municipios.
Cuando el año viene de lluvias,
el Tajo se convierte en un mar denso y claro que acaba fundiéndose con el azul
del cielo. Si viene seco y generoso en “donaciones” a Levante, como éste, los
distintos tonos ocres se entremezclan con líneas azuladas que van esquivando
los pequeños olivos alcarreños.
Os recomiendo dar una vuelta
alrededor del pueblo buscando el perímetro, el borde que nos asoma al barranco
del pantano. Las inmediaciones de El Olivar son una perfecta atalaya. Al fondo,
muy en la distancia, se ven pueblos ocupando espacios perdidos, dos chimeneas
lanzando vaho a las alturas, otras dos mostrando su voluptuosidad tetuda y desafiante,
y montes de encinas y carrascas bajo las que se adivina una vida inquieta de
animales sin reposo. Todo parece compuesto a propósito en este mosaico
alcarreño rematado con la siempre sugerente figura del Tajo bajo nuestros pies.
En el interior del pueblo, el
paseo nos obliga a dirigir la vista más cerca. Dinteles y fachadas de piedra,
rincones resguardados adornados con parras y poyatos, pequeños huertos,
enrejados, balconadas, puertas centenarias… El Olivar es un pueblo de diseño, estamos
de acuerdo, pero no se nota. Tiene vida y eso le hace auténtico.
Para comer hay dos restaurantes
Nacha, que cierra los meses duros del invierno y que ofrece los fines de semana
una comida elaborada, sin perder la materia prima de la tierra; y Moranchel, también en la plaza, donde
Eulalio y su familia ofrecen a diario y en los fines de semana un buen
ramillete de platos suculentos como las mollejas, el rabo de toro, las manitas
de cerdo, la perdiz escabechado, la carne a la brasa… Buen provecho¡¡¡
Totalmente de acuerdo. Visite El Olivar por primera vez en 1979 y lo he seguido visitando esporadicamente desde entonces. La ultima vez fue hace solo dos meses (Julio 2019). El bar de Eulalio sigue igual, con el mismo carino de siempre, y las vistas valen la pena. Volvere pronto.
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