martes, 14 de octubre de 2014

Las cárcavas del Arroyo de la Lastra

Ya he contado alguna vez mi debilidad por los pueblos rayanos, siempre esconden alguna sorpresa. Las fronteras artificiales que ha ido trazando el hombre a su capricho, casi siempre tienen un río, un valle o una montaña que les sirven de excusa y las dotan de sentido. Ahí reside su interés. La semana pasada estuvimos en la raya que separa las provincias de Guadalajara y Cuenca, hoy nos iremos a la frontera con Madrid.


Hacía tiempo que planeaba acercarme hasta el Pontón de la Oliva. Su lúgubre y estúpida historia, una presa construida con el esfuerzo de cientos de presidiarios a mediados del siglo XIX, que nunca sirvió para nada, ha sido siempre un inquietante reclamo. Llegar hasta allí es sencillo, basta tomar la carretera que desde la capital y pasando por Marchamalo, Usanos y Fuentelahiguera lleva a El Cubillo y desde allí a Uceda. Atravesamos este histórico pueblo, al que volveremos, y la carretera nos dará de bruces con la ladera de la montaña por donde discurren las viejas y enormes tuberías del Canal de Isabel II, jalonadas de sifones de piedra. La carretera muere en un cruce que nos obliga a tomar otra carretera, esta vez lo haremos hacia la derecha. Apenas unos dos kilómetros después un indicador nos señala al Pontón de la Oliva. Al pie del viejo muro, junto al río Lozoya, dejamos el coche.



Resulta imposible imaginar que semejante mole de piedra se pudo haber construido alguna vez a golpe a de pico, pala y barreno. Un entramado de escaleras, muros, tuberías y casetas con más de 150 años de vida, otorgan al conjunto un cierto atractivo monumental. Colgando de las piedras vemos algunas argollas, símbolos de la dramática historia de este lugar.



En un pequeño rincón, una cruz y dos inscripciones recuerdan a las decenas de presos que perdieron la vida en su construcción. Muertes inútiles, porque los fallos técnicos de la presa y sus abundantes filtraciones de agua la hicieron inservible al poco de nacer. Recorred el paraje, asomaos al otro lado del dique e imaginad el entorno poblado de presos encadenados, golpeando la piedra, y a sus guardianes armados, atentos, vigilando sus pasos. El Pontón de la Oliva desprende tristeza y más si el día está gris y amenaza lluvia.



Por eso, antes de que nos arrastre la melancolía debemos echar a andar rumbo a la sorpresa que nos aguarda tras los cerros que rodean la presa. Justo donde hemos dejado el coche, una vieja carretera asciende por una ladera donde enseguida vemos almendros y olivares. Tomémosla, por supuesto a pie, veremos que dos líneas, una roja y otra blanca, nos indican que caminamos por un GR, una ruta de Gran Recorrido. Es el GR-10 que debemos seguir, abandonando la carretera antes de que gire hacia la izquierda. La señal se ve bien. El camino sale a la derecha y se introduce en medio de un olivar.



Echad la vista atrás, concretamente a la derecha, y veréis el espectacular valle que se abre a nuestra espalda: Patones, Uceda, Torrelaguna y una enorme hilera de chopos que ya abandonan su color verde y pintan de amarillo el horizonte. Merece la pena.
Apenas llevamos un par de minutos andando por el camino, entre los olivos ya plagados de aceituna, cuando otro camino se nos abre a la derecha. Ahora, las indicaciones roja y blanca forman un aspa, eso quiere decir que si tomamos ese camino abandonamos el GR-10, y es precisamente lo que debemos hacer para bajar al arroyo de la Lastra y por él llegar hasta las Cárcavas de Alpedrete de la Sierra.




Una vez en el arroyo, que apenas lleva agua, tomaremos la rambla, el cauce de la torrentera que  se  adentra en la montaña. No tiene pérdida, basta con seguir la arena y los cantos rodados que han formado los arrastres. Éste será nuestro camino. No es cómodo, y menos aún si ha llovido, pero nos conduce al pie de las columnas y paredes caprichosas que han formado, a lo largo de los siglos, la erosión de la tierra arcillosa y rojiza que con la lluvia parece que sangra.




Con un poco de imaginación podemos ver en estas construcciones naturales, formadas por el agua y el tiempo, al precursor de las torres góticas de nuestras catedrales que inspiraron los caprichos del sorprendente Gaudí. Todo cabe en este singular paraje, al que habremos llegado caminando durante una hora aproximadamente, algo menos. Es algo costoso e incómodo, sobre todo si el suelo está blando. Quien prefiera contemplar el espectáculo desde arriba, en lugar de tomar la rambla debe ascender por un sendero a la loma de la montaña y seguir de frente, hasta encontrarse con las cárcavas, no tiene pérdida. Se mire por donde se mire, el espectáculo bien merece el esfuerzo.



Recuperado el aliento, es hora de regresar por donde hemos venido y de pararnos en la terraza de la Chopera, al pie del Portón. Abre todos los fines de semana y en verano todos los días. En invierno enciende una buena chimenea. Más que aceptable su carne a la brasa, si se quiere comer, y unas patas con mojo picón ideales para reponer fuerzas. Otra opción es volver a Uceda, recorrer las calles y hacer dos visitas obligadas, una al cementerio, antigua iglesia románica de la Virgen de la Lastra y otra a la iglesia parroquial. ¿Para comer?: Antigua Casa Pepe o Restaurante Veracruz, no hay más oferta. En estas páginas, tiempo habrá de volver a Uceda y detenernos en sus caminos históricos.




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