Pocos lugares han despertado tanta atracción en el pasado
como Zorita de los Canes y su entorno. Los restos encontrados en estas márgenes
del Tajo medio se remontan a miles de años y a nadie sorprende esta estrecha
relación entre el hombre y este rincón de la Alcarria, porque aún hoy, tras el
paso de la mano devoradora del ser humano, la belleza de este privilegiado
balcón que mira al río Tajo crea adicción.
Hoy os propongo que os acerquéis hasta este pueblo pequeño,
pero intenso en cuanto a sorpresas, y que disfrutéis de sus restos
arqueológicos, dentro y fuera del municipio, y de su entorno natural. Está a poco
más de una hora y cuarto de Madrid y a 45 minutos de Guadalajara.
Al llegar, lo primero que debéis hacer es aparcar el coche a
la sombra, junto al río, al lado de un edificio de piedra donde pone
Restaurante Zorita en una placa, Restaurante Los Canes en otra y que en verdad se
llama Abuela Maravillas. Aquí, más adelante, os invitaré a degustar unos
memorables platos, pagaréis vosotros, claro, pero no os arrepentiréis, no
adelantemos acontecimientos.
En ese punto, extramuros de la fortificada Zorita, veréis
que hay una zona de recreo junto al río y un cartel explicativo que os indica
una ruta que, con un recorrido de ida y vuelta de apenas 3 kilómetros, conduce
hasta los yacimientos de Recópolis. Se puede ir en coche, pero yo aconsejo que
lo hagáis andando para disfrutar de la ribera del Tajo, de su fauna, su flora y
su frescor. También podéis visitar primero el pueblo y su castillo y luego ir a
Recópolis, pero es mejor que lo hagáis a la inversa, más que nada por seguir
un itinerario cronológico. En cualquier caso, los paneles explicativos son
muchos, claros y enriquecedores, deteneos a leer siempre que veáis uno.
Es una gozada seguir el curso del río, e incluso bañarse en
él en este espacio, junto al pueblo, habilitado para ello con total seguridad.
Las aguas bajan tranquilas y claras y los patos, acostumbrados, acompañan al
bañista en su travesía. Caminar a la orilla del Tajo “en soledad amena”, que
diría el poeta, es una gozada. Pero mayor aún es ver su silueta entre azul y
verde retorcerse entre las tierras de labor, desde el alto del yacimiento y su
Centro de Interpretación.
El edificio es moderno y por fuera está perfectamente
encajado en el entorno. Al pasar a su interior me sucedió algo que nunca me
había ocurrido. Un señor alardeaba de que después de varios meses cerrado, el
Centro se había abierto gracias a él y que se había recogido la noticia en todos
los periódicos. Estuve a punto de abrazarle y de darle las gracias por tan
generosa aportación a la sociedad. Pensé, mantener abierto este centro le debe
costar mucho dinero a este señor y es de agradecer que haya gente que dé lo que
tiene de manera tan altruista. Menos mal que no lo hice, porque acto seguido me
enteré de que la apertura no se debía a su generosidad sino que se financiaba
con dinero público, de varias instituciones regionales, provinciales y del
propio Ayuntamiento de Zorita, vamos que lo pagábamos entre todos. Este señor
era el alcalde de Zorita y enseguida me di cuenta, por su forma de hablar, de
que la democracia le había pillado mayor y a desmano, algo que me ratificó con
su comportamiento poco después. Tras saludar cariñosamente a una visitante, a
la que conocía con anterioridad, e intercambiar una tranquila conversación,
empezó a subir el tono de voz de manera inusitada hasta el extremo de que la
encargada del Centro le pidió que se saliese afuera, porque estaba molestado a
los visitantes. Su cambio de actitud se debió a que la otra persona, una mujer
bastante más tranquila y educada, no compartía su punto de vista sobre la
situación del país y la acción del Gobierno. Este hombre no toleraba que
alguien no pensase como él y lo justificaba dando voces primero, y acto seguido
pasando a insultar de manera personal a la familia de esa mujer y a ella misma.
Me quedé estupefacto. En aquel momento pensé dirigirme a él y decirle que si su
actitud e insultos tan “varoniles” hubieran sido los mismos si delante hubiera
tenido a un miembro masculino de dicha familia…. Pero no lo hice porque delante
de mí tenía a alguien que no me iba a escuchar. Señor alcalde, los votos le legitiman
para gobernar un pueblo, sin embargo la educación, la hombría y la categoría
humana se tienen o no se tienen, pero no se gana en las urnas.
A otra cosa. El Centro de Interpretación de Zorita es
acogedor, cómodo y didáctico como pocos. Sin grandes alardes, tiene todo lo
necesario para conocer mejor la historia y el origen de lo que vamos a ver a
continuación: tal vez el yacimiento visigodo más importante de la Península. Un
consejo: no os perdáis el video explicativo.
Una vez recorridas las dependencias del centro es cuando hay
que acercarse al yacimiento que se encuentra a unos cincuenta metros, camino
arriba.
Dicen que un
arqueólogo es la mejor pareja que puede tenerse, pues a medida que la mujer o
el hombre envejecen estará más
interesado en ella o en él, según el género.
Bromas aparte, la mítica figura del buscador de tesoros de finales del siglo
pasado y comienzos de éste, el Indiana Jones de las películas de Spielberg,
está muy lejos de la realidad. De su indumentaria tan sólo el sombrero, cuando
no es desplazado por las gorras de lona y plástico con publicidad de abonos o
de una caja de ahorros, sigue vigente. Con casi cuarenta grados, sin una sola sombra,
en medio de un cerro, y rascando el suelo con piquetas y rastrillos, a las
personas que han trabajado en la recuperación de Recópolis a lo largo de los
años seguro que no les hace ninguna gracia que les comparen con el héroe de
Hollywood. No hace mucho me contaba una arqueóloga que Indiana Jones había
hecho mucho daño a esta profesión. La gente se había tomado el personaje en
serio y se lanzaba a buscar tesoros con el detector de metales y haciendo
agujeros sin control. El resultado no había sido otro que estropear años y años
de trabajo a quienes pretendían simplemente interpretar la historia. Para un
buen arqueólogo es mucho más importante estudiar la posición en que se
encuentra enterrado un cadáver en una tumba, que los posibles tesoros que pueda
llevar consigo. Por eso es importante que existan yacimientos vigilados y
protegidos como éste y que estén vivos, activos, para que todo el mundo pueda
aprender de la historia y ser más cultos y por consiguiente, más tolerantes.
El rey Leovigildo, guerrero y tirano como pocos, en sus
continuas campañas contra los bizantinos durante el siglo VI, valoró de gran
importancia estratégica en esta parte de la península un cerro conocido como La Oliva, situado sobre las márgenes del río Tajo. Se trata de un montículo que
en su parte alta posee una llanura de casi 600 metros de largo por otros 600
metros de ancho. En honor a su hijo Recaredo, mandó fundar allí una ciudad
amurallada en el año 578, construyendo un palacio con más de 150 metros de
largo junto a la cornisa del cerro, y una basílica de gran envergadura. A su
alrededor se levantó toda una ciudad que, según cuentan los cronicones de la
época, tuvo una importancia fundamental durante el reinado de Leovigildo, sirviendo
de lugar de descanso del rey en los pocos días del año en que no estaba
batallando.
Algunos estudiosos aseguran que los visigodos utilizaron un
antiguo poblado romano para levantar la nueva ciudad y se basan en algunos
fustes y capiteles de estilo corintio y varios restos de un sarcófago
romano-cristiano para asegurar dicho origen. Sin embargo, las nuevas
excavaciones realizadas en la zona en los últimos años parecen indicar que
dichos restos bien pudieran ser de alguna edificación situada en las
proximidades del Cerro de la Oliva o bien realizadas a propósito en épocas
posteriores, cuando los cristianos se asentaron en la vieja ciudad visigoda.
En el año 1944 el arqueólogo Juan Cabré empezó las primeras
excavaciones en Recópolis guiado por los datos encontrados en los escritos de
San Isidoro y en el Cronicón Emilianense, que aportaban datos de la
construcción de una ciudad a orillas del Tajo. El geógrafo árabe Rasis, ya dejó
escrito que el emplazamiento de esta ciudad se encontraba entre Santaver y
Zorita y aseguraba que las piedras de Racupel (transcripción fonética de
Recópolis) sirvieron para que sus coetáneos construyeran el castillo.
Estos elementos escritos, unidos a la tradición mantenida entre las gentes de
Zorita y Almonacid de celebrar una romería anual, la víspera de la Ascensión, a
la ermita de Nuestra señora de la Oliva, para rezar un responso al rey Pepino
(Leovigildo), dieron la clave al doctor Cabré, quien escuchó de boca de algunos
ancianos la existencia de un despoblado en esa zona que pertenecía a la vieja
ciudad de Rochafrida.
Una vez realizadas las primeras excavaciones aparecieron
bajo los muros de la ermita los restos de una basílica de planta visigoda,
sobre la que años después se había levantado una construcción de estilo
románico, a la que se dirigían las romerías. A su lado fueron apareciendo algunos
pequeños muretes desolados, que tras su oportuno estudio se supo que formaban
parte de un suntuoso palacio de columnas con más de cien metros de longitud.
Entre los escombros estaba un sarcófago de mármol blanco y
un tesorillo con noventa y dos monedas de oro visigodas, entre ellas varias de
Leovigildo, que se encuentran actualmente en el museo Arqueológico de Madrid.
Para saber algo más sobre el final de la ciudad harán falta
varias generaciones de trabajadores e investigadores desempolvando piedras con
el sol y la sed como únicos aliados. Se conoce el trazado de dos de sus calles
principales y se han descubierto algunas edificaciones de uso industrial para
la elaboración de metalurgia, vidrio y cerámica. Se saben muchas cosas, pero
todavía queda mucho por saber. Lleva más tiempo escribir la Historia que
hacerla. Tengamos paciencia.
Una vez hayamos disfrutado de Recópolis, volveremos al
pueblo aprovechando los balcones señalizados para detenernos y disfrutar con la
estampa del Tajo correteando a nuestros pies. Las aguas bajan tranquilas por
esta vertiente septentrional de la provincia de Guadalajara. Los pantanos de Entrepeñas y Bolarque, los meandros y la escasa pendiente de la Meseta, hacen que las
aguas se recreen bajo las ruinas de Recópilis y, pocos kilómetros después,
envuelvan a la vieja Zorita. Los patos aprovechan la quietud para hacer sus
nidos y bañarse complacientes bajo la fortaleza.
Al subir, entre las calles del pueblo, hasta el castillo
calatravo de Zorita de los Canes, veremos los angostos tejados y la
lengua azul del río retorciéndose en medio de la llanura. La fortaleza es un
laberinto de edificaciones y pasos estrechos, todos perfectamente señalizados y
explicados. Eso sí, la estancia está algo descuidada y sucia, merecería más atención. A pesar de todo, el castillo es un espectáculo en sí mismo.
Si a estas alturas no nos hemos dado cuenta de que la caminata ha merecido la
pena, es que somos insensibles e insípidos.
Hablando de sabores, os decía que, justo donde habéis dejado el
coche hay un restaurante, con su bar y su mirador al río. Subid, sea invierno o
verano y disfrutad de las manitas rellenas, la carrillera, los cangrejos de río
en temporada o del pescado que, según mercado, preparan en Abuela Maravillas.
¡Y que no se me olvide el tiramisú! Una apuesta joven pero con fundamento, un
local bien atendido, en un paraje único, con una relación calidad precio
inmejorable. Hacía tiempo que Zorita se merecía un sitio así, esperemos que la
apuesta por el mundo rural de los responsables del restaurante se vea
recompensada. Por cierto, los mismos dueños tienen una posada en el pueblo, a
escasos metros, donde por 20 euros más puede uno echarse la siesta, una oferta
original, divertida y muy a tener en cuenta. Ya sabéis lo que decía Cela, ese
gran escritor, viajero y comilón, que él no perdonaba ningún día del año la
siesta, pero siesta, siesta “con pijama, padrenuestro y orinal”, así sea.
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