martes, 29 de octubre de 2013

Río Negro, la finca de la alegría



Decía Séneca que los auténticos placeres, “aún después de haberlos gozado, recrean”. Hoy os voy a proponer uno de esos viajes inolvidables y con retorno. Un viaje que aúna el placer de andar por el campo y disfrutar de la naturaleza, con la gastronomía. Haremos lo que los tour operadores llaman enoturismo, y nosotros: andar entre viñedos.


Hasta hace poco, hablar de Guadalajara y de vino era levantar la carcajada entre la concurrencia. Ya teníamos denominación de origen y se producía una cantidad pequeña pero aceptable de vino, ahora bien, nadie se preocupaba de la calidad de los caldos, más allá de la estrictamente necesaria para que entrase de manera digna en un brik. Hoy es otra cosa. Los que ya producían, no todos, y los que han empezado hace relativamente pocos años han visto que el futuro del sector pasa más por la calidad que por la cantidad y están apostando por ello.




Nos vamos a pasear por la Finca Río Negro en Cogolludo, donde se produce uno de los vinos españoles con mayor altitud en origen, casi los mil metros, línea casi infranqueable para los vinicultores. A partir de esa línea roja los hielos fuera de tiempo pueden jugar una mala pasada. La Finca está abierta al público y sólo hay que llamar antes para recorrerla en una interesante visita guiada con cata incluida, e incluso comida para grupos, si así se acuerda de antemano. Si no, siempre nos quedarán los interesantes restaurantes de Cogolludo, donde se despacha un buen cabrito asado.  Ya volveremos.



 La distancia: cinco minutos de Cogolludo, treinta y cinco de Guadalajara y  una hora y cuarto de Madrid. Se pasa la villa Ducal, sin dejar la carretera que nos trae desde Guadalajara  y apenas tres minutos después, a mano derecha, vemos una entrada flanqueada por un pórtico hecho de pizarra con el nombre de la bodega.




Las tierras de Guadalajara fueron grandes productoras de vino hasta que las arrasó la filoxera a comienzos del siglo XX. Antes de eso en Sacedón, Mondéjar e incluso Trillo se servía vino en la Casa Real, lo que quería decir que no era malo. La enfermedad acabó con las grandes extensiones de viñedo, y la pobreza histórica de las gentes de esta tierra impidió la posterior repoblación con cepas venidas de otros países. Resultado: desapareció el viñedo.
En Cogolludo, los testimonio de los reyes y cortesanos hablan de que el pueblo era famoso por su caza y el buen vino que servían los Duques de Medinaceli a sus invitados, algunos tan reales como Juana, la Loca o Felipe, el Hermoso. En recuerdo de aquella época dorada, se plasmaron unos racimos de piedra en la fachada del palacio ducal. ¡Hasta el general Hugo, que tanto expolió, no pudo por menos que hacer lo propio con el vino de esta tierra, dejando de traer vino francés y bebiéndose media cosecha él solo, tal era su afición!





Unos y otros, estoy convencido de que pasearían entre los viñedos mientras veían correr a los ciervos, algo que es fácil que te ocurra a ti, porque en la finca de la familia Fuentes los hay en cantidad y a veces, como me ocurrió, cruzan la carretera de acceso a la bodega o se dejan ver por los cerratos, alegrándonos la mañana.



La Finca Río Negro tiene 600 hectáreas de las cuales sólo 21 están plantadas de viñedos productivos y otras tantas, de viñedo joven que aun no da vino. O sea, que hay carrete para rato. En su interior hay pinar, monte bajo y viñas. En otoño el contraste de colores es, en sí mismo, un espectáculo. La hoja aún no se ha caído y el cambio de tonalidades, rojo en la vid, amarillo en los chopos, ocre en los robles se mezclan con el verde vivo del pinar y forman una sinfonía tan agradable de escuchar por los ojos, como lo es el vino de beber por la nariz, maridaje perfecto.



Según paseamos vemos en el suelo racimos que se empiezan a pudrir por la humedad y el sol. Se han cortado adrede para aumentar la calidad del vino. Éste es un año de mucha producción, pero eso no es sinónimo de calidad. La hoja de la vid, que es la fábrica del vino, traslada sales y azúcares a los racimos por la noche, al bajar la temperatura. Cuantos  más racimos haya para suministrar, menos calidad tendrá la uva. Es cuestión de prioridades,  si se quiere apostar por un buen vino lo primero que hay que hacer es limitar la cantidad. Sabia y dolorosa decisión que pasa por el conocimiento y la educación. Otra buena lección que nos da la cultura del vino y que aprendieron bien nuestros mayores: “Quien mucho abarca, poco aprieta”. José Manuel Fuentes nos lo explica muy bien mientras recorremos la finca: “Es como el cuento del Gallo Quirico que me contaba mi abuela, si pico me mancho el pico… Muchas veces es mejor no picar, no escuchar los ofrecimientos de las grandes distribuidoras comerciales, y producir menos pero de más calidad”.





La cosecha de 2009 le supuso a Finco Río Negro su consagración en el selectivo y endogámico mundo del vino. No es fácil entrar en él y menos hacerlo por la puerta grande sin ser un productor de Rioja, Penedés o Ribera del Duero. Aquí van las credenciales de Rio Negro: 92 puntos en la Guía Peñín y 90 concedidos por el melindroso Robert Parker, además de una medalla de oro en la Berliner Wein Trophy. Vamos, que en Guadalajara hacemos un vino para presumir que, no sólo está bien puntuado, sino que empieza a verse y beberse en  restaurantes, bodegas y tiendas especializadas, como un referente de calidad. Más de una mención tiene como el mejor vino con precio inferior a 15 euros.



José Manuel Fuentes, dueño de la finca,  pisaba la uva de niño en su pueblo palentino de Cisneros, donde su familia plantaba algún majuelo y producía vino para el consumo familiar. Enamorado del paisaje castellano, buscó un lugar cercano a Madrid donde quitarse la gorra de experto asesor empresarial y ponerse la de aldeano. Llegó a Cogolludo, se enamoró de esta finca y aquí ha sacado adelante junto a sus hijos Fernando y Víctor, un vino para presumir, gracias, eso también, al buen hacer del enólogo Juan Mariano Cabellos.



Entre las variedades que han plantado destaca el Tempranillo, con más de un 60% de las 42 hectáreas cultivadas, pero hay también Syrah, Cabernet Sauvignon, Merlot y la apuesta del  vino blanco: la uva Gewustranimer, una variedad de la ribera del Rhin que cada día gusta más en nuestro país y que, os puedo asegurar, en Río Negro la bordan, sobre todo la que se conoce en la bodega como clase A. Si podéis no dejéis de comprar alguna botella… si hay, porque se agota con facilidad.





El de hoy ha sido un paseo diferente, pero necesario. El pasado fin de semana nuestra región celebraba la Cumbre Internacional del Vino, hubo jornada de puertas abiertas en las bodegas y las de Guadalajara se sumaron a ello. Las cosas están cambiando, para bien, en este sector y popularizar el cultivo de la vid o del trigo es hacerlo de nuestra cultura. Además, de todos es sabido que el vino es la principal de las cosas que conducen a la alegría y en estos momentos nos hace mucha falta. ¡Salud!





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martes, 22 de octubre de 2013

El Barranco del Regatillo y "el Arroz de la Sole"



Lo de que Guadalajara tiene cien “veres” es algo que ya he dicho en este blog en alguna ocasión (es de Cela), pero la realidad es tozuda e insistente. Hoy quiero descubrir con vosotros un paseo inesperado, sorprendente y hermoso. Para ello he hecho lo que muchos de vosotros: aceptar la invitación de un amigo para ir a su pueblo. “Nos damos una vuelta, te enseño un par de fuentes que hay alrededor de casa  y… (aquí viene el gancho),  nos comemos una paella y un rabo de toro que a ti te gustan mucho y a la Sole le salen muy bien…” . Suficiente, “aprobada la propuesta”.





Mi amigo Luis y su mujer Soledad han hecho una bonita casa de piedra en Balbacil (junto a Maranchón, a 80 kilómetros de Guadalajara), un refugio para los fines de semana y el verano, un hogar acogedor y hecho con gusto. La intención es dar una caminata de un par de horas antes de comer, mientras se organiza la comida y vienen todos los invitados. Lo sé, hasta ahora no os he contado nada que no sepáis y hayáis experimentado vosotros mismos, pero esperad, lo sorprendente viene ahora. Luis me habla de recorrer el Barranco del Regatillo y acercarme hasta el pueblo de  Codes andando. “Es un camino cómodo y se hace bien, a tiempo para llegar al aperitivo. Cuando lleguéis allí me dais un toque y voy a buscaros con el coche”. ¡Así cualquiera dice que no!








La bajada desde Balbacil hacia el barranco se hace por una pista amplia flanqueada de sabinas, algún enebro y monte bajo. Atrás se queda el pueblo con su iglesia de gran tamaño y buena planta, pero con los tejados llenos de goteras. Uno no entiende muy bien cómo en Pastrana han invertido (Iglesia e instituciones públicas) más de un millón de euros en ampliar la Colegiata para instalar los Tapices de Alfonso V de Portugal, teniendo al lado el Palacio Ducal vacío y sin uso desde hace años, con salas perfectamente adecuadas para albergar no un museo, sino tres; y mientras allí pasa eso, templos como el de Balbacil, que en su interior alberga retablos de valor, se deja morir de inanición. Estoy seguro de que al Ayuntamiento de Maranchón no le importaría poner parte del dinero que recibe del parque eólico para ayudar a los propietarios de la iglesia a arreglar el edificio. ¿O sí? “Pero ¡ay amigo Sancho!, con la Iglesia hemos topado!”… y con la estulticia.




En Balbacil hay tres pairones, uno en cada entrada del pueblo. El de la Soledad, por el que pasamos para bajar al Regatillo, el de la Fuentecilla y el del Curato, levantado detrás de una torre de vigilancia convertida hoy en palomar. 




Aconsejo subir hasta el otero sobre el que se alza la vieja atalaya y echarle un vistazo a las tierras del Ducado de Medinaceli, amplias y ordenadas, regadas de molinos que parecen avasallar a nuestro noble y solitario pairón, y manchadas de sabinas centenarias y hermosas.





Pero dejemos el pueblo y bajemos al barranco. Hemos cogido la pista, no tiene pérdida, y según descendemos vamos viendo los restos de viejas parideras de ganado. A lo lejos se adivinan las primeras crestas rocosas de lo que promete ser un paseo inolvidable. A nuestra derecha, apartada de nuestra ruta, queda la fuente de la Pila del Santo, junto a los restos de lo que fue el pueblo abandonado de Santomodojos. La fuente tiene una curiosa historia. El chorro de agua que nace de su pilón sirve de mojón, delimita a izquierda y derecha los términos de Codes y Balbacil… ¡A falta de río buenas son fuentes!











El Barranco del Regatillo se va estrechando a medida que nos introducimos en su interior. A un lado y otro se ven pequeñas fuentes que aportan un hilo de agua al delicado cauce. Sobre el cañón vuelan los buitres, abajo la temperatura sube y el aire se calma. Las laderas se convierten en paredes de piedra y llega un momento en que hay que ponerse casi en fila india para seguir caminando por la vereda que, poco a poco, nos sube hasta la salida de la boca. Al llegar arriba, un mirador natural nos deja ver la belleza de este “hermano menor” del Barranco de la Hoz. Los tonos otoñales de las copas de los árboles amarillean bajo nuestros pies. La experiencia es única, inesperada, sorprendente. Ha merecido la pena recorrer el Regatillo y más aún, subir hasta este balcón privilegiado.




A partir de aquí, el valle se ensancha y nuestra ruta transcurre durante algo menos de una hora por una pista cómoda que cruza el sabinar y nos enseña un viejo molino seco, le llaman el Molino de la Huerta;  los refugios de los pastores, entre las rocas, o las viejas parideras cimentadas sobre placas de piedra, inalteradas a pesar del paso del tiempo. Apenas se escuchan pájaros, una lástima, pero tampoco vehículos. 




Mientras andamos, el grupo charla. Nos enteramos de que los dueños de la Finca El Sabinar han cortado los caminos que unen los pueblos de Mochales, Turmiel, Balbacil y Codes. La valla lleva varios años acotando las vías públicas y nadie ha hecho nada. Las gentes de los pueblos protestan, santos e inocentes, se cursan denuncias y alguna mano, más de una porque esto viene de largo, lleva años mandando los papeles a la papelera. Caciquismo decimonónico en pleno siglo XXI, otra sorpresa, pero ésta nada grata.
Con la charla, un trago de agua y el obligado bocado a  una manzana, extraordinaria compañera de viaje, nos plantamos sin darnos cuenta a los pies de Codes, un pueblo venteado que tiene su propia historia, de la que nos ocuparemos en otro momento. Hemos andado dos horas, es el momento de regresar a por ese arroz y  ese rabo de toro de nuestra amiga Soledad.




Hoy quiero rendir homenaje a esas cocineras sin estrella ni restaurante que aprendieron de sus madres y saben dar con el punto de cada guiso. Su carta no es muy extensa pero es de una calidad que engancha. Una vez leí a Manuel Vicent que la paella es el plato más abierto y democrático que existe, te permite ser natural a la hora de engullirlo como un pavo y además es el único que admite una discusión libre, sin reservas, a la hora de cocinarlo y zamparlo.
Aquí no hubo lugar para la discusión. El juicio fue unánime y el silencio, mientras nos metíamos a la boca las cucharadas de arroz con alcachofas y bacalao, fue el veredicto más claro y directo. Tal es así que le pedí a a Sole la receta.




Un detalle, un compañero de mesa pudo con tres platos…, un servidor con dos. ¿Pensáis que no dejamos hueco para el rabo de toro? Estáis muy equivocados, si hay algo que no debe hacerse cuando a uno le invitan a comer en casa de un amigo es decir que no al plato que, con tanto cariño, cocinan los anfitriones. Aquí el respeto es obligado. 




Otra cosa es el comentario que se haga en el coche cuando uno regresa a casa, pero en este caso no hubo que fingir, el rabo cumplía con creces las normas de cocción y condimentado exigidas. La carne era gelatina pura. Cayó otro plato bien colmado. Tras el flan casero, el postre no se perdona, no hubo más remedio que pasear junto a la simpática Charca de Balbacil, día completo.  ¡Ay Luis, canalla, qué suerte tienes!



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martes, 15 de octubre de 2013

Un CAPRIcho en la ribera del Matayeguas



Que nadie se extrañe si en el título de esta entrada pongo al mismo nivel uno de los destinos turísticos más exquisitos del planeta, la isla de Capri, con uno de los ríos, casi un arroyo, más modesto de Guadalajara. De hecho desde hace varios años hay un barco atracado en su orilla. No vino de Italia, sino de Santoña, cuna de la auténtica anchoa del Cantábrico, se llama El Cubano y con su presencia pone el Matayeguas donde le corresponde.


Dicen que el nombre le viene a este afluente del Tajuña, de lo frías que están sus aguas. Tanto es así, que las pobres bestias (algo tendrían que decir las protectoras de animales de este calificativo popular) cuando venían sofocadas de las faenas del campo en verano, al beber se les contraía el vientre y morían de un cólico miserere o algo parecido. Vamos, que las aguas de este río, que en tiempos fue cangrejero, son tan heladoras o más que las del Cantábrico, de ahí que no desentone tanto el viejo pesquero.


Hoy os voy a proponer una ruta cómoda y muy otoñal. Nos acercaremos hasta Lupiana, a 11 kilómetros de Guadalajara y a 66 de Madrid. Antes de entrar al pueblo veremos a mano derecha un letrero que nos indica que, a 2 kilómetros, se encuentra el monasterio jerónimo de San Bartolomé. Son palabras mayores, estamos a un paso de una de las joyas del Renacimiento español, en las proximidades del que fue uno de los pilares de esta orden religiosa a nivel mundial. Ante esta disyuntiva tenéis dos opciones, acercaros a ver los alrededores del cenobio y luego bajar hasta la plaza del pueblo, punto de arranque de nuestra caminata de hoy, o dejar la visita del monasterio y sus alrededores para otra ocasión, en concreto para un lunes, único día que puede visitarse por dentro y admirar su espectacular claustro. Hoy haremos esto último. El monasterio, su historia y los personajes que por allí pararon merecen por sí solos una entrada que tendrá su momento en este blog. Además, los lunes cierra el Café Restaurante CAPRI de Valdeluz, que es nuestra recomendación gastronómica de esta semana y la pista que faltaba para no pensar que me había vuelto loco al titular esta entrada. Pero que nadie se alarme, los lunes abre el restaurante La Romana de Lupiana, o sea que quien venga con hambre cualquier lunes no se quedará sin comer.


Os decía que mi ruta de hoy nace de la ancha y luminosa plaza Mayor de Lupiana, con su picota y su Ayuntamiento tan castellanos. A ella llegamos tras recorrer desde la entrada un singular paseo de nogueras o nogales que nos conducen al centro del pueblo. Desde allí tomaremos la carretera en dirección a Centenera, siguiendo al recomendación de un cartel que se encuentra al lado de un campo de fútbol. En realidad es una falsa carretera, un camino asfaltado sin apenas tránsito que 500 metros más allá se convierte en camino. La carretera cruza el río y lo flanquea aguas arriba por el lado derecho, mientras la pista de tierra lo hace por el izquierdo.


Al dejar Lupiana dejamos atrás un pueblo hermoso e histórico con varios monumentos dignos de ser visitados como su iglesia, las cuatro ermitas, las fuentes (varias y generosas), y las cruces de San Antonio, de San Juan y de la Virgen, sin olvidar la plaza, antes mencionada, que en su perímetro cuenta con el Calicanto, muro hecho de cal y canto, como no podría ser de otra manera, y que a buen seguro se construyó para proteger el municipio de las inundaciones del Matayeguas, eran otros tiempos. Tras lo dicho es de obligado cumplimiento recorrer detenidamente el pueblo a la ida o a la vuelta de nuestro paseo por las orillas del río.



Decía al comienzo que os iba a proponer un paseo otoñal y éste lo es porque no es nada sombreado y porque según andamos la naturaleza nos aprovisiona de manzanas, nueces, membrillos, ciruelas y peras caídas de los árboles y que salen al camino, a nuestro encuentro. Ya sé que todos los árboles tienen su dueño, es una de las leyes que en esta tierra todos conocemos y casi todos respetamos, pero también sé de buena tinta que a nadie le importa que un caminante recoja del suelo una ciruela claudia dulce y pequeña como una guinda y se la meta en la boca para reponer fuerzas, o que le hinque el diente a una pera de invierno que se ha soltado de la rama en busca de un paladar agradecido. Hacedlo, estáis perdonados.



El valle del Matayeguas es austero y sobrio, parece un valle de secano. Tiene huertas, frutales y nogueras, incluso chopos, pero están repartidos entre la tierra de labor, a salto de mata. En la orilla derecha hay una amplia mancha de pinos de reforestación que verdean el valle. Por la izquierda, un par de vaguadas recogen los acuíferos del llano y bajan el agua hasta el río. No son grandes torrenteras, pero alegran el paisaje que, en esta época empieza a amarillear jugando con los tonos marrones y ocres de árboles y laderas.



Pasear por la Alcarria en otoño es una cura de humildad, una buena manera de recuperar el sosiego y la cordura tras estas primeras semanas de estrés pos-vacacional. Cuando llevamos algo más de una hora andando vemos al fondo del valle el pueblo de Centenera, al que volveremos en otra ocasión. Es hora de beber agua a la sombra de las nogueras en la Fuente de Valdevilla, que baja por el barranco del Hoyo del Carro, donde hay otra fuente con el mismo nombre rodeada de pinos de repoblación, y regresar por el camino andado.







De vuelta, según nos acercamos a Lupiana, se divisa en lo alto de la ladera que protege el pueblo la torre del monasterio de San Bartolomé, que parece vigilar todo cuanto acontece bajo su campanario. Comprendemos ahora por qué se construyó en este lugar humilde y silencioso de la Alcarria uno de los conventos más importantes e influyente en la historia de nuestro país. Se cumple la máxima de que no hay ningún monasterio que no se haya alzado en un lugar privilegiado por la Naturaleza.






En dos horas y media largas hemos ido y hemos vuelto de nuestro paseo y, lo más importante, hemos “hecho hambre” como dicen por aquí. Es la hora de comer y de tomar el barco, perdón el coche, rumbo a Capri y disfrutar de una cocina de excepción, de un lujo al alcance de la mayoría, algo poco frecuente. Allá va un ejemplo: cuando llegas a un restaurante y quien te atiende se acuerda de lo que pediste la última vez, aunque hayan pasado varios meses, es que estás en el local adecuado. En Capri son así, profesionales.



Hace dos años que Dennis Krijt, un venezolano de origen holandés que cuando habla parece argentino, montó este local en Valdeluz. Entonces tuvo el acierto, el gran acierto, de contratar para su cocina a Cristina Ibeas. Cristina es una marchamalera apasionada por la gastronomía. Al terminar sus estudios se marchó a Cataluña, estuvo en Barcelona y en Rosas y aprendió de los mejores. Tuvo el privilegio de pasar por El Bulli, escuchar a Ferrán Adriá y compartir experiencias con él, trabajó en Casa Fuster y se benefició de un concepto de la hostelería más solidario y más apasionado que el que vivía aquí.


Cuando decidió volver se encontró con un panorama algo frustrante y dirigió sus pasos a otro sector hasta que apareció Dennis y se embarcó en Capri, un proyecto distinto basado en la calidad y la imaginación. La esencia de nuestra sacrosanta “tapa”, que no es otra que compartir experiencias en torno a una mesa o frente a una barra, es el alma de este local desenfadado y confortable donde uno puede leer junto a la cristalera, recostado en un cómodo sillón, o comer en una decena de mesas repartidas por el salón de diseño cálido.





En la pared hay una enorme pizarra donde se exponen las cartas de vino, cerveza y platos y donde se escribe y se borra diariamente la sección de sugerencias. Cada día dos o tres platos, según mercado, uno de cuchara, otro de pescado y un tercero de verdura o temporada. Los jueves cocido por 12 euros y de miércoles a viernes un menú por 10 euros. En la carta de mano pueden verse junto a la pasta y las pizzas caseras (interesante la llamada N-320), privilegios como el Hummus Tahini, la Burrata con Caponata y Pesto, Tagliata de ternera con rúcula, parmesano y mango, Piadina de pollo y salsa barbacoa, Souvlaki con Tzatziki y, por supuesto ensaladas, sopas, croquetas, tostas y calamares.





Como hoy va de ejemplos, allá va otro: dos cervezas Alhambra Aniversario (la joya verde) con un cuenco de hummus de aperitivo, dos copas de Somontano Pirineus, un cuenco de judías con oreja y butifarras variadas para dos (y para tres o cuatro), unas brochetas de cordero con cuscús, una porción de tarta de tres chocolates y una crema catalana de coco y fresas (¡de escándalo!), 34 euros. Creo que no hay más que decir. ¿Es un lujo o no es un lujo para esta ribera del Matayeguas? La verdad es que así da gusto andar y comer por la provincia de Guadalajara. Os lo recuerdo, Café Restaurante Capri, en Valdeluz: ¡Chapeau!

De regalo esta receta que nos deja Cristina, adaptación de un plato típico de la gastronomía griega pero con un toque propio en la elaboración del estofado de cordero. Un plato cargado de anécdotas y recuerdos, según nos cuenta Cristina, de un viaje inolvidable a Santorini. Es de elaboración larga pero merece la pena.







KLEFTIKO CON BRIAM, ARROZ PILAF y SU JUGO
Capri Café Mediterráneo     Cristina Ibeas


Carne de Ladrones      
                                                                                                      4 RACIONES
PARA EL ESTOFADO

1 pierna de cordero con dos golpes
Para el macerado: zumo de un limón, miel, ajo, sal
1 cebolla grande claveteada
1 cabeza de ajos
1 rama de canela
1 hoja de laurel
1 cucharada de mezcla de especias (que traje de Santorini)
1 vaso de vino blanco
1 chupito de brandy
1’5L de caldo de verduras
1 dl aceite de oliva


1.- Macerar la pierna 12h
2.- En una olla con tapa poner el aceite y la pierna embadurnada con las especias y marcar, introducir el resto de ingredientes y mojar con el vino y brandy, cuando evapore añadir el caldo. Tapar y cocer hasta q esté tierno y se despegue del hueso. Sacar del caldo. Enfriar. Deshuesar. Trocear en cubos. Reservar
3.-  Colar el caldo y reducir a 3/4  partes.
4.- Introducir la carne en el caldo y hervir durante 3 ó 4 minutos.

PARA EL BRIAM

Calabacin, berenjena, patata, pimiento, tomate, cebolla, okra, eneldo, laurel, pulpa de tomate, olivas de Kalamata, sal de mar, pimienta y aceite de oliva.

Cortar las verduras. Sofreir. Añadir la pulpa de tomate y rehogar 10 minutos. Olivas de Kalamata sin hueso.  Salpimentar.

PARA EL ARROZ PILAF

200g de arroz de grano largo, 400g de caldo de pollo, 50g de cebolla picada, 40g de aceite, 20g de mantequilla, bouquet garní, sal.

Rehogar la cebolla en la mantequilla y aceite, incorporar el arroz y bouquet, remover, mojar y terminar de secar en el horno. Enfriar.


KLEFTIKO CON BRIAM, ARROZ PILAF y SU JUGO

Ingredientes:
Estofado de Cordero (ver receta)
Briam (ver receta)
Arroz Pilaf (ver receta)
4 trocitos de kefalotiri (queso)
1 tomate en rodajas, especias de las cicladas, sal maldon y aceite de oliva virgen

Necesitamos:
4 Papeles de horno de 30x30cm
4 trocitos de hilo de bramante
4 platos de presentación
4 cuenquitos

Elaboración:
Colar el caldo del estofado.
Repartir en el centro de cada papel de horno es estofado, añadir una cucharada de briam, un trocito de kefalotiri y especias de las cicladas. Cerrar formando un saquito y atar con el hilo de bramante. Introducir en el horno precalentado a 200ºC durante 15 minutos.
Calentar el caldo y rectificar.
Presentar el Saco en el plato junto un cuenco de caldo, el arroz pilaf, unas rodajas de tomate aliñadas y un poco de bria.





Servir.
Abrir el Saco y Respirar todos los aromas de estas preciosas y hospitalarias islas, es un plato para disfrutarlo.
 A mi, personalmente me gusta acompañarlo de una copita de NYKTERI fresquito. ¡Que aproveche!                              




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