miércoles, 27 de noviembre de 2013

Camino de la Granja, a golpe de espuela



Los caminos que llevan hasta los monasterios no defraudan, en estas páginas hemos podido comprobarlo en más de una ocasión. El entorno que escogían los frailes para levantar sus cenobios eran abundantes en agua, sombra y silencio, los tres ingredientes que más de mil años después, seguimos buscando quienes una vez a la semana huimos del mundanal ruido.


En la provincia de Guadalajara tampoco defraudan las ermitas, sobre todo las que son punto de encuentro de romeros y vecinos de varios pueblos de una misma comarca. Al ser edificios menores, el monumento no es nunca tan espectacular como un monasterio, pero el camino que conduce hasta la ermita sí lo es. Hoy vamos a acercarnos hasta la ermita de La Virgen de la Granja, un paraje singular, hermoso y cuidado al que acuden todos los años, en distintas fechas, vecinos de los pueblos de toda la Campiña. Aunque está ubicada en el término de Yunquera de Henares y los vecinos tienen la advocación como patrona de las fiestas principales del pueblo, los yunqueranos saben que esta ermita y esta Virgen no son sólo suyas. ¡Vistámonos de romeros!


Para comenzar a andar podemos tomar varios caminos. Desde Heras de Ayuso, el que baja hasta el río Henares y cruza por el Vado de las Carretas es una buena opción. Es el camino que tomaban los vecinos de este pueblo cuando iban a festejar a la Virgen. Son aproximadamente dos horas de agradable y fácil paseo. Pero hoy os propongo que lo hagáis desde Yunquera y aprovechéis para visitar la iglesia y el palacio de los Mendoza, dos joyas bien conservadas y cuidadas, verdaderos iconos de la arquitectura castellana civil y religiosa. Es como si en estos dos edificios se resumiese el catálogo monumental de la mayoría de los pueblos de la provincia. Pocos tienen un castillo o un monasterio, pero la mayoría cuentan con una iglesia digna y un palacete señorial: estandartes de los dos poderes que han marcado el devenir de nuestra historia.


La “dama de la Campiña”, así se conoce a la torre de la iglesia de San Pedro de Yunquera, se ve desde que salimos de Guadalajara (estamos a diez minutos de la capital) y si pasásemos de largo la seguiríamos viendo hasta introducirnos en la sierra. Esbelta y atenta, nos enseña sus adornos platerescos y renacentistas y su estampa del gótico tardío.


Bajo sus pies comenzaremos esta ruta que, camino del río, nos sacará del pueblo para adentrarnos en campos de labor, en su mayoría maizales, segados ya en este tiempo. La tierra de Yunquera es generosa. Tiene abundancia de agua y eso hace posible la existencia de juncos, que dan nombre al pueblo, de un regadío próspero que genera riqueza a sus gentes y la presencia de una vegetación de  chopos, álamos, sauces y fresnos, que flanquean el camino por el que avanzamos hacia La Granja.



Pasear en otoño por la provincia de Guadalajara tiene un valor añadido. Si el día está despejado no sólo podemos escudriñar las terreras de río a lo lejos sino que veremos de frente la sierra limpia y cercana. Es más que seguro que, en la hora escasa que dura nuestro paseo, escuchemos el sonido de la “Grande” (“Paño” la llaman algunos), de la “Serrana”, de la “Tabera” o de la “Virgen”, y de “Relojera”, las cuatro campanas que se turnan para alegrar a su dama todos los días del año y se ponen de acuerdo, en días solemnes, para agasajarla a la vez. No hay mejor música para adentrarnos en el paraje de la Granja, que el tañer de las campanas.






La explanada es una alfombra de hojas de álamo y chopo, un mantón que cubre de color ocre el suelo y no ensucia, alegra el entorno. Una fuente, bancos y mesas distribuidas alrededor de la ermita, y unas escaleras que conducen hasta su puerta, completan este rincón sencillo pero mágico. Hace frío y cuesta mantenerse quieto. Con otra temperatura, dejar pasar el tiempo sentado bajo los álamos, leyendo, rezando o simplemente disfrutando de la variedad de árboles y arbustos que rodean este parque natural tiene que ser un regalo. Nos emplazamos para hacerlo en otro momento. Ahora, regresamos, aún tenemos que detenernos en el palacio de los Mendoza y tomar un tentempié en casa de Alberto y Rosa.



Para volver a Yunquera podemos hacerlo por donde hemos venido, o subir por detrás de la ermita y coger un camino que nos conduce en dirección a Mohernando. A lo lejos veremos el pueblo vecino, pero antes giraremos a la izquierda para entrar en Yunquera por poniente. No tiene pérdida, la Campiña es transparente como el cristal. La entrada nos deja a las puertas del palacio que fuera de una de las familias más poderosas de España, los Mendoza, y que hoy está preparado para el disfrute de todos los yunqueranos. Aquí están las oficinas municipales y la biblioteca. El palacio es hermoso, las columnas son de piedra y los corredores que se extienden por la fachada le dan un empaque especial. El edificio está restaurado, muy restaurado, pero no ha perdido su estampa renacentista, merece una buena foto.


En Yunquera hay una gran afición a los caballos. Durante nuestro paseo hasta la Granja hemos visto más de un jinete paseando junto al río. Fruto de esa afición es una feria que se celebra anualmente al final de la primavera y en la que no sólo se compran y venden animales y aparejos, también se hacen exhibiciones y charlas sobre el mundo del caballo. En poco tiempo, esta feria se ha convertido en un referente del sector y hasta aquí acuden numerosos aficionados procedentes de la provincia de Guadalajara y de provincias aledañas, sobre todo de Madrid.


En Yunquera hay un centro hípico, se llama Las Espuelas, y recomiendo que os acerquéis, deis una vuelta por las instalaciones y aprovechéis para tomar una rica cerveza, un vino fino o un tinto y, ya de paso, probéis algunos de los platos que Rosa y Alberto ofrecen a quienes se acercan a su casa. Os aconsejo el magro con tomate hecho a la vieja usanza, “al estilo de la abuela Pili”, con mucho amor. Los trozos de carne cortados en su justa medida, bien fritos a fuego lento, sin prisa. Después se hace el tomate, con buen aceite y mucha paciencia… Se mezcla todo, se deja veinte minutos de cocción y  a chuparse los dedos.



Las espuelas es una casa rociera, flamenca y equina. Un lugar donde celebrar fiestas familiares y de cumpleaños y donde pasar una buena tarde o noche, un rincón andaluz en plena Campiña. Un lugar mágico en el que sin haber subido nunca a un caballo puedes protagonizar una ruta tranquila y deliciosa, como si fueras un experto jinete, hasta el despoblado del Majanar o hasta la ermita de La Granja, por ejemplo… Y si te acaba picando el gusanillo puedes recibir clases de equitación.


Una oferta diferente que forma parte del cada vez más variado abanico turístico de nuestra provincia donde, al mismo tiempo que uno disfruta de esta tierra, puede experimentar nuevas sensaciones.


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martes, 12 de noviembre de 2013

La leyenda de la Poza de los Aljibes y el ciervo guisado de Juli





El domingo asistí a uno de los espectáculos más maravillosos que se pueden disfrutar en otoño. He estado a punto de callarme y dejar que una galería de imágenes hiciera el trabajo. Guadalajara en esta época del año es una explosión de luz y color, más sugerente aún que en primavera. Me acerqué a las faldas del Pico Ocejón. Las vi teñidas de un manto vino burdeos, y desde allí quise descubrir el misterio que esconden las Pozas del Aljibe. Una vez más comprobé que, como sucede en cualquier viaje, en esta ruta no importa tanto la meta sino el camino. Quien no sea capaz de amar la naturaleza después de andar por el Parque Natural de la Sierra Norte en noviembre es mejor que no salga de casa, o como dicen por aquí: “¡Mejor será que se acerque hasta la poza!”



En Campillo de Ranas hablar del Aljibe trae mal fario. Este capricho de la naturaleza es a la Sierra,  lo que el viaducto a Madrid: un lugar de últimas y malas intenciones. En verdad se trata de un cambio de nivel del arroyo del Soto “luchando por alcanzar el río Jarama”. El entrecomillado es de Francisco Maroto, Paco, el alcalde de Campillo y uno de los mejores embajadores de esta tierra  fuera de nuestras fronteras. Él nos indica el camino, aunque no tiene pérdida porque está perfectamente señalizado.



A las pozas se puede ir desde El Espinar, desde Roblelacasa o desde Campillo de Ranas. Yo recomiendo esta última, primero porque pasa por Roblelacasa, lo cual es añadir aliciente a la ruta (y son sólo 15 minutos más de paseo), y segundo porque el paisaje es más espectacular que desde El Espinar. Hoy la ruta la vamos a hacer andando, con garrota. El trayecto nos supone una hora y media de ida y otro tanto de vuelta. La dificultad es poca y el camino perfecto, aunque con algunos desniveles que vienen bien, nos obligan a bajar el ritmo y disfrutar del paisaje.



La entrada en el valle con el coche (una hora y media desde Madrid y menos de una hora desde Guadalajara) ya es en sí un espectáculo. En cada golpe de vista se ve una postal. La viveza de los tonos amarillos y rojizos de la hoja en decadencia, convierte las faldas de la Sierra en una paleta de pintor. El fogonazo de luz de los robles, el verde oscuro de la jara, el negro de la pizarra y la claridad de los primeros pastos nos llegan a emocionar en los primeros pasos.



Al salir de Campillo por la Plazuela del Olmo, con su fuente redonda de lajas de pizarra, bajamos hacia el arroyo para luego subir, en un pequeño tramo de carretera, hasta Roblelacasa. El descenso se hace entre robles, por una senda marcada por cercas de piedra, vigilados por las vacas  que pastan extrañadas junto a nosotros. En la ascensión es obligado echar la vista atrás y ver la anchura del valle desplegarse ante nuestros ojos, limpia y diáfana, presidida por la peculiar torre de la iglesia de Campillo y por la mancha negruzca, más al fondo, que forman las casas de Majaelrrayo.



Roblelacasa es un pueblo modesto que se extiende por la ladera que mira hacia el Jarama. Para no perder ritmo, tomaremos la carretera que atraviesa el pueblo y, nada más pasar la iglesia, a mano izquierda veremos un monolito junto a un campo de juego de bolos: por allí descenderemos, calle abajo, hasta dejar las casas a nuestra espalda.







Cada recodo del camino nos pide una foto nueva y diferente a la anterior. ¡Menos mal que ya no hay carretes! En un momento dado dejamos de apretar el gatillo y  paramos a disfrutar, conscientes de que estamos asistiendo a un espectáculo único que, aunque se repite todos los años, tiene una duración determinada, apenas un mes. Somos unos privilegiados y eso hace que se dispare la adrenalina.
Según avanzamos, cambiamos de valle y nos acercamos a las hoces del Jarama. No son tan espectaculares como las del Gallo, pero marcan el paisaje con un tajo violento que sugiere rincones inaccesibles e impresionantes. Bajamos, sabedores de que luego hay que subir…  pero el misterio de las pozas nos llama a voces. A nuestra derecha, al otro lado del río,  se ven  las casas de Matallana. Un puente nuevo acabó con al aislamiento entre Campillo y su pedanía, obligadas sus gentes durante años a dar una vuelta de varios kilómetros ante la imposibilidad de vadear el río.




Algo en el ambiente nos dice que estamos llegando a nuestro destino. Antes, el camino nos obliga a recorrer parte de la hoz del Jarama por media ladera para descender de súbito unos metros después. A primera vista, las pozas se esconden a nuestros ojos, es necesario buscarlas, adentrarse entre las rocas, cada vez más estrechas, para descubrir su misterio. Al acercarnos, el ruido del agua nos advierte. Un chorro de algo más de tres metros de altura ha ido horadando la piedra hasta completar un pozo de cinco metros de profundidad y un diámetro del doble. El sobrante de la poza forma otro doble salto que vierte sobre su hermana pequeña y, desde allí, el agua cae de bruces en el cauce del río Jarama, que este año baja generoso y feliz.




En Campillo y Matallana las gentes aseguraban que el pozo de los Aljibes no tenía fondo y que comunicaba con el mar. Lo cierto y verdad es que, como nos cuenta Paco Maroto, los que no sabían nadar acababan siendo víctimas de la profundidad y de la imposibilidad de aferrarse a unas rocas pulidas por la acción del agua durante siglos. Algunos perecieron por accidente, pero otros buscaron allí el descanso eterno, confiados tal vez en que su cuerpo apareciera en otras tierras, lejos, muy lejos de las que entonces vieron su tormento. Tal fue el temor que las gentes de la Sierra tenían a este lugar, que durante la guerra civil de 1936 hubo un intento de acabar con este lugar maldito, dinamitando sus paredes. ¡Menos mal que alguien puso cordura!




La magia de este rincón es innegable. Es obligado sentarse, retomar fuerzas para iniciar la subida a la montaña y escuchar la voz del agua: cómo las pozas del Aljibe nos cuentan esas historias truculentas  que escucharon de boca de hombres y mujeres desesperados y que hicieron posible la leyenda.




Es hora de regresar. La parte del espectáculo que nos habíamos perdido a la ida, lo disfrutamos a la vuelta. La llamada de la rica cocina del restaurante La Fragua nos reclama. Juli nos espera en Campillo de Ranas con una cerveza fresca y un pincho de chorizo de gamo, con el picante justo para echar un buen trago. Julián es un hombre directo y recio, parece serrano aunque no lo es, forma parte de ese grupo de personas, “neorrurales” les llaman, que un buen día dejaron la ciudad y repoblaron nuestros pueblos. Apostó por la hostelería y dirige junto a su hermana un restaurante donde se come buena caza, ricos pasteles de verdura de temporada y unas croquetas de jamón generosas y en su punto. Todo ello acompañado de un entorno único:  una vieja fragua del siglo XVII, perfectamente acondicionada en varias alturas. La arquitectura popular más genuina de esta sierra respetada y aderezada con gusto y sencillez, como los platos de Juli y su gente. Me fui con las ganas de probar sus codornices “puteadas”, pero ya se habían acabado. El festival de cine documental de montaña, que se celebró entre Majaelrrayo y Campillo durante el fin de semana, acabó con ellas.  No tengo más remedio que volver y lo haré pronto. Allí nos vemos.






 

CIERVO GUISADO AL BRANDY

Se trocea el ciervo y se escurre.
Se pone en la cazuela sin añadir nada más que un poco de sal y se espera a que suelte y evapore casi todo su jugo.
A continuación añadimos el brandy y lo flambeamos.
Después ponemos la pimienta en grano y algún clavo y cubrimos con agua.
Dejamos cocer y vamos tanteando la carne para comprobar su dureza.
Cuando consideramos que la carne está casi en el punto de blandura que nos interesa añadimos las ciruelas y los orejones y esperamos a que esté todo maridado y blandito.

Nosotros lo presentamos en cazuela de barro y lo acompañamos con patatas panaderas.


Y a disfrutar.



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martes, 5 de noviembre de 2013

De cementerios hacia "El buen vivir"




Si no hay posibilidad de regresar al punto de partida, hay viajes que cuanto más tarde se hagan, mejor… y si no se hacen nunca, ¡miel con hojuelas! El viaje al cementerio es uno de ellos. Sin embargo, si uno se acerca a una necrópolis con ojos de espectador y con la certidumbre de que puede salir por la puerta cuando quiera y andando, la cosa cambia. Quien más y quien menos, el pasado fin de semana se acercó a un cementerio con nostalgia y pena. Yo os propongo que cuando os sintáis con ánimo, lo hagáis por placer. Para ello recupero y actualizo un pequeño recorrido que hice, años atrás, por algunos cementerios de Guadalajara acompañado de Paula Montávez, una fotógrafa capaz de convertir en obra de arte lo que plasma su retina. “El cementerio llama con la voz vertical de sus cipreses”, escribió en su día el poeta Francisco García Marquina… ¡Acudamos a su llamada!


En Guadalajara las pequeñas necrópolis son muy parecidas por dentro y por fuera: un cercado de piedra de dos metros de altura, una verja de hierro acabada en punta de lanza, un puñado de cipreses y una capilla, que sirve para rezar y velar a los muertos a modo de improvisado tanatorio, ese es todo su artificio. Por el suelo losas de mármol, cercas de hierro, a modo de corralillos del recuerdo, cruces, flores con pétalos de plástico, que en estos días se vuelven de verdad, algunos gladiolos y rosales que crecen sin entusiasmo. No hay muchos nichos en los cementerios de nuestros pueblos, salvo en los más prósperos y numerosos, donde la tierra vale demasiado para derrocharla en cosas de muertos. Son todos muy parecidos, aunque los hay diferentes, como el de Atienza o el de Brihuega, ubicados en el interior de un castillo. Os recomiendo que los visitéis. 





En las ciudades, los cementerios son más señoriales, limpios y ordenados y menos decadentes. En el de Guadalajara hay obras de arte casi faraónicas como el panteón de los marqueses de Villamejor, un templo, casi un palacio, de corte clásico construido en 1899 por el prestigioso arquitecto Manuel Medrano. Si nos vamos a Sigüenza, en sus viajes por la Alcarria, Cornide descubrió junto a catedral, donde podemos disfrutar de la escultura funeraria más hermosa del mundo, la del Doncel, “un claustro de estilo alemán y en él varias inscripciones sepulcrales de canónigos, de las cuales la más antigua era de 1222, que corresponde al año 1184”. Cornide copia su inscripción en un cuaderno de viaje e invita a que alguien se ocupe de recopilar todas las existentes.


Los cementerios han sido siempre fuente de inspiración para poetas y escritores viajeros, tal vez por esa mezcla de rechazo y atracción irresistibles que tiene aquello que se sabe vivo detrás de una apariencia inerte. “Siempre que recorro un cementerio, asegura “el celiano” Paco Marquina, miro con cierto temor las inscripciones, temiendo ver sobre alguna lápida mi propio nombre”. A mí lo que me ocurre es que me parece que las losas se mueven, como si los muertos empujaran hacia arriba. Cada uno tiene sus miedos y sus fobias.

Lo cierto es que no hay más que darse una vuelta por el cementerio de Brihuega, incrustado en el interior del castillo de la Peña Bermeja, para sentir el pálpito decimonónico y medieval de un lugar sagrado y profano a la vez, donde permanecen encerradas miles de tragedias: “Subió al cielo a los 5 años y 7 meses. ¡Hija mía! (1885). Dolor perpetuado en mármol en un balcón que mira al valle del Tajuña y donde entre el silencio que pasea entre las lápidas sólo se escucha el viento que se cuela por las ventanas mudéjares, que en otros tiempos hablaban de vida.


Es curioso contemplar cómo la estética romántica y medieval se mezcla con el kitsch más estrambótico reflejado en flores de plástico y jarrones de cristal, creando una atmósfera única. Pero pasear por un cementerio también invita a la lectura y por tanto a hacer volar la imaginación. “Inhumadas las tres hermanas, se prohíbe hacer más inhumaciones”. ¿Qué misterio hay tras esas muertes? “Doña Ramona Bedoya falleció el día 9 de enero de 1853 a la edad de 51 años, 8 meses y 17 días”. Cada día vivido es un mundo, cada minuto de ausencia un siglo para los seres queridos. “El amor conyugal y filial dedica este eterno monumento a su amado padre y esposo Julián Esteban (1852)”. Considero que una visita a un cementerio es una buena manera de conocer la historia de un pueblo.





Nos cuenta García Marquina en su libro sobre la historia del municipio que, el de Cifuentes, es un cementerio alegre y tiene sus muertos ordenados en tres categorías.” Los de más antigüedad o prestigio ocupan el interior de una hermosa ermita de piedra que preside el centro del cementerio. Los de segunda categoría disfrutan del aire libre y se reparten el suelo del camposanto. Y los recién llegados han empezado a ocupar una galería de nichos que está pegada al muro de poniente y parecen ser los hijos del progreso, pues tienen unos respiraderos como de granja de pollos a los que seguramente les han obligado las minuciosas normas municipales de sanidad. Sus lápidas son también de última generación, de colores que alejan el luto, con letras de fantasía y con ornamentación que toca lo kitsch y lo publicitario. Pero por encima de la diversidad de tumbas y epitafios, a todos los difuntos los iguala una losa de silencio y olvido”.


El hombre, temeroso de Dios, siempre quiso enterrarse cerca de los templos. Si su poder se lo permitía lo hacía incluso dentro, de ahí los numerosos enterramientos que existen en las naves interiores de las iglesias y ermitas de los pueblos de Guadalajara. Si no tenía poder ni dinero, a los pies de los muros, en el camposanto o “camposantillo” de las iglesias y monasterios que siguen siendo necrópolis, como sucede en Almonacid de Zorita o en Uceda, dos cementarios de agradable visita. O, más singular todavía, el cementerio de Galve de Sorbe, ubicado a los pies del castillo medieval de los Estúñiga y adosado a los muros de la vieja iglesia.

En Valverde de los Arroyos se enterraba dentro de los muros de la ermita hasta hace unos años. El suelo está repleto de losas que ocultan los restos de los serranos. Luego dejaron de hacerlo por motivos de espacio y de higiene, pero hicieron una excepción con Cándido, el sacristán de toda la vida, al que dieron sepultura no hace mucho en el lugar donde más tiempo había estado en los últimos años de su vida. Ahora en Valverde hay un cementerio nuevo, ordenado y venteado en la parte alta del pueblo, desde donde puede verse otro cementerio singular, el de Zarzuela de Galve, Zarzuelilla, uno de los lugares más hermosos del paisaje funerario de la provincia.


En Zarzuelilla, con dos habitantes en invierno y apenas dos docenas en verano, los vecinos presumen de longevos. Les cuesta trabajo recordar algún pariente o amigo que muriera con menos de 95 años. Así se explica que su cementerio sea tan pequeño y no haya habido necesidad de cambiarlo, “tenga usted en cuenta que como somos tan pocos y tardamos tanto en morirnos, el cementerio apenas se usa”, me dijo un paisano. Para llegar hasta él, un camino cruza un campo plagado de huertos flanqueados por decenas de cerezos (de nuevo la literatura de Gabriel Miró) manzanos y perales.


Hay que estar atentos para no pasar de largo, tal es la sencillez de la tapia de lajas de pizarra, de apenas un metro y medio de altura, que sujeta una puerta de hierro, siempre abierta, que da acceso a un corralillo de apenas veinte metros cuadrados, todo de una sencillez conmovedora. Está claro que necrópolis, aquí, es una perversión del lenguaje. En el interior del recinto no hay lápidas, sólo tierra amontonada, cruces de hierro y flores de plástico y tela que compiten con un par de tallos de gladiolo que despuntan entre los túmulos. Apoyadas en la pared hay dos losas de piedra de pizarra de un metro de largas, que en su día sirvieron de losa mortuoria. El cementerio de Zarzuelilla es uno de los más antiguos de Guadalajara y, sin duda, el más humilde.


Hoy hemos viajado de otra manera, por unos escenarios distintos, más urbanos, pero no por ello menos sugerentes. Cada pueblo esconde rincones por descubrir, incluidos sus cementerios y entre unas cosas y otras no hemos hablado de gastronomía. Como la ruta es atípica, lo será también, solo por hoy, el apunte gastronómico. Os dejo una receta de las reinas gastronómicas de otoño: las setas, de las que hablaremos largo y tendido la semana próxima. Para ello recurrimos a Dani Camarillo, de la Taberna Gastronómica El buen vivir de Guadalajara capital, un sitio en el que nos detendremos despacio para hablar de vino y cocina no muy tarde. Vaya como adelanto esta ensalada de setas escabechadas con queso de cabra marinado que podéis degustar estos días en su casa, junto al parque de la Concordia. 









Ensalada de setas escabechadas con queso de cabra marinado



Para elaborar esta otoñal ensalada seleccionamos unas setas variadas, de las que los buscadores encuentren en las furtivas visitas a montes y pinares o bien de las que nos venda nuestro frutero favorito, ese en cuyo criterio confiamos. Boletus, níscalos, chantarelas,… en general, todas las setas carnosas nos servirán para la elaboración. El escabeche es cosa seria. A mí me gustan los escabeches aromáticos, pletóricos y con la acidez acética marcada, pero sin estridencias. Remedio contra la degradación de las viandas, en primera instancia, resulta una elaboración digna de mesas regias por la sinfonía de matices que le aporta al plato.

Aunque habitualmente estemos acostumbrados a escabechar carnes y moluscos, las setas resultan un ingrediente perfecto para esta elaboración, como dije, siempre que sean de consistencia algo carnosa. Y como la seta, así escabechada, puede resultar algo “dura” para según qué paladares, lo mejor es combinarla con otros ingredientes que la apacigüen, completando la paleta de aromas del plato.

En nuestro caso, nos hemos decantado por presentarlas en ensalada, acompañadas de sedosas hojas de lechuga mezcladas con algo de escarola, col lombarda y radicchio para rematar con unos trozos de rulo de cabra de Ronda que previamente hemos marinado en aceite con hierbas aromáticas para realzar, más aun si cabe, su aroma y cremoso sabor. Vamos sin más con la receta:




INGREDIENTES

Para las Setas Escabechadas

Setas Variadas de temporada

Tomate de temporada

Ajo

Pimienta negra en grano

Clavos de olor

Laurel

Tomillo

Romero

Manzanilla

Vinagre de Jerez

Aceite de Oliva Virgen Extra

Azúcar morena

Sal

Agua

Para el Queso de Cabra Marinado

Rulo de Cabra de Ronda

Aceite de Oliva Virgen Extra

Tomillo

Romero

Albahaca

Tomates secados al sol

Sal

Pimienta Negra

Para la Ensalada

Mézclum de lechugas

Aceite de Oliva Virgen Extra

ELABORACIÓN

Para las Setas Escabechadas

Cortar el ajo en finas láminas y dorar ligeramente en una sartén con aceite caliente. Antes de que el ajo comience a pasarse añadir las setas cortadas “a la buena de dios” y saltearlas removiendo para que se hagan por todos los lados. Añadir las especias y las aromáticas y dar unas vueltas de manera que se distribuyan entre tanta seta antes de regar con el vino de Manzanilla, el vinagre de Jerez y el agua, a partes iguales, hasta cubrir, rectificando el sabor con un toque de azúcar moreno y dejando reducir a fuego lento.

Para el Queso de Cabra Marinado

En mortero, machacar las aromáticas junto con los tomates secados al sol. Salpimentar y traspasar a un tarro de cristal en el que habremos introducido, previamente, el queso de cabra cortado en dados. Llenar con aceite de oliva virgen extra, tapar y voltear varias veces de manera que las aromáticas se distribuyan por todo el queso. Dejar reposar, al menos, durante dos días.

Emplatado y presentación

Disponer una cama de mézclum de lechugas en el plato sobre la que esparcir las setas, el queso y los tomates. Aliñar con algo de aceite de la marinada y ajustar al gusto la sal omitiendo el vinagre puesto que las setas nos lo aportarán.