Ya de vuelta. No me
perdonaría comenzar esta nueva etapa del blog (post) sin recomendaros la visita
a uno de los parajes más hermosos y desconocidos de la Alcarria, me refiero al
Alto Tajuña. A este río le pasa lo mismo que al Jarama, que como muere en la
provincia vecina, a muchos se les antoja que un río exclusivamente madrileño, y
nada más lejos de la realidad. El Tajuña nace en la provincia de Guadalajara,
en las hermosas tierras del ducado de Medinaceli, tristemente famosas hace unos
años por culpa de un dramático incendio.
En los pocos kilómetros que
separan Luzón de Maranchón, el Tajuña, apenas un surco húmedo en su origen, se
hace con el agua procedente de numerosas arroyos de acogida y de manantiales
que le permiten señorearse en una estrecha pero fértil vega. A los pocos
kilómetros de su nacimiento, ya en Luzón, un pueblo viejo y austero, donde en
tiempos habitaron los lusones, el Tajuña es un río merecedor de tal nombre
gracias a la fuente de nueve caños que hay a la entrada del pueblo y que arroja
al cauce una considerable cantidad de litros por segundo. Aquí comenzaremos hoy
nuestra ruta por la provincia de Guadalajara.
A Luzón se llega desde
Madrid (150 kilómetros) o desde Guadalajara (menos de 100 km.) por la A2
dirección Zaragoza hasta Alcolea del
Pinar, donde debe tomarse la vía que conduce a Molina de Aragón. Diez minutos
después, a mano derecha, está señalizado ya el desvío que nos invita a tomar
una carretera estrecha pero cómoda. La misma carretera por la que en tiempos,
los mozos de Luzón subieron a empellones un tronco de olmo con el que se hizo
la viga de prensar del molino de cera de Maranchón. Esta maravilla de la
industria mecánica descansa hoy en el Centro de Interpretación Apícola de
Azuqueca de Henares. Aquellos recios campesinos tardaron varios días, a ratos y
con la ayuda de unos chatos de vino que les pagó el dueño, en subir el tronco a
la carretera principal para poder cargarla a un camión, no había otra manera de
hacerlo desde la vega, los vehículos no podían con ella, era demasiado larga y
pesada para tantas curvas. Nosotros nos plantamos en el pueblo en menos de
cinco minutos… Son otros tiempos.
Se conserva en
Luzón la tradición carnavalesca de los diablos.
Hombres tiznados de hollín, con cuernas de buey, cencerros y trajes de saco que
recorren las calles de la localidad tiznando a las mozas y a todo bicho
viviente. Tradición milenaria, símbolo de fertilidad y de culto a las fuerzas
extraterrenales que permitían el nacimiento de las cosechas y la continuidad de
la especie.
Los diablos
salían a la calle cuatro días al año en Luzón. El domingo, lunes y martes de
Carnaval y el primer domingo de Cuaresma. Hoy lo hacen con la frecuencia que
les permiten el trabajo y los periodos vacacionales. Entonces lo hacían al
atardecer y de forma silenciosa para coger desprevenidas a las mujeres, pero
sólo a las que no llevaban el rostro cubierto con máscaras. A última hora, las
máscaras y los diablos se juntaban en un baile, como sucedía en Almiruete (¿Recordáis?
Entrada de……) y entonces las féminas descubrían su rostro.
Las mujeres
descubiertas eran atacadas por el diablo y tiznadas. La personalidad, con
máscara o con hollín, debía permanecer encubierta. Es una costumbre ancestral.
Según nos cuenta la mitología, Prometeo roba en su día la lumbre de los dioses
y en torno a ese tizón los seres humanos urden la cultura pagana. El rescoldo
pasa de mano en mano y de rostro en rostro, y todos se hacen partícipes de un
mismo sentimiento. Señores y vasallos son iguales ante las fauces del tótem
mundano, es decir, el espíritu igualitario del Carnaval. Bonita historia.
En Luzón nació
el doctor Francisco Layna Serrano, tal vez el más grande historiador que haya
dado la provincia de Guadalajara. Otro personaje señalado de la villa fue Juan
Bolaños, sacerdote adinerado que a finales del siglo XIX levantó en su pueblo
una monumental Fundación, conocida como Colegio de los Escolapios, en la que se
propuso reunir a los niños y jóvenes de la comarca a fin de que tuvieran una
enseñanza digna. Aunque el edificio nunca fue terminado en su totalidad, su
hermosa y monumental capilla y las dos aulas, han sido utilizadas hasta hace
pocas décadas como escuela local. Muchos luzoneros han cursado estudios fuera
del pueblo gracias a las becas que instauró este generoso hijo de Luzón. Hoy es
una activa Casa de Cultura con sala de exposiciones itinerantes y un museo
donde se recrea un aula de comienzos del siglo pasado.
Mientras todo
esto sucede en las alturas, vigilados
por los Hitos del Rodenal, conjunto escultórico que se alzó en homenaje al
monte perdido y que ocupa la parte más alta del municipio, en la vega se
suceden junto al camino las pequeñas y fértiles huertas de los vecinos que
pueblan los márgenes del río Tajuña. Éste será el camino a recorrer andando
(también puede hacerse en coche, pero no lo aconsejo) una vez finalizado el paseo
por el pueblo. Desde abajo se ve hermosa la torre de la iglesia de San Pedro,
una monumental obra que preside un templo barroco en el que destaca un bello
retablo mayor del siglo XVIII. Luzón es uno de esos pueblos que rezuma vida e
historia en cada uno de sus rincones y de las piedras que lo conforman. Vamos,
una cita obligada.
Cuando el
Tajuña abandona el pueblo, aguas abajo, es ya un río con caudal, ya lo hemos
dicho, y no sólo con nombre. Son los arroyos y manantiales que nacen por los
albores de la Sierra Ministra los que dan empaque y hechuras a este humilde
arroyo que apenas se veía brotar del suelo en las inmediaciones de Maranchón.
Desde Luzón
hacia Anguita, siguiendo el curso del río, el viajero que tenga un mínimo de
curiosidad, que no se ponga orejeras y guste de mirar a izquierda y derecha,
arriba y abajo según camina, disfrutará
de uno de los paisajes más hermosos de cuantos existen por estas sierras casi
alcarreñas o por estas alcarrias casi serranas. Una pista de tierra en buen
estado acompaña al Tajuña en su curso durante varios kilómetros. Cárcavas,
roquedales y estirados chopos delimitan el transcurrir del agua.
El sol tiene
sus justas horas. Dependiendo de la ubicación cruza presuroso el estrecho valle
durante algunos minutos, al amanecer o por la tarde, iluminando con su cuchillo
de oro las endebles hojas de los álamos y los sauces. El agua, sonora y bronca,
levanta un frescor reconfortante a su paso que, mezclado con el trinar de los
mirlos, despierta los sentidos de cuantos gozan de este singular recorrido.
Encontramos en
nuestro camino una ermita flanqueada por unos girasoles espléndidos. Está
dedicada a San Roque, reconocido ahuyentador de epidemias. Arriba, en la Cuesta
de la Higuera, se esconden los restos de un antiguo castro celta del que se ven
algunas paredes de los edificios. A lo largo del camino, hasta llegar a Anguita
(algo más de dos horas) había en tiempos hasta tres molinos que hacían su función, hoy no
queda ninguno. Lo que si se mantiene más o menos altivo es un hornal (aproximadamente
cuando llevamos una hora andando).
Se trata de una
construcción hecha de piedra, madera y
tejas que servía para proteger y agrupar las colmenas. Protegidas del Norte,
las abejas producían mejor esa rica miel que tanta fama ha dado a estas
tierras. En su interior, cada celda alberga varios panales y en la fachada un
pequeño orificio permitía la entrada y salida de los animales. Un prodigio de
la arquitectura rural.
Muy cerca del
hornal encontramos, rebuscando entre la maleza, la Fuente de la Canaleja, o
mejor lo que queda de ella, donde en tiempos se bañaban los enfermos de reuma.
Debían hacerlo nueve veces para que el agua milagrosa hiciera efecto. A partir
de ese momento, el paisaje se estrecha y al oeste se nos aparecen figuras
caprichosas esparcidas por la ladera, cuevas y peñas horadadas que en su día
sirvieron para resguardo de las tropas del Cid.
Paisaje
roquero, hermoso, único, ideal para que crezca el preciado té de roca, especie
protegida de una enorme belleza y unas propiedades curativas extraordinarias. Es
hora de un alto en el camino y de echar un trago en la Fuente horadá.
Podemos seguir
andando y no dejaremos de maravillarnos con lo que nos brinda la naturaleza,
pero la Peña Horadada es un buen momento para darnos la vuelta, después de algo
más de una hora de agradable paseo, es hora de ir pensando en el almuerzo. Para
otro día dejamos la visita a Anguita y sus alrededores. Esta ruta por sí sola
merece un post.
Pero bueno, es
hora de comer y esta vez os recomiendo que cojáis el coche y volváis por donde
habéis venido. Tenéis que parar en Aguilar de Anguita, se ve desde la carretera
antes de llegar a Alcolea del Pinar, de hecho habéis tenido que pasar antes por
allí y os habrá sorprendido la cresta roquera y la belleza natural de este
pueblecito que cuenta con el Mesón Casa Juan, una reliquia de las gastronomía
casera. Uno de esos lugares sin pretensiones donde uno puede comer un menú por
diez euros y quedar satisfecho, más que satisfecho de la calidad y la cantidad.
O puede invertir el doble y probar verduras,
setas, boletus o carne de caza de temporada guisados como Dios manda, sin
aspavientos pero con sentido común y sabiduría de las de antes. Es mi
recomendación. Ya me diréis. Y recordad que a partir de este miércoles ya no lo
dejamos, todas las semanas tenéis una cita. Buen viaje y buen apetito.
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