martes, 9 de diciembre de 2014

La Fuente de la Cueva, el manantial de los visigodos


El agua siempre atrae y sorprende. En nuestro anterior viaje a Albalate de Zorita José María Camarero nos habló de una fuente, ya ubicada en término de Zorita de los Canes, de la que se abastecían los visigodos asentados en la vecina Recópolis. Aunque tenían el río Tajo a sus pies, el agua que consumían bajaba  desde la Fuente de la Cueva, con buena lógica, y no subía desde el cauce del río. Transcurría durante varios kilómetros a través de una conducción ingeniosa y cuidada, hasta llegar a la ciudad fundada por Leovigildo.


La ruta de hoy va en busca del agua bendita de los visigodos, y en concreto de un salto de agua junto a una cueva donde, nos dicen, puede apreciarse el abundante caudal del arroyo. Cuenta José Camarero, historiador y conocedor de la historia de esta comarca, que en el valle hubo más de 20 molinos movidos por el mismo cauce, hasta que los calatravos obligaron a utilizar solamente dos. Cuestión de economía. Es decir, que el agua que brotaba del paraje conocido como El Noguerón, en las inmediaciones de Albalate de Zorita, hacía competencia al Tajo y con generosidad acababa entregándole sus aguas, nada despreciables.


El camino que tomamos, desde el mismo pueblo, parte en dirección a la vega por una pista amplia y confortable. Es un paseo abierto, ideal para recorrer en los días soleados de otoño e invierno. Los campos de olivo nos acompañarán durante todo el trayecto. Nos encontraremos dos cruces y tomaremos siempre el camino de la derecha, sin dejar la pista principal. Luego veremos otros dos cruces, y optaremos por la mano izquierda, no tiene pérdida, la pista manda.


Nada más salir del pueblo, un campo de cañaverales nos indica abundante agua en el subsuelo. Allí es donde nace el arroyo que parte hacia Recópolis. Nosotros seguimos nuestro camino. A lo lejos vemos la línea azul del Tajo, que por esta tierra pasa tranquilo, casi quieto y sin árboles en la ribera que impidan ver su cauce.


Cuando llevamos media hora andada, después de bajar una cuesta pronunciada, veremos una valla metálica y un letrero que nos indica la Fuente de la Cueva. Nos adentramos entre los olivos, que ahora son altos, casi andaluces gracias al regadío, y nos encontramos con una enorme cueva que parece pensada para rodar películas de tribus primitivas. Desde que dejamos el camino, el ruido del agua nos guía incluso mejor que la senda.



Junto a la cueva hay unos bancales de huerta y olivos, perfectamente trazados con muretes de piedra y detrás un salto de agua de varios metros que sorprende por su fuerza y su caudal. Ahora entendemos lo de los 20 molinos. Han pasado casi dos milenios desde que los visigodos aprovecharon este manantial y sigue intacto.



En las inmediaciones de la cueva, José Camarero nos descubre otra cueva más pequeña con una silla labrada en su exterior, desde la que sus antepasados vigilaban la vega. Algo más allá, de regreso hacia el camino están los restos de uno de los molinos, el que se conoce como “El de papel” y más allá aún, la pista por la que seguimos rumbo a Recópolis.



Antes de llegar a la ciudad visigoda nos detenemos en el margen derecho para ver los restos del viejo acueducto, que salvaba los desniveles del suelo para llevar el agua a su destino y la cantera donde se cogieron las piedras para hacer los sillares de la vieja ciudad, hoy convertida en una de las excavaciones visitables más interesantes de Castilla La Mancha. 



Aquí termina nuestra ruta, en el centro de interpretación de Recópolis. Hemos andado algo más de una hora y cuarto. Si no hemos dejado coche para volver, retomaremos el camino andado hasta Albalate de nuevo. De regreso, hemos aprovechado para escuchar de boca de nuestro cicerone la gran acogida social que han tenido los actos organizados con motivo del V Centenario del hallazgo de la Santa Cruz de Albalate de Zorita, una reliquia hermosa, de amplia historia que es la pieza central de una exposición que puede verse en el Museo Diocesano de Sigüenza hasta finales de año.



Nos hemos merecido un buen almuerzo. Os voy a dar otra grata sorpresa. Coged el coche y dirigíos a Nueva Sierra, la que dicen es la urbanización más grande de España, más de 100 kilómetros de calles. En la entrada habrá un control, decimos que vamos al “Rincón de la Espe”. No tiene pérdida, está en la calle central de la urbanización. Es un lugar especial, que no deja indiferente a nadie.





 Está atendido por Marco y Alberto, dos anfitriones de primera. Alberto y Espe, la madre de Marco, se encargan de la cocina. Es una cocina diferente, con toques orientales que van acordes con el ambiente, pero sin perder de vista los platos tradicionales. Su apuesta es un menú de 15 euros, en el que se incluye de todo: un buen vino, un aperitivo y un “prepostre “, un detalle de originalidad.




Para que os hagáis una idea: una deliciosa copa de caldo de cocido y un pequeño cuenco de pisto de aperitivo; sopa mallorquina de repollo y sobrasada digna del mejor chef, de primer plato. Un pollito picantón asado, casi crujiente acompañado de melocotón, granada y pera,  con su salsa, de segundo. De “prepostre” un bocado de queso con membrillo y un “Esperancito”, la versión alcarreña de los “Miguelitos” de La Roda, de postre,  todo ello casero y delicioso. Un menú original, distinto, que varía todos los días. Abre sólo los fines de semana y festivos, con lo cual no hay excusa para no acercarse a disfrutar. Os aseguro que merece la pena.

martes, 2 de diciembre de 2014

Brihuega, una balada de otoño


“Serpeando entre álamos, por un estrecho vallejo, el Tajuña abandona Villaviciosa y se dispone a bañar los pies de una de las ciudades más atractivas y con más rancio abolengo de toda Castilla. Situada en el corazón de la Alcarria Alta, es uno de esos pueblos por los que ha pasado la historia dejando profunda huella. Una necrópolis celtibérica excavada a comienzos de siglo, en el llamado "arroyo de la villa", junto al río, dejó constancia de que cinco siglos antes de nuestra Era, ya era una aldea próspera.


Pero fue la Edad Media, con sus trajines y avatares, quien corrió su fama por toda Castilla. Alfonso VI vivió en la vega del Tajuña antes de ser elevado al trono. El rey moro Al-Mamún entregó la zona para que el cristiano la habitara en compañía de los nobles que, junto a él, huyeron de Sancho de León, su cruel hermano. Allí permaneció nueve meses en el castillo de Peña Bermeja, cuyos restos aún se conservan, y de allí partió para iniciar una de las campañas más victoriosas de la Reconquista, tomando Guadalajara, Madrid, Toledo y Talavera (…)”.


Me he citado a mí mismo, reproduciendo un texto escrito hace ya bastantes años, para dejar constancia de que la ruta que propongo está cargada de historia. Hoy entraremos en Brihuega, sin duda uno de los pueblos más interesanes de toda la provincia. Se llega en menos de media hora desde Guadalajara y tiene la ventaja de que el desvío de la carretera, desde la A2, obliga a pasar por Torija con lo que la visita puede verse enriquecida con la entrada a la plaza y al castillo, hoy convertido en el centro de interpretación turística de la provincia de Guadalajara (CITUG).



Insisto, Brihuega rezuma historia. Conserva buena parte de su muralla; un castillo convertido en cementerio, una “necrojoya”; dos iglesias románicas; un puñado de buenos restaurantes; una vega fértil y fresca, la del río Tajuña; una plaza, con un convento transformado en museo de miniaturas, y una Escuela de Gramáticos en cuya casa vivió hasta hace poco Manu Leguineche, a quien está dedicada la plaza. Si Cela descubrió La Alcarria al mundo, Leguineche la dotó de alma en su libro “La felicidad de la tierra”, que evoca la esencia del paisaje y del paisanaje alcarreños: “El sendero, la ermita, la anchurosa Alcarria, el tañido de una campana, el torreón hecho jirones, el chopo, el cantueso, el espliego, el tomillo, los crestones, los cenicientos, la oliva y la encina, las plazuelas sosegadas, la paramera sobrevolada por el águila, el arroyo, el ábside, las gachas y las migas de pastor….”. Así sentía Manu la Alcarria. ¡Larga vida al maestro!



Pero echemos a andar. Los rincones cargados de arte nos salen al encuentro a cada paso que damos. Con sólo entrar en Brihuega, el visitante puede ver parte de una vieja muralla y una preciosa puerta conocida como de "La Cadena". Frente a ella, una espaciosa plaza, antigua era de pan trillar, conocida como "Las Eras del agua" o Parque de María Cristina, lugar ideal para superar las peores horas del caluroso verano y sentir el otoño en toda su esencia. Gigantescos álamos y una fuente con dos abundantes caños componen una tenue balada que acompaña al silencio en esta época del año.
Muy cerca, calle Mayor abajo, allá por el  siglo XIII, y en un estilo románico de transición, se levantó una hermosa iglesia bajo la advocación de San Felipe nada más superar la muralla. Todavía sigue en pie. La simetría de sus formas y su interior medieval, con tres naves separadas por columnas decoradas y una capilla semicircular con cinco ventanales y una cúpula, hacen de esta iglesia uno de los más puros ejemplos del románico en nuestra provincia.



Detrás de San Felipe se encuentra la Real Fábrica de Paños y junto a sus restos unos jardines románticos construidos a imitación del barroco versallesco. La fábrica textil es del siglo XVIII y posee una curiosa forma circular. De sus jardines dijo Cela "es un jardín romántico, un jardín para morir en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia".



En la parte baja del pueblo se encuentra la plaza del Coso, con hechuras del medievo, donde destacan la fachada de la antigua cárcel, hoy transformada en Biblioteca para bien de todos, y los caños de dos fuentes que flanquean el camino hacia la parte alta del municipio.
Calle abajo están el castillo, hoy cementerio, la iglesia de Santa María, joya románica del siglo XIII que alberga la imagen de la patrona de la villa, la Virgen de la Peña, la escuela de gramáticos, donde vivió Manu Leguineche, la fuente de los doce caños, el arco de Cozagón, el antiguo convento de San José, la iglesia de San Juan... y mucho más.



Brihuega reúne uno de los patrimonios artísticos más ricos de Guadalajara, enmarcado todo él en un pueblo donde el paseo es una delicia, y más en otoño. Pasear por la inmediaciones del castillo o de Santa María en estos días, con las hojas de los árboles alfombrando nuestros pies, es como bucear sin reparo alguno por los versos de Bécquer o Espronceda.




Y, tras el paseo, un ramillete de buenos restaurantes que no defraudan. Cito algunos:  Princesa Elima, Quiñoneros, El Tolmo, Peña Bermeja y El Torreón. Cada uno en su estilo pero todos con algo distinto que ofrecer, sin abandonar la esencia de la comida castellana basada en la buena carne y los productos de temporada… como la ruta que os propongo, muy de temporada.

martes, 25 de noviembre de 2014

Tejera Negra, la paleta del pintor


Procuro huir en este blog de las rutas archiconocidas y masificadas. Me propuse desde el principio poner el ojo y la tecla en esos rincones menos transitados y conocidos de nuestra provincia. Sin embargo, creo que sería un pecado imperdonable no rendir un último homenaje al otoño del hayedo de Tejera Negra. Hasta el día 21 de diciembre no empieza el invierno, pero el esplendor de este paraíso natural está llegando a su fin, apenas le quedan diez días. Después, la hoja se cae y hasta el próximo año no podremos volver a disfrutar de uno de los espectáculos otoñales más impresionante de la sierra.


El hayedo está en el término municipal de Cantalojas, a una hora y cuarto de Guadalajara. Cantalojas es un pueblo ganadero y setero que en estos meses recibe la visita de media provincia. La fiebre del hongo y el reclamo del cambio de color de la hoja en el hayedo, le convierten en un lugar de culto para los amantes de las escapadas del fin de semana.


El aparcamiento del hayedo se encuentra a 10 kilómetros del pueblo y a 8 del control de acceso al Parque. La carretera sale desde la parte alta, justo en la puerta de un restaurante en el que nos detendremos a la vuelta. En esta época conviene pedir cita por internet antes de acercarse. El Parque tiene el acceso limitado y nos podemos encontrar con la sorpresa de que no poder pasar el coche hasta el aparcamiento y tener que andar 8 kilómetros hasta llegar al pie del hayedo, donde nos espera una ruta corta de unos 6 kilómetros, y otra más larga de más del doble, va en gustos. Hoy nos quedamos con la corta.



El hayedo de Tejera Negra y el de Montejo, ya en la provincia de Madrid, son los más septentrionales de Europa. Está delimitado por los río Lillas y Zarzas, que nacen en el valle glaciar de La Buitrera, y a ellos se unen multitud de arroyos que alegran el paseo por un bosque que bien pudiera ser centroeuropeo. El microclima de la zona y su aislamiento han hecho posible que sobrevivan las hayas, que llegaron aquí hace miles de años, cuando el clima era más frío,  y que se acompañen de una enorme variedad de especies protegidas como el tejo, el acebo o el abedul, además de los más comunes robles, serbales, mostajos, avellanos o pinos.



En pocos metros podemos disfrutar de una variedad de hojas, troncos y copas que cuando llega el otoño cambian de color y convierten el paisaje en una paleta de pintor. Basta con asomarse a uno de los múltiples miradores que nos permite el recorrido, para observar, en la distancia, el estallido de tonos, de tinturas diferentes que se acentúan con el reflejo de los rayos de sol.



Durante el recorrido por el hayedo de tejera Negra nos encontramos, en su estrado más puro, hayas centenarias, algunas con más de 300 años, compartiendo espacio con otras más jóvenes y con pinos, esenciales para crear suelo y con su sombra favorecer el desarrollo de estos misteriosos árboles de tronco plateado. Donde hay un haya, siempre habrá un pino cerca.



Las ruta que se propone en los letreros que acompañan nuestro recorrido por el parque es bastante cómoda, aunque tiene un tramo de aproximadamente media hora de ascenso al Cerro Peñote, con algo más de dificultad, pero perfectamente superable.



No es fácil trasladar con palabras las emociones visuales y sonoras que forman las hojas rojizas, ocres, malvas y amarillentas de las diferentes especies, con  el sonido del agua de los arroyos y el resplandor de la luz, al abrirse paso entre las nubes. Tampoco es fácil trasladar la sensación de andar por un camino de hojas humedecidas por la lluvia y el rocío, que al trasluz forman una alfombra púrpura y dorada que nos convierte, por dos horas, en estrellas de un espectáculo que parece no tener fin. No es sencillo hablar del hayedo, ni siquiera es justo verlo en imágenes, porque la realidad supera, con una diferencia abismal, la magia de lo virtual. Me callo, no sigo más. Id a verlo, todavía estáis a tiempo.





Al regresar, ya sabéis, una parada en el Hostal Restaurante El Hayedo y a disfrutar del calorcillo de una agradable chimenea, de unas buenas patatas con níscalos,  de unas setas de cardo a la plancha, un salteado de boletus y de algo de carne, da igual la variedad que elijáis, es de primera calidad, de la que pasta por estos valles y apenas huele el pienso. El local suele estar lleno, llamad antes si queréis sentiros a gusto. Volveréis.