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miércoles, 10 de junio de 2015

Entre ríos y caracoles, de Matillas a Villaseca de Henares



A su paso por nuestra provincia, el río Henares atraviesa paisajes muy variados. Desde la sierra seguntina hasta su llegada a la Campiña, al sur de la capital, su cuenca pinta con tiza de color verde una línea sinuosa entre  los roquedales serranos y los hoy amarillentos campos de cereal.  Solo las pequeñas motas de regadío se salvan del efecto del sol y de la falta de lluvia.


Entre dos de esos pueblos ribereños, por los que baja el Henares rumbo a Madrid, transcurre hoy nuestra ruta. Arrancamos en Matillas, pueblo con fábrica y estación de tren que conserva un inesperado aire industrial poco frecuente en nuestros pueblos. Entre sus calles nuevas  discurre el río. A su lado hay un parque y un lavadero en obras. Nosotros seguiremos aguas arriba en dirección a Villaseca de Henares. Tomarmeos para ello la Ruta del Cid perfectamente señalizada, que enseguida deja el caucel de Henares para arrimarse a la ribera del río Dulce.


Matillas es un pueblo con dos almas. Una muerta, llena de ruinas y de maleza, y otra joven, industrial y activa, sustentada por la vía del tren y por una fábrica de cemento que da trabajo en varios pueblos a la redonda. En el viejo poblado, completamente olvidado, sólo el ábside de la iglesia y su pequeña torre permanecen en pie. El resto son escombros, vigas comidas por la carcoma y desolación, mucha desolación. El camino que asciende al viejo pueblo está cubierto de matas salvajes. Ya nadie transita el arbolado paseo que conducía a la vieja plaza, ni se acuerdan del lento tañer de las campanas. Todos acabaron yéndose junto a la estación del ferrocarril, huyendo de algo y con ansias de estar más cerca del progreso y más lejos del hastío. Hoy Matillas es un pueblo vivo separado de su historia, de la que formaron parte los romanos, pero marcada con un futuro esperanzador.




Nada más dejar el pueblo, pasamos junto a una ermita y a los molinos de Edancho, hoy convertidos en casa de campo de una de las vegas más fértiles de la comarca. Caminamos en todo momento junto a un canal que lleva el agua del río, desde el molino a la fábrica. Anteriormente habrá pasado entre los cimientos de la Fábrica de Luz, hoy en desuso, productora de la energía consumida por los vecinos durante años.




Dejamos  la fábrica atrás. El camino transita ahora entre la falda de un cerro, situado a nuestra izquierda,  bajo cuyos pies camina oculto el canal, y un campo de cereal que nos separa del río Dulce. La mañana es calurosa. No hemos madrugado y aprieta el calor. En esta parte del recorrido ya no hay sombra hasta llegar a Villaseca de Henares.


Villaseca tiene una iglesia pequeña y una vega grande bañada por dos ríos, el Dulce y el Henares, un privilegio del que pocos pueblos pueden presumir. Sus casas están sobre una loma, espiando el horizonte y oreándose, entregadas de lleno al azote de los vientos de la sierra.
Los de Villaseca tienen fama de poetas, aunque les llamen belitres y remoloches, no se sabe muy bien porqué, como no se sabe muy bien el porqué le pusieron al pueblo primero Aldeaseca y luego Villaseca, cuando lo único que le sobra es agua. Será por eso.


En Semana Santa, los de Villaseca le cantan coplas y versos al Cristo resucitado y le dedican una bonita procesión, llena de sentimiento. Como siempre estuvo en alto, algo más cerca del cielo que sus vecinos, las musas les fueron siempre propicias a sus gentes. En la iglesia hay restos románicos de gran valor arquitectónico y varias laudas mortuorias pertenecientes a los señores del lugar, los Urbina y los Raposo. "Aquí el que palma no tiene repuesto”, recuerdo que me dijo hace años un paisano cuando visité el pueblo. “La poca agricultura que hay ya está cogida y los jóvenes se marchan a otros sitios. Donde antes se repetía la tabla de multiplicar con musiquilla, ahora pasa consulta el matasanos o se juegan partidas de mus y de brisca, según la hora del día”. ¡Cuánta sabiduría! En una de sus  plazas hemos visto una de las fachadas más estrechas del mundo.


Es hora de regresar, lo haremos una hora después por el camino andado, apenas 4,5 kilómetros separan los dos pueblos. Vamos derechos  al restaurante Rijujama, en Matillas, un oasis. Sabíamos que en su cocina se guisaban los mejores caracoles que pueden comerse en la provincia. La materia prima la tienen cerca, en la granja que hay en el pueblo que es visitable y se puede ver este sábado día 13 de junio entre las 11 y las 13 horas. Un aliciente más.




No pudimos probar los caracoles porque se habían acabado el día anterior, ¡cuánta aceptación tienen! Este contratiempo nos obliga a volver. No comimos caracoles pero probamos unas alcachofas fritas con humus, unos espárragos trigueros del Henares a la sal, un tataki de atún y un bacalao con pisto manchego… ¡de categoría! De postre: helado de manzana con caramelo. En la reserva, para acompañar a los caracoles el próximo día, dejamos un rabo de toro y una papada de cerdo crujiente. Se me olvidaba:  14 euros por persona. Está claro que volveremos.

martes, 21 de abril de 2015

Ruta por el valle hermoso de las monjas



El valle del Badiel es uno de los rincones más silenciosos de la provincia, y como no podía ser de otra manera, allí se instaló un monasterio. Hacia él encaminamos hoy nuestra ruta. Partiremos del pueblo de Ledanca, al que se llega tras coger un desvío en el kilómetro 95 de la A2. El valle del Badiel es una de esas sorpresas que se pierden los usuarios de la autovía que no optan por desviarse un par de kilómetros de la carretera.


Ledanca es un pueblo encajado en el valle, subido en una loma y cuya estampa nos obliga a parar el coche antes de llegar para sacar la primera fotografía. En su plaza hay una modesta fuente del siglo XVIII donde podremos dejar el coche y emprender el camino a pie hacia la parte baja del pueblo, en dirección a la ermita.



Aquí comienza nuestra ruta. Tomamos para ello el sendero indicado con una baliza del Camino del Cid situada en la parte izquierda de la fachada de la ermita. Ya no hay pérdida. Por esa senda anduvieron las primeras pobladoras del convento benedictino de San Juan, allá por el siglo XII. Curiosamente fueron monjas francesas, protegidas por un matrimonio de nobles atencinos. Desde el comienzo, el monasterio tuvo la gracia de la nobleza castellana y después de la realeza, de manera que su futuro ha estado garantizado hasta nuestros días. Sorprendentemente hoy viven 19 hermanas benedictinas, lo que convierte el monasterio de San Juan de Valfermoso de las Monjas en el cenobio vivo más antiguo de la provincia.



El camino por el valle es cómodo e invita a la meditación. Caminamos en todo momento junto al río. Su cauce es estrecho pero la vegetación que nos acompaña es intensa y variada. No disfrutaremos de grandes vistas ni de amplios espacios, pero sí del continuo canto de los pájaros en esta primavera exultante.




Nogueras, algún olivo, encinas, sauces, chopos y arbustos de todas las formas y colores adornan el entorno. Una fuente a mitad del recorrido nos permite olvidarnos de la cantimplora y hacer el camino más relajados. En ocasiones, la senda se cubre con las ramas formando una bóveda que protege nuestro paso. En las tardes de verano, el frescor del río y la sombra de los árboles hacen de este paseo un privilegio al alcance de cualquiera.


Cuando llevamos  menos de una hora de marcha, y eso tomándolo con calma, vemos  entre los árboles la silueta del monasterio. Nos acercamos a él por la parte de atrás. Para ello cruzaremos el río por un puente nuevo que, entre las huertas de un viejo molino hoy convertido en vivienda, nos acerca a la puerta de entrada del convento. La mayoría del edificio no tiene nada de medieval. Las numerosas ampliaciones y transformaciones, sobre todo tras el incendio de 1936, hacen que apenas conserve vestigios de sus orígenes, salvo la fachada que da al patio de entrada y la iglesia, cuyo interior está vacío.



Mi recomendación es que antes de hacer el viaje llaméis al convento (Tfno. 949 285 002). He de reconocer que siempre he tenido la curiosidad de probar la comida de las monjas benedictinas de Valfermoso. Para ello hay que reservar con antelación y tener también un poco de suerte. Normalmente el comedor está reservado a los visitantes que se alojan en su interior,  grupos de oración y de catequesis, pero nosotros llamamos y comimos.



Os aconsejo que probéis. Disfrutaréis de un hermoso rincón, como sólo puede verse dentro de un monasterio, y de una comida sencilla pero natural. Las monjas tienen buena mano, al menos esa fama tienen en la comarca, pero hay que comer lo que cocinan ese día, no hay carta, no se dedican a dar comidas, lo hacen por caridad. Mi menú fue a base de chistorra frita y avellanas de aperitivo, acelgas con patatas, chuletas de cordero a la plancha y fruta. Hacen carne de membrillo para vender y miel. En temporada se come lo que tienen en el huerto, pero os puedo asegurar que en esta ocasión lo de menos es qué comemos sino dónde.




Para regresar, podéis tomar el camino andado o acercaos al pueblo de Valfermoso, diez minutos andando, y desde allí un camino os bajará de nuevo a la carretera que lleva a Ledanca. Tenéis dos opciones,  pisar asfalto, no hay tránsito; o cruzar el río donde podáis, es fácil, y tomar de nuevo la senda por donde caminamos al principio pero en dirección contraria.

martes, 7 de abril de 2015

La silenciosa hoz de Moratilla del Henares



Solo quienes viajan en tren desde Guadalajara a Sigüenza han podido disfrutar de la hoz de Moratilla sin bajarse del coche. En otros tiempos, todos los que hacían este recorrido no tenían más remedio que adentrase  entre las fauces de la hoz, fueran a pie o en carro. Por este camino, que seguía el cauce del río Henares, transcurría la calzada que unía Complutum  con Caesaraugusta, o lo que es lo mismo, Alcalá de Henares con Zaragoza.


Era pues una “autovía romana” y, por consiguiente, durante siglos, la ruta que hoy os propongo fue un camino muy transitado. El pasado domingo, en las tres horas que tardamos en recorrerla, entre la ida y la vuelta, no vimos un alma ni a pie, ni en tren. A causa de la reducción de horarios, el tren tradicional se ha convertido en una aparición casi fantasmal.  Los únicos seres vivos que nos acompañaron por el camino fueron los buitres… ¡Lagarto, lagarto…!



A Moratilla del Henares se llega desde Sigüenza. La carretera sale al entrar a la ciudad medieval  a mano izquierda, entre las gasolineras,  y durante cinco kilómetros transcurre junto al río. Dejaremos el coche en la entrada de Moratilla, antes del puente que cruza las vías del tren, y desde allí cogeremos una pista ancha, paralela al camino de hierro. Éste será nuestro mejor referente en caso de duda, tomar la opción que más se acerque a las vías. No hay pérdida.


Muchas de las rutas de este blog no tienen un destino concreto, su encanto está en el viaje y no en la meta. Sin embargo, ésta sí lo tiene, llegaremos al manantial de la Fuente del Jardín, un rincón sugerente que, para nuestro mal,  está cercado, cubierto y entubado para uso exclusivo de Font Vella. Digo yo, y no soy el único ni el primero que lo dice, que podrían haber dejado un chorrillo accesible al público para calmar la sed de los caminantes.



No es así, por consiguiente no queda otra que disfrutar del cañón del río Henares, sin hacerse muchas ilusiones en la meta.  Os puedo asegurar que es un paseo más que agradable, sobre todo a partir de los 20 primeros minutos, cuando el camino se adentra en la hoz y aparecen los primeros cortados rocosos,  las laderas se pueblan de quejigos, álamos, encinas , sauces, fresnos, espadañas, carrizos e incluso algún tilo. El silencio solo lo rompe el sonido del agua en cada regato, que se hace acompañar de ráfagas de  viento que, como un espejismo sonoro, nos engaña y nos hace creer que se acerca algún tren por la vía solitaria, que siempre llevamos cerca.


El Henares, por estos últimos retazos de la sierra, es todavía un río estrecho pero caudaloso. Lleva suficiente agua como para haber abastecido durante años a un  viejo molino transformado en vivienda  y a una  pequeña central eléctrica, Gimena. Bonito nombre para una industria que aunque está en desuso sus dueños protegen, quizá en exceso, con una horrible valla de latón. Un decorado urbanita y  barriobajero que no se merece  una escena natural tan hermosa como la que nos ofrece el río Henares por esta hoz.



Parece mentira, pero ni las catenarias del tren ni los hierros de las vías parecen herir el paisaje como lo hace esa valla injustificada. El tren lleva un siglo y medio transitando por estas tierras y su camino está  limpio, casi mimetizado, como también lo están el caz que lleva el agua a la subestación y el pequeño embalse que propicia el salto que mueve las turbinas. Llevan ahí más de un siglo también y forman parte del paisaje, lo que no tiene sentido es el chapado artificial y grosero, el alicatado metálico del paisaje. Alguien debería hacer algo.





Pero no nos fijemos tanto en lo poco que hay de feo, sino en lo mucho que hay de guapo. Las crestas de los acantilados, las alas extendidas y majestuosas de los buitres, los meandros del río, la variedad de árboles y flores en las laderas, el camino cerrado entre las copas … Todo es puro espectáculo del bueno. Como dice en los mosaicos de los bares: “Hoy es un día maravilloso, lástima que acabe apareciendo alguien que termine fastidiándolo”. No le dejéis. Es más, cuando acabéis la ruta y regreséis por el camino andado, acercaos a Sigüenza y disfrutad con la variedad de restaurantes y bares de tapeo que hay por toda la ciudad y echaos una caña o un café en alguna terraza de la Alameda. Como decía aquél: “¡La vida es un ratico…!”

martes, 24 de marzo de 2015

La Concordia, un paseo con historia


Hoy propongo una ruta urbanita pero no exenta de naturaleza viva. Hace tiempo que quería invitaros a recorrer el Parque de la Concordia de Guadalajara. La mayoría estáis hartos de cruzarlo desde, y hacia, San Roque. ¿Pero a que no tantos os habéis salido del camino trazado y habéis girado la cabeza como un camaleón?¿A que pocos la habéis alzado y bajado para ver las copas de los árboles y las flores de los jardines? Hacedlo, pasead por la Concordia esta Semana Santa y sacadle el jugo a la ciudad.



Guadalajara no sería la misma sin el Parque de la Concordia, durante años el único parque de la capital. De su nombre mucho se ha escrito. Según parece con él no se rememora a la vieja plaza parisina sino el acuerdo logrado, tras años de intenso debate, entre los diversos sectores sociales. Unos querían que en las viejas eras de pan trillar se construyeran edificios, otros querían dejarlas como estaban y los más influyentes, que a la larga se salieron con la suya, optaron, con buen criterio, por levantar un gran parque, un pulmón para la ciudad.



Desde su apertura en 1854 se tiene noticia de sus reformas (1941 y 1974), de su templete (1916),  de los actos sociales allí acaecidos, del diseño de sus jardines (estilo inglés en los orígenes y francés tras la primera reforma), de su mobiliario, de su verja de hierro forjado y de las estatuas que le adornan… Incluso de sus nombres: Parque de la Concordia (1854), Parque de la Unión Soviética (1937), Paseo de Calvo Sotelo (1939) y de nuevo Parque de la Concordia (1981). Sin embargo, se ha escrito poco de sus árboles, verdaderos protagonistas de este centro neurálgico del paseo capitalino.



El Ayuntamiento puso en su día letreros, en algunos de los ejemplares más emblemáticos, que permitían al paseante aprender mientras paseaba y a los profesores dictar “in situ” a los alumnos amenas clases de botánica. Hoy apenas queda alguno. Hoy, el Parque de la Concordia no pasa por su mejor momento, se denotan abandono y suciedad, está dormido y descuidado pero conserva ese aire romántico, mudo y sombrío, que invita al paseo y a la meditación mientras el aire agita la copa de los árboles.



Es difícil destacar uno entre los cientos de ejemplares arbóreos que forman este pequeño jardín botánico. Tal vez por sus dimensiones destaque un pino carrasco situado detrás del templete, que se eleva más de treinta metros por encima del suelo y cuyo tronco, en su parte baja, necesita los brazos de tres hombres para abarcarlo. Está manco, pero ahí está, desafiando al tiempo. O un cedro del Himalaya escorado a la izquierda de la plaza central del parque, con una arquitectura casi perfecta, laminado en capas hacia el cielo, aunque ensombrecido por una acacia de tres púas, ejemplar que se repite por todo el recorrido y que es sin duda la especie más abundante.



Junto a estos dos verdaderos colosos, el paseante puede encontrarse acacias comunes y japonesas, más pequeñas y coquetas éstas; arces, cedros del Atlas, alisios, cipreses californianos, pinos negral, piñoneros y de Monterrey (California) y pinsapos, así como palmitos chinos, olmos y una entretenida variedad de arbustos decorativos. No sabemos la edad de estos monumentos vivos; cuáles de ellos perviven entre nosotros desde 1854 y cuáles fueron plantándose después. Sería bueno rescatar de los viejos legajos municipales estos pormenores.



Mientras eso sucede, podemos pasear por La Concordia despacio y con la vista puesta en las copas de los árboles, lo que nos llevará algo más de media hora. Pocos lo hacemos y os aseguro que es más que recomendable, hay sorpresas en forma de fuentes, de estatuas, de placas conmemorativas, en definitiva la historia de una ciudad contada paso a paso, y aunque tuvo tiempos mejores, apliquemosle lo que dice el poeta: “¿Quién le dijo que yo era siempre risa y nunca llanto, como si fuera la primavera? No soy tanto”… 




Además, si queremos comer tenemos al lado la Taberna “El buen vivir”, sin duda uno de los locales de Guadalajara con mejor oferta de vinos y con un tapeo de altura. Una taberna gastronómica donde, además, encuentras viandas del mar, del monte y de la huerta, tiras de bacalao, albóndigas de ternera y boletus, falafel de lentejas, ensaladas y lunch diarios con platos de cuchara imaginativos y deliciosos. Esta semana, a modo de ejemplo podéis degustar por separado o junto, a gusto del consumidor, unas patatas guisadas con costillas y boletus o un pollo Tikka Masala con arroz aromático Basmati y de postre una tortita de castañas, por ejemplo. Un complemento ideal para un paseo, si nos lo proponemos, diferente y especial.