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miércoles, 17 de junio de 2015

Por el barranco de Borbocid hasta el Alto del Portillo


La Sierra Pela, que en otro tiempo se llamó Sierra de Miedes, esconde algunos rincones únicos. Entre los más hermosos está la laguna de Somolinos. Hoy regresamos de nuevo a este humedal para ascender al Alto del Portillo en una ruta circular. Una ruta que nos llevará poco más de dos horas de caminata y que nos tiene reservadas varias sorpresas.



Somolinos es un pueblo serrano y pequeño. En invierno apenas viven una decena de personas. En verano, con las flores y el verdor de los campos, regresan los jubilados con los nietos y vuelven las risas, las voces y las bicicletas.



De la parte alta del pueblo sale un camino asfaltado que se aleja y asciende paralelo a la carretera y al río Bornova. El camino muere en un complejo rural que se llama Molingordo,  que en tiempos fue una fábrica de papel y después un molino de moler cereal.  Aunque no lo parezca, Somolinos siempre fue un pueblo industrial, o al menos con industria. Allí hubo fábrica de harinas, de sillas, de luz e incluso una mina de plata de la que todavía queda en pie la chimenea de uno de sus respiraderos, en la ladera de las montañas que rodean la laguna.



Con el tiempo, toda la actividad fue despareciendo y a los vecinos no les quedó otra salida que la emigración. Los hombres y mujeres se fueron y allí se quedaron la laguna, fresca y limpia, y los vestigios de una vida que fue y ya no es.
En la laguna de Somolinos se ven pescadores, pájaros de todos los colores, una flora de ribera variada y pintona en la primavera y algunos peces asomándose a la superficie para comer mosquitos. Los carteles que bordean la orilla dicen que hay nutrias, pero nadie las ha visto nunca.



El camino que rodea la gran charca nos acerca a los cerros y nos permite ver los caprichos que el viento y el agua han esculpido en las rocas calizas. Sobre ellas, un águila observa la jugada y espera su momento. Lo tendrá, seguro que lo tendrá.
Al dejar al laguna hay un pequeño complejo recreativo con barbacoa y mesas de piedra y, poco más allá, un cartel que nos indica el manadero, o lo que es lo mismo, el punto exacto donde nace el río Bornova: un vómito de agua entre unas piedras al pie de un barranco, que sirve de sendero sin pérdida hasta el Alto del Portillo.



El barranco se llama Borbocid y dicen que fue utilizado por Rodrigo Díaz y sus huestes para cruzar desde tierras sorianas hasta Valencia. No lo creo. En algunos tramos es tan angosto que cuesta trabajo imaginar que haya servido de paso obligado a la comitiva del Cid, si es que alguna vez la hubo.
No conocía este barranco y he de reconocer que me ha sorprendido. 



Las filigranas de la piedra, la dificultad con la que la senda se abre camino entre los bloques grisáceos de lo que fue un cauce caudaloso y hoy apenas es un arroyuelo, hacen que el caminante se sienta protegido. Apenas sin darnos cuenta, ascendemos hasta los casi 1.400 metros de la cima del Altillo, donde Soria y Guadalajara se rozan y desde donde puede verse la serena altivez de los cerros de la Sierra Pela.




Para bajar hay que tomar el mismo camino y pasar de nuevo junto a la fuente de las Canalejas, que nos refrescó el gaznate durante el ascenso suave y sereno. Para comer, el sitio más cercano hacia el oeste  es Campisábalos, ya hablamos en su día de este interesante restaurante serrano. Hacia el este, Atienza, con una variada oferta. Os confieso que yo me marché algo más lejos, hasta Hiendelaencina, donde tenía una asignatura pendiente con Savory.

martes, 2 de junio de 2015

Aguilar de Anguita, un dolmen, un puente y un restaurante



Os voy a ser sincero. La ruta de hoy era la excusa perfecta para ir a comer a Casa Juan, en Aguilar de Anguita. Debería llamarse “Casa de Ángel, Lucía y de sus tres hijos”. Ellos son el alma de este restaurante donde todos arriman el hombro. Cada uno tiene su especialidad a la hora de cocinar y son conscientes de que los platos se enriquecen con el tiempo, el boca a boca y las aportaciones de los comensales, lo que podríamos llamar una cocina social de autor. Pero antes de comer, echemos a andar.



Aguilar de Anguita tiene algunos reclamos de interés: la ermita de la Virgen del Robusto, un dolmen de la Edad del Bronce, unas antiguas salinas, un puente romano y, si se tienen muchas  ganas de andar, el paraje de La Cerca y la necrópolis del Altillo, donde aparecieron en su día más de 5.000 enterramientos de la Edad del Hierro, algunos con su ajuar. En ambos parajes, apenas quedan visibles los restos de muralla y algunas piedras.



La ruta la comenzamos al pie del restaurante, a donde regresaremos, y la seguimos carretera abajo en dirección a Maranchón. Tomaremos el primer camino que sale a mano izquierda. Es una pista que nos lleva directa a la ermita y que no dejaremos hasta bien pasado el dolmen. La ruta no está señalizada pero tiene carteles explicativos de los diferentes hitos, y no tiene pérdida.



Una recomendación para este tiempo: la sombra hay que llevársela puesta y el agua también. Eso sí, al llegar a la ermita podremos descansar junto a sus muros y contemplar el ancho valle que se extiende ante nosotros. Una vega flanqueada por una cresta partida, en cuya mitad se encuentran el pueblo de Aguilar y la carretera. Un paisaje medieval inalterado.




El interior de la ermita no puede verse, así que regresaremos a la pista y continuaremos con la mirada puesta en el lado izquierdo, donde veremos un cartel, en medio de una finca de labor, que nos indica la ubicación del dolmen.



Gracias al texto escrito entendemos el sentido y la importancia que tienen estas piedras esparcidas por el suelo en forma de tumba desproporcionada. Bajo una capa de tierra y una lona se encuentran las tumbas, ya vacías, de los habitantes de estas tierras hace 4.000 años.



La pista sigue, y aunque el calor aprieta, de vez en cuando se levanta una agradable brisa que azota los matorrales y nos refresca la piel. Bajo un arbusto vemos salir como un rayo a una corza. Al acercarnos, el “corcino”, de apenas un día de vida,  permanece inmóvil y asustado. La madre llama nuestra atención para que nos alejemos. Las sorpresas que siempre nos tiene guardadas la generosa naturaleza. El milagro de la maternidad y la vida.



Cuando al camino se corta por otro camino procedente del lado izquierdo, giramos a la derecha, en dirección a la carretera. Caminamos durante 15 minutos paralelos al camino que llevábamos, pero en sentido contrario. Pronto nos encontramos con las antiguas salinas, hoy en desuso, pero que en tiempos tuvieron su importancia. La sal fue durante siglos moneda de cambio y riqueza asegurada. Su presencia dice mucho de la vida y de la actividad económica que hubo por estas tierras.



Ya hemos visto tres de los hitos que íbamos buscando. Para ver el cuarto debemos continuar el camino, cruzar la carretera y nada más pasar una agradable chopera, que nos da un remanso de sombra que ya necesitábamos, veremos otro cartel que señala la leyenda del puente romano.
Es un puente pequeño sobre un arroyo, el del Prado, que refresca la vega. De la época romana solo conserva las bases, el resto es medieval pero puede verse su estructura sencilla, útil y duradera. Le cruza lo que fuera una calzada romana que tomaremos ya en dirección al pueblo. Han pasado dos horas y media y hay que refrescarse. La Cerca y la necrópolis se quedarán para otra ocasión.




En Casa Juan hay un porche con sombra y un ambiente agradable. Es la hora del vermú y los vecinos del pueblo charlan. El restaurante es conocido en toda la comarca y se llena rápidamente. En esta tierra sabemos distinguir lo bueno. Nos tomamos unas patatas ali oli con carácter y una cerveza. Después, un morteruelo con su toque de canela y pimiento, unos garbanzos con rabo de toro y una lengua de cerdo escabechado. De postre tarta de galletas y un café, pero café, café, de primera. Eso comimos nosotros pero los que conocen el sitio hablan y no paran de la práctica totalidad de los platos. ¡Con deciros que mi admirado Sánchez de Sigüenza, el del restaurante de la Alameda, en sus días libres se acerca a comer a Aguilar de Anguita! Con eso os digo todo. ¡Salud!


martes, 26 de mayo de 2015

El Molino de Majaelrayo



La Arquitectura Negra es un ejemplo del trabajo bien hecho en la señalización de rutas turísticas. Las posibilidades son inmensas y abarcan desde el trayecto en coche o bicicleta, a la vía de senderismo. Los indicadores son numerosos y estratégicamente están bien colocados. Las probabilidades de perderse son muy escasas.



Tenía ganas de acercarme a las faldas del Ocejón y comprobar si la flor de nieve de los campos de jara empezaba a apuntar. Apunta y para el Corpus (4 de junio) como es tradición, volverá a nevar en la Sierra Negra. El negro y el blanco, el bien y el mal, el día y la noche… los contrastes me han llamado siempre la atención, son la esencia de la vida.





Comenzaremos el trayecto a pie en Robleluengo. Hasta allí llegaremos por la carretera que sale a mano izquierda, entre Campillo de Ranas y Majaelrayo. Dejaremos el coche junto a la iglesia y, a pie,  haremos caso al primer indicador, un monolito que nos señala el camino.



Los Pueblos Negros tienen un aire medieval y un poso triste durante buena parte del año. En primavera no. Entonces, las flores se apoderan de los campos, de los jardines, los balcones y las plazuelas; la hiedra se extiende por las fachadas y empiezan a escucharse las primeras voces en las calles, que rompen con el silencio del invierno. Sale el sol y el valle despierta del letargo ofreciendo lo mejor de un paisaje único.


Es ahora el momento de pasear por una de las numerosas rutas y llenarse los pulmones de aromas y sensaciones. El camino que conduce al viejo molino que abastecía a Majaelrayo es una gozada. Cada metro cuadrado de los prados en las laderas tiene una tonalidad diferente. Sobre el verde tupido, del que solo dan cuenta algunas vacas de vez en cuando, se van dibujando las flores más variadas. Mires hacia dónde mires, todo es de color. No tengáis miedo al sol, los robles se encargan de que no falte la sombra.


En menos de media hora iniciamos el descenso hacia el arroyo de La Matilla, generoso afluente del río Jarama, El Jaramilla le dicen por estas tierras. La vegetación cambia de aspecto y la humedad da paso a los árboles de ribera. Chopos, fresnos, alisos, retamas… El río baja bien escoltado pero sigue siendo accesible, más que algunos políticos.




Del viejo molino de Majaelrayo apenas quedan las cuatro paredes y el rastro del caz. Unos metros aguas arriba, una pequeña cascada salva el desnivel y anima el paisaje. Detrás se ve la carretera que conduce a Majaelrayo. La tomaremos en esa dirección, a nuestra derecha, serán solo unos minutos, e iniciaremos una subida que casi al coronar tiene marcado, con un poste de madera, el camino que debemos tomar para volver de nuevo al pueblo.


El descenso se hace por uno de los robledales más hermosos de la provincia, una sombra eterna que, de vez en cuando, clarea para dejarnos ver la Sierra de Ayllón a nuestra derecha. Dos horas y media después de haber dado el primer paso estaremos de nuevo delante de la pequeña y coqueta iglesia de Robleluengo.




Y como estoy seguro de que el paseo ha merecido la pena, hay que celebrarlo. Para comer, os recomiendo el restaurante Los Manzanos, en Campillejo. Para llegar cogeremos el coche y de regreso nos paramos en este pueblo que ya vimos al llegar. Es un restaurante muy bien acondicionado, con una terraza ideal para el verano y con buena carne. El asado es de encargo y en la carta tenemos setas, revueltos y  verdura según la temporada. Preguntar por el menú. Nosotros comimos unas albóndigas en salsa, de primera, dignas no ya de una madre, sino de una abuela. Los postres todos caseros y exquisitos. El flan de queso casi me hace llorar. Buen día.

martes, 5 de mayo de 2015

Viaje al centro de la Tierra



La de hoy es una ruta singular y mixta. Singular porque una parte de su recorrido transcurre bajo tierra. Mixta porque para completarla es necesario coger el coche entre paseo y paseo. Nos vamos a acercar hoy a Villanueva de Alcorón. Allí recorreremos su dehesa y visitaremos una de sus simas. Y digo una, porque en el entorno, verdadero paraíso para los espeleólogos, hay contabilizadas unas 60 cavidades que se adentran en las profundidades de la tierra.



Villanueva de Alcorón se encuentra a una hora de distancia en coche desde Guadalajara. Se puede ir por Trillo o por Alcocer. Yo recomiendo este segundo itinerario porque es más corto. Antes de llegar a Villanueva, entre el kilómetro 41 y 42 de la carretera CM2015 hay que detener el coche y parar junto a unas lagunas que  tenemos a nuestra derecha.



Aquí comenzaremos nuestra ruta. Tras dar una vuelta alrededor de las lagunas, seguiremos un sendero perfectamente señalizado que nos adentra en la dehesa. En las charcas vemos una gran variedad de aves acuáticas que armonizan su deslizamiento sobre el agua con delicados movimientos, al compás del monótono croar de las ranas. Es una original réplica del lago de los cisnes. Estas lagunas se formaron hace años de manera natural, pero con la ayuda del hombre, que profundizó en este paraje en busca de caolín, se encontró un permanente chorro de agua.



El sendero es circular y llano. En su primer tramo coincide con el camino que lleva a un viejo vivero forestal. Junto a las lagunas encontramos un pozo singular, en forma de bóveda, conocido como el Pozo del Soto. El paseo se adentra luego en un bosque mixto de pino albar y quejigo. Es un paseo hermoso, tranquilo, muy relajante, en el que se van combinando el bosque y la paramera de manera armónica.




Completar el círculo nos llevará una hora y media aproximadamente, aunque siempre queda la posibilidad de volver sobre nuestros pasos si estamos cansados. No hay fuentes, aunque si pueden verse abrevaderos para animales y numerosas charcas naturales. De regreso a las lagunas tomaremos el coche y la carretera, pasaremos de largo el pueblo de Villanueva de Alcorón, que recomiendo visitar a la vuelta, y a unos 4,5 kilómetros en dirección a Peñalén, a mano izquierda, un monolito de piedra nos avisa de que cojamos el camino si queremos ir a la sima.



Nada más entrar en el pinar vemos un refugio y un recinto vallado pero accesible que nos señaliza la entrada de la cueva. Un consejo: antes de adentrarnos a los infiernos, coger una linterna y abrigaros. A Pedro Botero se le ha apagado la hoguera y no tiene intención de volver a encenderla.





Esta sima es la única que está adaptada para la visita, el resto están reservadas para expertos. Una escalera nos baja a una primera sala circular de 22 metros de diámetro y 15 metros de altura. Nada más entrar, impresiona el cambio de temperatura y la agresión que el agua ha producido en la roca durante siglos de insistencia. Otras escaleras, encajadas entre las rocas caídas del techo, nos conducen hasta los 62 metros de profundidad donde una pequeña represa recoge el agua helada  que cae de una cascada.




Abajo no hay luz, sólo silencio y el ruido de las gotas de agua que golpean la piedra. El resto lo iremos adivinando a medida que movamos el haz de la linterna. Los diferentes colores con los que los metales que transporta el agua han ido impregnando la roca, forman parte del espectáculo. Y ahora toca subir. Tomarlo con paciencia y con las necesarias paradas, que nos servirán para observar en toda su magnitud esta filigrana de la naturaleza. ¿Para comer? En el bar La Pilarica de Villanueva dan platos combinados y bocadillos. En Poveda y en Zaorejas hay restaurantes de comida casera, sencilla pero con buena materia prima.