martes, 25 de noviembre de 2014

Tejera Negra, la paleta del pintor


Procuro huir en este blog de las rutas archiconocidas y masificadas. Me propuse desde el principio poner el ojo y la tecla en esos rincones menos transitados y conocidos de nuestra provincia. Sin embargo, creo que sería un pecado imperdonable no rendir un último homenaje al otoño del hayedo de Tejera Negra. Hasta el día 21 de diciembre no empieza el invierno, pero el esplendor de este paraíso natural está llegando a su fin, apenas le quedan diez días. Después, la hoja se cae y hasta el próximo año no podremos volver a disfrutar de uno de los espectáculos otoñales más impresionante de la sierra.


El hayedo está en el término municipal de Cantalojas, a una hora y cuarto de Guadalajara. Cantalojas es un pueblo ganadero y setero que en estos meses recibe la visita de media provincia. La fiebre del hongo y el reclamo del cambio de color de la hoja en el hayedo, le convierten en un lugar de culto para los amantes de las escapadas del fin de semana.


El aparcamiento del hayedo se encuentra a 10 kilómetros del pueblo y a 8 del control de acceso al Parque. La carretera sale desde la parte alta, justo en la puerta de un restaurante en el que nos detendremos a la vuelta. En esta época conviene pedir cita por internet antes de acercarse. El Parque tiene el acceso limitado y nos podemos encontrar con la sorpresa de que no poder pasar el coche hasta el aparcamiento y tener que andar 8 kilómetros hasta llegar al pie del hayedo, donde nos espera una ruta corta de unos 6 kilómetros, y otra más larga de más del doble, va en gustos. Hoy nos quedamos con la corta.



El hayedo de Tejera Negra y el de Montejo, ya en la provincia de Madrid, son los más septentrionales de Europa. Está delimitado por los río Lillas y Zarzas, que nacen en el valle glaciar de La Buitrera, y a ellos se unen multitud de arroyos que alegran el paseo por un bosque que bien pudiera ser centroeuropeo. El microclima de la zona y su aislamiento han hecho posible que sobrevivan las hayas, que llegaron aquí hace miles de años, cuando el clima era más frío,  y que se acompañen de una enorme variedad de especies protegidas como el tejo, el acebo o el abedul, además de los más comunes robles, serbales, mostajos, avellanos o pinos.



En pocos metros podemos disfrutar de una variedad de hojas, troncos y copas que cuando llega el otoño cambian de color y convierten el paisaje en una paleta de pintor. Basta con asomarse a uno de los múltiples miradores que nos permite el recorrido, para observar, en la distancia, el estallido de tonos, de tinturas diferentes que se acentúan con el reflejo de los rayos de sol.



Durante el recorrido por el hayedo de tejera Negra nos encontramos, en su estrado más puro, hayas centenarias, algunas con más de 300 años, compartiendo espacio con otras más jóvenes y con pinos, esenciales para crear suelo y con su sombra favorecer el desarrollo de estos misteriosos árboles de tronco plateado. Donde hay un haya, siempre habrá un pino cerca.



Las ruta que se propone en los letreros que acompañan nuestro recorrido por el parque es bastante cómoda, aunque tiene un tramo de aproximadamente media hora de ascenso al Cerro Peñote, con algo más de dificultad, pero perfectamente superable.



No es fácil trasladar con palabras las emociones visuales y sonoras que forman las hojas rojizas, ocres, malvas y amarillentas de las diferentes especies, con  el sonido del agua de los arroyos y el resplandor de la luz, al abrirse paso entre las nubes. Tampoco es fácil trasladar la sensación de andar por un camino de hojas humedecidas por la lluvia y el rocío, que al trasluz forman una alfombra púrpura y dorada que nos convierte, por dos horas, en estrellas de un espectáculo que parece no tener fin. No es sencillo hablar del hayedo, ni siquiera es justo verlo en imágenes, porque la realidad supera, con una diferencia abismal, la magia de lo virtual. Me callo, no sigo más. Id a verlo, todavía estáis a tiempo.





Al regresar, ya sabéis, una parada en el Hostal Restaurante El Hayedo y a disfrutar del calorcillo de una agradable chimenea, de unas buenas patatas con níscalos,  de unas setas de cardo a la plancha, un salteado de boletus y de algo de carne, da igual la variedad que elijáis, es de primera calidad, de la que pasta por estos valles y apenas huele el pienso. El local suele estar lleno, llamad antes si queréis sentiros a gusto. Volveréis.



martes, 18 de noviembre de 2014

Puebla de Valles, el sabor del otoño



He de reconocer que mi relación con Puebla de Valles es especial. No por razones de parentesco sino por amistad. Manuel Sanz, el que fuera alcalde durante tantos años, es mi amigo y siempre que puedo me acerco a verle; a él, a Ofelia, su mujer, y a su viejo molino de aceite que ocupa el ochenta por ciento de una vivienda, pensada y construida para conservar los engranajes de la vieja almazara.





Puebla de Valles es un rincón único, de los tantos que tiene esta provincia. Lo es por sus terreros, por los que se desangra la tierra arcillosa del valle, a causa de la erosión. Lo es por el río Jarama que ha dado vida al pueblo desde siempre. Lo es por sus olivos, milenarios y esbeltos como no hay otros en Guadalajara. Lo es también por el molino de Manolo y por el bar de Mateo. Ya lo dice el dicho: “Tres cosas hay en la Puebla/ que en otro sitio no veo:/ el río, Juanito “El Patas”/ y la casa de Mateo”. Tiene también una Casa Rural más que recomendable: La Vereda de Puebla.  Pero vayamos por partes.



Llegar a Puebla de Valles supone unos 40 minutos desde Guadalajara por la carretera de Tamajón. En medio del pinar sale un desvío que nos baja al valle. La primera vista del pueblo desde la carretera es espectacular. Metido en una olla parece colocado allí para los amigos de la fotografía. Tanto desde el alto de la entrada, como desde el cerro de la salida, por la carretera de Valdesotos, la vista es de foto y hay que parase y disfrutar de un paisaje único que a algunos les recuerda  las Médulas y a otros el desierto de Arizona que se ve en las películas del Oeste. La imaginación da para mucho, el caso es que, sobre todo en estas fechas, el espectáculo es digno de ver.




En la plaza del pueblo hay un olivo milenario que los vecinos subieron del valle y que se ha convertido en un símbolo. Su tronco es una obra de arte. En torno a su corteza arrugada por los años se celebra una fiesta y se congregan los visitantes. Sobre él se alza la torre de la iglesia, un precioso edificio recién restaurado que bien merece una visita en su interior. Frente a él, la casa de Manolo, de piedra, impresionante, que presagia un interior con sorpresa.


Si os acercáis a Puebla  de Valles buscad a Manuel Sanz, preguntad por él, os enseñará gustoso su casa, su precioso molino intacto tras cientos de años de vida, su bodega y su colección de utensilios y herramientas de antaño, incluida una enorme cacharrería de barro de lo más dispar e interesante.



Si el olivo milenario simboliza una de las actividades que ha caracterizado a este pueblo durante toda su historia, el barro, las tinajas, donde se guardaban el aceite y el vino, se han convertido en los últimos años en otra de las señas de identidad. Con buen acierto Elena, su actual alcaldesa, ha querido adornar las calles con las viejas vasijas que se encontraban esparcidas por bodegas y solares abandonados. Además se ha habilitado para la visita la vieja bodega del palacio derruido de Alonso del Moral, virrey que fue de las Indias.



Como vemos, la visita resulta interesante, amena y más que entretenida. Pero no queda ahí la cosa. Desde el pueblo al río hay 1.700 metros, apenas veinte minutos que transcurren por un barranco flanqueado de terreros y pinos, con un porte que dobla e incluso triplica el que estamos acostumbrados a ver por la Alcarria. El río baja alegre y caudaloso y las hojas de los chopos todavía mantienen en su copa las hojas relucientes de color amarillo. La compañía de Manolo nos ilustra sobre las viejas artes de la pesca de la trucha, la caza de los pájaros, el cultivo de las alubias, por las que se pagaba el doble que por otras que se criaban en los pueblos de la comarca, “pura manteca”,…  y el cuidado del olivo, siempre presente.



Ya lo dejó escrito Manu Leguineche: “El olivo es el árbol de la paciencia y la longevidad, de la sabiduría griega. Hay que esperar doce años para que dé sus primeros frutos y cincuenta para que alcance la madurez. Es el árbol de tres generaciones, el abuelo lo planta, el hijo lo poda y el nieto recoge las olivas”. Puebla de Valles es, en sí mismo, un homenaje a este árbol que forma parte de nuestra cultura.



 Caminando aguas arriba por la senda flanqueada de olivos, apenas diez minutos, llegaremos a las ruinas del viejo molino. El paseo es tranquilo y perfectamente asequible y recomendable. Cuando nos cansemos, desandamos el camino andado.




Al llegar de nuevo al pueblo nos espera Mateo. Su casa es todo un referente en la zona por sus platos, raciones de temporada y por la venta de níscalos. Mateo y su hijo Iván los recogen y Juli, ¡con esas manos que Dios le ha dado!, los cocina que es una bendición. Un plato de setas y níscalos encebollados, con puerro y todo, un crujiente de níscalos rebozados o el salteado de hongos son más que suficientes para saber a qué sabe el otoño por esta tierra. Si encima acompañamos la mesa con unos torreznos, un buen vino y buena compañía junto a la lumbre,  es difícil encontrar rival en la comarca.





Si por lo que fuera nos acercamos en primavera o verano, Juli nos sorprenderá con unos "culebros", un revuelto de zarceros o unos tomates de su huerta que son para no olvidar. A mí al menos no se me olvida y todos los años acudo varias veces a la llamada de Mateo y de Manolo, dos grandes tipos.

martes, 11 de noviembre de 2014

El otro barranco de la hoz



Cada sierra tiene su barranco y su hoz, al menos en Guadalajara así pasa. El más conocido de todos está en Corduente, allá por el Señorío de Molina de Aragón. Pero tenemos otro en Viana de Jadraque. Éste no tiene monasterio, ni sus desfiladeros son tan espectaculares, pero lo que sí tiene es una calle, con placa y todo,  como Dios manda. No es tan llamativo, tampoco tiene río, pero las filigranas de sus rocas se prestan a la imaginación y sirven de resguardo a los buitres, como en aquél.




Viana de Jadraque es un pueblo pequeño y acogedor. Presume de tener una fuente con caños de plata, en forma de cangrejo, donados por un vecino que fue joyero de taller y generoso con los suyos. Desde hace unos años, la localidad es conocida entre los amantes y practicantes de la escalada. En las paredes del barranco ensayan  y se inician para acometer después mayores alturas.


La ruta que propongo hoy apenas tiene dos horas de recorrido, entre la ida y la vuelta. Es cómoda y recomendable para cualquier edad y condición, incluida la de los abnegados padres con carrito. Además cuenta con una fuente en mitad de su recorrido, al entrar en el barranco, lo que permite no ir cargado con agua durante buena parte del trayecto.
El otoño es una buena época para andar por esta sierra todavía incipiente. El color de la tierra y de los árboles es caprichoso y acompaña. Las últimas lluvias están acabando con las pocas hojas que quedan en los árboles, pero todavía restan algunas.




El comienzo del paseo se inicia junto a unas pistas deportivas y unas bodegas, al lado de una fuente ensombrecida por una noguera, ambas generosas e  ideales para refugiarse en el verano. El comienzo del camino es despejado pero hermoso. A la izquierda se ve la cresta de una loma empedrada y dentada como un serrucho. A la derecha, se abre el valle hasta desembocar en una ladera de carrascas y encinas.





Nada más entrar en el barranco hay otra fuente y frente a ella unas cuevas que en su día sirvieron de refugio al ganado y a los pastores. Una mujer nos dice que se las conoce como las “Cuevas de los moros”. En el pueblo cuentan que en tiempos veían salir a las moras de las bocas, acercarse a la fuente y  peinarse junto al arroyo. Hoy no hay moros ni en el interior del barranco, pero los que sí merodean son los buitres, que hacen guardia desde las alturas por si vienen mal dadas.



El otro Barranco de la Hoz, imagino que para la gente de Viana el más auténtico, no tiene las dimensiones del que ha forjado el río Gallo en las inmediaciones de Molina, pero posee un encanto especial. Las pequeñas cosas despiertan una ternura y unas sensaciones diferentes a los grandes espectáculos… diferentes, pero no por ello menos agradables.




La imaginación juega un papel muy importante en este tipo de aventuras. Rostros, quillas de barco, figuras humanas y de animales… cualquier imagen es posible si se avanza por el desfiladero con la predisposición adecuada. A la vuelta de cada recodo hay una sorpresa, una muy grata sorpresa que hace el paseo entretenido y feliz. Es una pena que el recorrido sea tan corto y también que a alguien se le haya ocurrido poner vallas al campo. Es ésta una vieja costumbre que debería empezar a desterrarse de nuestro paisaje.




Cuando las paredes  dejan de ser de roca y se transforman en suaves laderas cubiertas de carrascas, es  el momento de darse la vuelta, retomar el camino andado y disfrutar de nuevo, pero ahora con una perspectiva diferente. Una mirada distinta para un mismo paisaje, que nos descubrirá nuevos caprichos, nuevas figuras y nuevos contrastes de luz y color.



Una vez en el pueblo nos tomaremos una cerveza o un refresco y cogeremos de nuevo el coche para comer en Atienza. Es una buena ocasión de recorrer de nuevo esta ciudad medieval. Atienza tiene una buena oferta hostelera. Yo os recomiendo hoy el restaurante del Convento de Santa Ana. 



Un edificio magníficamente restaurado. Un espacio acogedor que en sí mismo merece una visita y que tiene una cocina de temporada novedosa pero con productos tradicionales. Menú de fin de semana por 20 euros. Una oferta más, que enriquece los atractivos de  esta villa que no tiene desperdicio.