martes, 25 de febrero de 2014

Anguita, viaje al "origen" de la provincia


Hay pueblos que son armónicos. No es que quiera ponerme cursi, es que es verdad. Hay pueblos donde nada chirría y nada sobra, todo está perfectamente encajado en su marco natural. Anguita es uno de esos lugares sin broza, donde las casas están maridadas con las rocas que rodean el pueblo, provocando, como si quisieran echarse encima. Además tiene un río con una huerta privilegiada, flanqueado de cuevas y, por si esto fuera poco,  tiene su personaje: El Cid; y también su historia: allí se constituyó la Diputación Provincial de Guadalajara.



El pulso de un pueblo lo marcan sus gentes y sus ríos. El Tajuña, cuando abandona la villa de Luzón, famosa por sus diablos carnavalescos y por su fuente de abundantes caños, es ya un río con caudal y no sólo con nombre. Son los arroyos y los manantiales que nacen por los albores de la Sierra Ministra los que dan empaque y hechuras de río a este humilde arroyo que vimos brotar, en un viaje anterior, por  las inmediaciones de Maranchón.



Desde Luzón hacia Anguita, de Anguita a Luzón, se disfruta de uno de los paisajes más hermosos de cuantos existen por estas sierras casi alcarreñas o por estas alcarrias casi serranas. Una pista de tierra en buen estado acompaña al río en su curso durante varios kilómetros. Ya hicimos parte de este recorrido desde Luzón hasta la “Fuente Horadá”, os aconsejo ahora que hagáis el mismo camino, pero desde Anguita, menos de una hora andando y disfrutando de una vega estrecha y caprichosa.





Cárcavas, roquedales y chopos estirados  hasta no poder más indican el cauce del agua. El sol tiene sus justas horas. Dependiendo de la ubicación cruza presuroso el estrecho valle durante algunos minutos, al amanecer o por la tarde, y entonces ilumina con su cuchillo de oro las ramas endebles de los álamos y los sauces, que tendrán hojas no tardando mucho. El agua, que suena y vocea, hay veces que levanta un frescor reconfortante a su paso, que a pesar del invierno no molesta, es un aliciente más que, mezclado con el trinar de los pájaros, ayuda a seguir caminando.


Anguita, en una primera impresión, parece un pueblo viejo y protegido. Nació en las dos márgenes del río y con el paso del tiempo fue ascendiendo hacia la montaña por su ladera más benigna. El "Poema del Mío Cid" cuenta que en su parte baja, conocida entonces como Las Cuevas de Anguita, acampó Rodrigo Díaz camino del destierro. Tal vez sea esta zona del pueblo la más atractiva. Las casas, a modo de cuevas, se han ido haciendo bajo los enormes pedruscos inclinados y amenazantes que  parecen recostarse sobre el Tajuña. Se diría que en cualquier momento pudieran ser aplastadas por el furor de la naturaleza. A su vera, la hermosa iglesia románica de la Virgen de la Lastra, patrona de la localidad. El resto del pueblo camina hacia arriba, donde el templo acompañado de abundantes casas conforman su estructura.




En Anguita hubo y hay artesanos del barro, las telas y el cuero. Es localidad rica en tradiciones por Carnaval y mayo florido y allí, en el año 1813, ya lo hemos dicho, se constituyó la primera Diputación Provincial de Guadalajara siendo su presidente Guillermo Vargas Ximénez de Cisneros. Dato para la historia.



De Anguita hacia  Luzón  el río es un espectáculo,  pero no lo es menos hacia Luzaga. El Tajuña vuelve a brindarnos un paisaje irrepetible y así será hasta las inmediaciones del pueblo de Cortes, donde la pista se pierde entre los riscos y donde hay que bordear pequeños acantilados. 




El Tajuña es un camino inagotable que se nos pierde en el horizonte. Pero ese recorrido será protagonista muy pronto de otra ruta donde visitaremos a nuestros amigos del Castejón de Luzaga, uno de esos lugares donde comer y descansar es una devoción. Llamad allí si queréis disfrutar, pronto os descubriremos más detalles, de momento disfrutad de Anguita.




Ver mapa más grande

martes, 18 de febrero de 2014

Tu pueblo será bonito pero el mío es...¡¡Cogolludo!!


La frase que encabeza este texto tendría que haber ganado algún premio nacional de “eslogan turístico”. Me parece genial. Soy un enamorado de Cogolludo, tiene paisaje urbano y natural sugerente y se puede visitar de muchas formas. Hay quien prefiere ver el pueblo con los ojos y se detiene en las filigranas de la fachada del palacio de los Duques de Medinaceli, una de las joyas del Renacimiento europeo; o se extasía ante las pinceladas precisas del Capón de Palacio, cuadro pintado por Ribera, “El Españoleto”, que puede admirarse en la monumental iglesia de Santa María. 




Los hay que recorren Cogolludo con el estómago, deteniéndose en el noble arte del cabrito asado que puede disfrutarse en los numerosos restaurantes de la villa. Hoy os invito a ver Cogolludo con los oídos, escuchando el sonido del agua. Pasearemos de fuente en fuente, una buena excusa para no quedarse en la plaza y callejear por un pueblo lleno de cuestas y de sorpresas: un castillo y su nevero, dos monumentales iglesias y un conjunto palaciego, que sorprende por dentro y por fuera. Un consejo, antes de emprender camino, entrad en la oficina de turismo, junto al Ayuntamiento, allí os informan de todo y os indican las visitas guiadas, si preferís esa opción.





Según los estudiosos, en Cogolludo hubo veintisiete fuentes y cincuenta torres, hoy sólo queda en pie la Torre de la Huerta. Todas estaban hechas con piedra de sillería e incrustadas en la muralla que rodeaba el pueblo, que llegó a contar con dieciséis ermitas y más de veinte cofradías. Los restos de piedra están repartidos por las casas del pueblo formando parte de las fachadas y esquinas, salpicando de arte e historia cada paso.




Mejor suerte corrieron los bloques que formaban la fuente que había en los jardines del palacio. Con ellos se hizo en los años setenta la Fuente de la Niña, conocida popularmente como la de los Chorritos, ubicada a la entrada del pueblo, unos metros antes de pisar la plaza, cerca de las tapias de lo que fue un monasterio y hoy es el cementerio. De todo ello me enteré hace tiempo mientras subía por la Ronda acompañado de Juan Luis Pérez Arribas, un hombre menudo y sabio, de grata conversación, sin duda la persona que más y mejor ha estudiado la historia y el arte de Cogolludo, y ha paseado cada rincón del término municipal.



Mientras recorremos el pueblo buscando las fuentes, aprovechamos para disfrutar de todos los monumentos que nos encontramos a nuestro paso: casas con soportales, ermitas, iglesias… Pocas fuentes tienen  “usía”, como dicen por estas tierras, como para dar nombre a una plaza. “La de Abajo” tiene su placa en uno de los rincones, tal vez el más famoso de todos los de la villa. Un tal Juanito Herranz obtuvo en los años cincuenta el Premio Nacional de Fotografía con una imagen de esta fuente con las torres de las iglesias de Santa María y San Pedro al fondo. Desde entonces esta foto se ha repetido hasta la saciedad.



Hoy las fuentes en nuestros pueblos ya no tienen uso, se han convertido en pequeños monumentos alegres en los que a veces repiquetea el agua. También han perdido su función social, como centro de tertulia. Junto a los pilones de las fuentes se avivaba la charla de las vecinas mientras llenaban el cántaro; o bajo el pretexto de ir a por agua, la moza se veía con su novio que, tras una dura jornada de trabajo, volvía presuroso a la fuente para abrevar a las mulas, donde le esperaba ella, llenando una vez tras otra el botijo, que parecía no tener fondo.



Desde la fuente de Los Chorritos se sube a la Plaza Mayor. Un consejo: entrad al palacio, por favor. En medio de la plaza se encuentra una fuente con cuatro caños. Es de estilo barroco, su pilar es circular y está formado por piedras talladas. Durante muchos años, esta fuente no sólo fue testigo de los acontecimientos más importantes que acaecieron en la villa, sino que era parte integrante de la fiesta y refugio de mozos cuando soltaban los novillos.





Con todo su peso histórico, no es ésta la fuente más antigua de Cogolludo. La más vieja es la Fuente del Caño. “Ytem dos rreales que se dieron a Marcos Adrado por que linpiase la fuente del Caño”. Este texto es del año 1595 y en él se basa Pérez Arribas para otorgar a este manadero el título de más antiguo. El agua nace bajo las rocas que hay al otro lado del camino y por eso sus aguas son las más frescas de todas. A sus pies está el lavadero, lugar resguardado y bien soleado donde las mujeres lavaban la ropa. A su lado una almazara tristemente perdida de la que todavía podrían rescatarse algunas piedras de valor.




Además de estas fuentes urbanitas, los vecinos de Cogolludo tienen predilección por los alrededores de las fuentes de la Pililla y la Zarcilla. Un paseo agradable y muy frecuentado, sobre todo en verano. Se trata de un  camino bordeado por espinos, zarzamoras y endrinos que  lleva hasta la fuente y dice la leyenda que el forastero que bebe de sus aguas se casa con una moza del pueblo. Preguntad y acercaos.
La Fuente del Puente Repica, muy cerca de las anteriores, ha desaparecido con las obras de la carretera de Atienza. Otras desaparecieron hace tiempo como la fuente del Juego de Bolos, en la Plaza Mayor, la Fuente de los Conejos, a la entrada del pueblo y la Fuente del Piojo. Pero aún quedan dos más entre sus calles: la del Lavadero Nuevo que se construyó en 1955 y  la de San Antón, la más buscada por los rebaños de ovejas y cabras.




Pero si abundantes son las fuentes urbanas de Cogolludo, diez, no lo son menos las fuentes o manantiales campestres que se hallan diseminados por su término municipal. La principal es la Fuentencina que es la única que tiene pilar. Está ubicada en un barranco que atraviesa el camino de Aleas, casi en el límite del término de Cogolludo. Visitar esta fuente es un buen pretexto para dar un largo paseo. El manantial existía desde antiguo, hasta que se recogieron sus aguas y se construyeron dos pilares, uno para mulas y otro para cabras y ovejas.



Entre las ermitas de la Soledad y San Isidro está la fuente de la Montarrona, que sólo mana en época de lluvias copiosas, como este año. Luego está la de Fontezuelas, donde antes solían ir a lavar las mujeres, y más allá la de San Agustín, en el desaparecido poblado que llevaba su nombre. Por el camino de Aleas está la fuente de Santa Marina que abastece ahora a una urbanización, y más hacia el sur la de Cabeza de Gallo.



Por el camino de Espinosa están la de la Pradera, la del Berral, la del Val, y cerca de ésta la del Charquillo y la de la Teja. Hacia le Norte, en la falda del Otero, se halla la fuente de la Calera. Otro grupo de fuentes se localiza alrededor del río Aliendre. Cogolludo bien merece una visita, lo tiene todo: monumentos en sus calles; paisaje de presierra que invita al paseo y un ramillete de restaurantes  donde se sirve uno de los mejores cabritos de España. Ya sabéis: agua, ajos, sal, horno, buena leña y carne de la zona, nada más. De acompañamiento lechuga y un vaso de tinto Finca Río Negro y ¡a vivir que son dos días. Si apostáis por el turismo enológico ajustad previamente una vista a las bodegas de la Finca Río Negro. Como se dice por allí: “¡Tu pueblo será bonito, pero el mío es Cogolludo!” y arrastran la “g” como si fuera una “j” con una descarada doble intención.


Ver mapa más grande

martes, 11 de febrero de 2014

Ruta al resguardo: El museo del silencio y la retama

No acompaña el tiempo para echar a andar. Está siendo un buen invierno para los manantiales y la primavera, pero no para pasear por los caminos. Siempre recomiendo visitar también la provincia de Guadalajara en esta época porque se aprecian matices diferentes a los que estamos acostumbrados a ver en primavera y verano, pero reconozco que no es fácil organizar una excursión, y más cuando se pretende caminar por la naturaleza. Pero nuestra tierra es tan variada que nos permite también excursiones más resguardadas, como la que os propongo hoy al Museo del Pastor de Masegoso. Si veis la puerta cerrada preguntad a cualquiera sobre quién lo enseña. Suele haber un letrero en la puerta explicando quién abre. Tranquilos, no os quedaréis sin verlo.




 Recupero para esta ruta parte de una conversación que mantuve hace algunos años con dos pastores de Masegoso, verdaderos protagonistas de este modesto templo del pastoreo que tiene también una sala dedicada a la agricultura, al ciclo de los cultivos, a los instrumentos de labor y a otras recolecciones como la de la miel, el cáñamo o la fabricación de los adobes.



En Gualda, a tiro de piedra de Masegoso de Tajuña, se encontraba en el año 1273 la Corte itinerante del rey Alfonso X cuando el monarca otorgó la Carta Privilegio al Honrado Concejo de la Mesta de Pastores. Nacía así el poder ganadero frente al agrícola, y con ello la primera de las “saetas” que acabarían con el enorme poder feudal de los nobles castellanos. Desde entonces y hasta el siglo XIX, la ganadería bovina y el comercio de la lana sirvieron para dinamizar la economía castellana consiguiendo numerosos beneficios. Eran tiempos en los que ser pastor era todo un privilegio, hasta el punto de que estos conductores de ganado se convertían en personajes protagonistas de las leyendas que cantaba la  literatura de la época. Su cercanía a la naturaleza y por tanto a Dios les hacía seres creíbles y sin malicia.



Por Masegoso, a poco más de media hora de Guadalajara, transitaban millones de cabezas de ganado todos los años rumbo a Andalucía. Por este pueblo pasa todavía la Cañada Real Soriana Oriental, una autopista de ganado que ofrecía, hasta hace algo más de cuarenta años, un maravilloso espectáculo cuando los pastores realizaban las trashumancia en busca de pastos. “Era todo un acontecimiento, pasaban las ovejas por millones. Había un mayoral que le llamábamos el “carlista” que llevaba siete rebaños, con 14 hombres y 80 ó 90 yeguas. Se paraban junto al pueblo, hacían una lumbre con el trípode y preparaban unas migas o unas gachas y a seguir adelante. A los mastines que llevaban para los lobos les daban un trozo de pan untado y ya tenían para todo el día”. Me lo contaba hace unos años Dionisio Villalba que nació en 1921,  fue pastor desde los nueve años (hoy tiene 94) y recordaba con nostalgia las penalidades pasadas en el campo junto al ganado, mientras recorríamos el Museo del Pastor que su hija Pilar y otros componentes de la asociación de Amigos de Masegoso, como Asunción Casado, organizaron junto a un viejo horno comunal. Que yo sepa es el único museo dedicado a este viejo oficio que hay en nuestra provincia. ¡Demos una vuelta!



Al entrar, vemos colgadas, en una sala perfectamente aprovechada, las viejas polainas de cuero que hacían los pastores con la piel de los animales. A su lado, unos paneles informativos en los que se explica qué era la Mesta, qué  es la trashumancia, y un mapa de España en el que se dibuja el trazado de las Cañadas Reales que atravesaban la Península de punta a punta. A su lado una descripción de las decenas de corrales para ganado que había en el pueblo de Masegoso, con el nombre popular con el que se los conoce, que no es otro que el de su propietario: el del tío Damián, el del tío Ambrosio….


Con un orden exquisito, quien recorra el Museo del Pastor podrá ver uno a uno los escasos utensilios que los pastores usaban en su día a día. José María Casado, nacido diez años después que Dionisio, fue pastor desde niño hasta su jubilación y recuerdo que mientras paseábamos por el museo cogió en sus manos unas extrañas tenazas con un corazón en la punta. Me preguntó si sabía para qué servía el artilugio, alguien de los que me acompañaba le dijo que  para hacer “pearcings” a las ovejas. José María no sabía lo que era un “pearcing”, pero estaba harto de agujerear las orejas del ganado con esa tenaza acabada en una señal que permitía diferenciar un animal de otro cuando estos se extraviaban o se juntaban los rebaños en medio del monte.


En Masegoso sólo queda en pie una casa anterior a la guerra civil. Las demás fueron destrozadas en el año 1937 y el pueblo tuvo que ser reconstruido de forma rectilínea y uniforme con el programa de Regiones Devastadas. Cuando entraron los italianos en Masegoso, Dionisio tenía 16 años y tuvo que adentrarse en el monte para que los soldados no le robasen los corderos. Al igual que José María, desde muy pequeños han pasado noches enteras, en invierno y en verano, a la intemperie. El de pastor es un oficio duro, de otro tiempo. Tanto Dionisio como José María fueron también agricultores y recuerdo que me dijeron entonces que preferían labrar el campo a salir al monte. “Si volviera a nacer no me importaría ser labrador, pero pastor ni hablar”.


En el museo, junto a los cencerros, esos “instrumentos musicales” que sirven para armonizar el paseo de las ovejas y distinguir el rebaño al que pertenecen, están expuestos  los badajos que los hacían sonar, hechos con madera de encina, aliaga o hueso. Los pastores los confeccionaban para ahuyentar el aburrimiento en las largas horas de silencio que pasaban en el campo, como las abarcas hechas con suela de goma de rueda de coche, “aunque las primeras tenían la suela de cuero y estaban cogidas con chinchetas y cuando se doblaban no había quien las enderezase”, recordaba Dionisio. Una bota de vino, una tartera, la sartén para calentar la pez con la que marcar a las ovejas… comparten espacio con las tijeras de esquilar, el traje de pana, el morral, las alforjas y unos gruesos calcetines hechos de pura lana virgen.




En la Alcarria no había mujeres pastoras, o si las había eran una excepción, sin embargo eran ellas con sus manos y cuatro palos (devanaderas), las que desenredaban los vellones de lana y convertían la “funda” de la oveja en hilo recio y firme con el que confeccionar la ropa. Todo se aprovechaba en casa de un pastor, lugares humildes por tradición. Con los cuernos se hacían porrones, con el hollín de la lumbre se limpiaban las heridas de las ovejas para evitar que se gangrenasen  y con los restos de la comida se alimentaban los perros que cuidaban del ganado, a veces mejor que el propio dueño. “Si un perro salía bueno valía por diez pastores”, reconocía José María, “alguno he tenido yo que cuidaba durante dos horas del rebaño mientras yo me venía al pueblo a hacer otras cosas o tenía que ir a labrar alguna tierra. ¡Y no tuvieras cuidado que las ovejas no se metían donde no debían!”.


Hoy nadie quiere ser pastor. Tener ganado no es rentable y es muy esclavo. Sin embargo el pastoreo es una forma de conservar el mundo rural. Esperemos que no se pierda, pero si eso sucede siempre nos quedará este pastoreo “virtual” en forma de Museo. Id a visitarlo y llevad a vuestros hijos para que sepan cómo era esta tierra antes de internet.

Y a la hora de comer no os preocupéis, en Masegoso está el restaurante Las Vegas, de Jesús y Ana, dos cocineros que ya han pasado por estas páginas, dueños de uno de los restaurantes de Guadalajara, en relación calidad y precio, donde mejor se come comida casera. Por cierto, las verduras son de un huerto ecológico que hay enfrente de su casa, espectaculares.



Ver mapa más grande

miércoles, 5 de febrero de 2014

Entre Chequilla y Checa

Nunca he entendido que la llegada del frío fuese un inconveniente para visitar las tierras molinesas. El Señorío es más bonito en invierno, y las temperaturas, aunque escandalicen por la noche, por el día son muy similares a las del resto del centro y el norte provinciales. Así que hoy os propongo una ruta invernal, con su nieve, sus rachas de viento y ese sol oxigenado que permite ver más lejos que nunca, sin bruma ni calima. Hoy vamos a pasear entre Checa y Chequilla, mejor dicho, entre Chequilla y Checa.




En esta ocasión sí es conveniente salir temprano, sin madrugar, pero no perder mucho tiempo antes de coger el coche. Ponernos a pie de senda nos costará algo más de hora y media desde Guadalajara, pero el espectáculo natural que nos encontraremos merece la pena. Durante todo el camino a pie iremos por la cresta de una sierra baja, que comunica estos dos pueblos ganaderos,  una ruta perfectamente señalizada a lo largo de un camino cómodo y no muy exigente.



Antes de llegar a Chequilla por carretera, durante el trayecto, podemos disfrutar de algunos valles singulares que forman los ríos Jándula y Cabrillas, con sus pueblos y barranqueras vistos a lo lejos, en torno a Megina. Paradas en altozanos y miradores que forman las curvas de la carretera y que nos animan a seguir viajando y a volver para descubrir lo que nos esconde la distancia.



La llegada a Chequilla suele dejar con la boca abierta a quien se acerca por primera vez, literal. Mojones naturales de más de 10 metros de altura, tolmos de piedra rojiza que parecen haber sido arrojados desde el cielo en tiempos inmemoriales, jalonan la carretera que accede al pueblo. Los caprichos rocosos juegan con las casas y con los prados en un entorno único que embriaga, que obliga a recorrer el pueblo y sus alrededores sin parar de mirar arriba y abajo.





Junto al depósito de agua, de donde nace a mano izquierda el camino que en poco más de una hora nos llevará andando hasta Checa, se recoge un ramillete de rocas areniscas horadadas por el hielo, el viento y el agua, y forman un valle estrecho que se abre a medida que se acerca al sabinar. Merece la pena detenerse, antes de emprender el camino, sentarse entre las rocas y disfrutar del momento.




Chequilla es un pueblo pequeño apoyado en una roca, con una iglesia también pequeña, pero bien cuidada. Un pueblo habitado por gente amable y abierta que resuelven cualquier duda del visitante con soltura y dedicación. Desde Chequilla a Checa hay cinco kilómetros andando que transcurren entre sabinas y monte bajo, y siempre con piedras de extrañas formas a los lados. No es fácil resumir negro sobre blanco lo que se percibe por los ojos de una manera tan brutal. 



Siempre he dicho que el paisaje del Alto Tajo y de sus inmediaciones es casi violento, provocador, acechante. Abruma por la vegetación, por la inmensidad de matices que pueden verse de un solo vistazo, por los barrancos que se han formado al desquebrajarse las piedras con el paso del agua y el viento. Ensordece el sonido de sus ríos y arroyos, ahoga la pureza de su aire oxigenado y acongoja el vacío de sus riscos y barranqueras. Los paisajes del Señorío son vírgenes, nadie ha podido alterar su fuerza y pureza primitivas, nadie nunca. Por eso hay que ir y andar por ellos.



Es fácil que nos encontremos con algún rebaño de ganado, ovejas y cabras, mientras andamos por la sierra. Los toros y las vacas que durante siglos se alimentaban de estos pastos en primavera y verano, para luego pasar el invierno por Extremadura y Andalucía, han ido desapareciendo. Ya no hay trashumancia, y aunque Checa sigue siendo tierra de buenos ganaderos, acostumbrados a la vida dura del campo y al trato, el oficio se ha ido perdiendo con el tiempo.






Al acercarnos a Checa, vemos un pueblo de grandes casas y una iglesia señorial, con sus plazas y sus fuentes. Encajado entre montañas.  Primero le divisamos desde lo alto de una loma que arranca en las inmediaciones de la iglesia. Luego, caemos de bruces a sus calles desde lo alto. Las vistas del pueblo son dignas de una postal. La nieve y el humo de los hogares dibujan una estampa acogedora. Las calles son estrechas y empinadas. Todo está recogido, como al resguardo, sin embargo la mañana es soleada y apetece andar, incluso volver por donde hemos venido si decidimos regresar al coche. 






Si se nos ha hecho la hora de comer, podéis hacerlo en el restaurante El Pinar donde la buena carne, la sopa y las alubias os devolverán el ánimo. Buen provecho.



Ver mapa más grande