El viajero se acerca a los sitios por mera curiosidad o por distracción. Los viajes comienzan siempre con una lectura previa, con una imagen que se incrusta en la retina, con un programa de radio, hasta que poco a poco le entran a uno las ganas de ir allí. A veces también con una conversación bien llevada que invita a coger el coche o la mochila, o ambas cosas, y emprender la huida. Lo dicen los grandes viajeros, pero es aplicable a todos los mortales, todo el que viaja huye de algo, por lo común de la rutina, de la soledad o del hastío.
Los que vivimos de lo que contamos estamos deseando que nos propongan
algo interesante para abandonar la mesa y el ordenador y hacer el camino,
aunque sabemos que nuestro viaje no terminará hasta que no hayamos vuelto al
sitio del cual hemos huido. Es un viaje de ida y vuelta, como casi todos, pero
con la mordaza asfixiante e inexorable del tiempo. Los grandes viajeros del
XIX, periodistas muchos de ellos, se pasaban años recorriendo África. Vivían
viajando. “¡Váyase usted a encontrar a Livingstone y antes pásese por la India
y por Egipto, y luego nos cuenta!”, comentaba Manu Leguineche que le dijo al
gran Stanley el director de su
periódico. ¡Años y años viajando para contar cuanto veía!
Lejos de África y de las tierras jamás vistas por el hombre blanco,
hoy, un viajero de andar por casa puede experimentar, a la vuelta de la
esquina, sensaciones parecidas a las que sintieron los exploradores del siglo XIX.
Basta con dejarse llevar por la curiosidad y tener los ojos bien abiertos, como
lechuzas asustadas, ante todo cuanto se cruza en nuestro camino. Hace ya muchos
años, Mariano Escolano, un chaval entonces septuagenario con piernas y espíritu
de quinceañero, me propuso recorrer a pie una vieja senda mariana que comunicaba
el monasterio de Jaraba, en Zaragoza, con el barranco de la Virgen de la Hoz,
en Molina de Aragón. Fue la primera vez que vi este rincón único, este capricho
natural que, como no podía ser de otra manera, los monjes vieron primero. Fue en
ese viaje cuando descubrí los paisajes del Señorío, sus ríos, sus parameras,
sus barrancos y sus estranguladas sabinas. Todo un hallazgo que me llevaría,
años después, a procurar no dejarme en el tintero ni un solo rincón de esta
tierra olvidada y altiva como no hay dos.
En aquel primer viaje se trataba de hacer camino. Recorrimos parameras,
sabinares, rastrojeras, pinares milenarios y pueblos blasonados durante una
semana, con la simbólica voluntad de depositar junto a la imagen de la Virgen
de Jaraba, unas piedras cogidas al pie del monasterio de la Hoz. Quienes cogen
los cantos piden un deseo y saben que les será concedido. La fe mueve montañas
y ayuda a superarlas.
Los monasterios de Jaraba y del Barranco de la Hoz están unidos por el
agua, la devoción y la necesidad del hombre de encontrar respuestas a lo
inexplicable. Lo cierto es que hay lugares donde es más fácil hallarlas, o al
menos buscarlas, y uno de esos es nuestra propuesta de hoy: el Barranco de la
Hoz.
La Virgen de la Hoz que, según cuentan, se apareció en el siglo XII en las inmediaciones del río Gallo, comenzó siendo la patrona de Ventosa, para ser poco después la advocación preferida de los vecinos de Corduente y de Molina de Aragón, la capital de la comarca. Con los años, su fama se extendió por todo el contorno y sus devotos auparon su menguada talla hasta convertirla en la Señora del Señorío de Molina. Hasta su monasterio, pequeño y encajado en un barranco abrupto, se han acercado romeros durante siglos que, en la mañana del domingo de Pentecostés (40 días después del domingo de Resurrección), representaban un auto sacramental. Se trata de una loa cuya razón de ser es el triunfo del Bien sobre el Mal.
Tras unos versos de alabanza, ocho danzantes bailan ritmos antiguos acompañados de palos y espadas, y concluyen su danza con un desfile y la erección de una torre humana en honor a la Virgen.
Pero no hay que
esperar a Pentecostés para visitar este barranco, vale cualquier época del año
para disfrutar de sus riscos, de las figuras que el viento y el agua han
labrado en las rocas espigadas y desafiantes.
Si la salud nos
lo permite, es obligatorio ascender al mirador, es duro, pero imprescindible.
En subir se tardan veinte minutos de ascensión, con tramos de escaleras y de
roca (seguros claro está), pero en olvidar el paisaje que se divisa se tardan
muchos años. Merece la pena. Como también la merece visitar detenidamente el
monasterio, sentir el recogimiento de los viejos cenobios medievales, escuchar
sus fuentes, el transcurrir del río, el viento entre las ramas de los árboles.
Estamos en una
de las mejores épocas para visitar el barranco de la Hoz, lo dije hace unos
meses al hablar de Tierzo y sus salinas: quien no conozca este paraje de
Guadalajara, aunque lo haya visto mil veces en fotos e imágenes, quien no haya
venido nunca hasta aquí, dudo mucho que pueda tener la conciencia tranquila.
¿Y para comer?
Dos propuestas: el restaurante del propio monasterio. No se come mal, aunque
sin grandes pretensiones, suele tener menú y la ventaja de que está allí mismo.
Cuando se llega a este barranco cuesta tener que irse. El problema es que
cambia de dueños y de cocina con facilidad y lo que vale para hoy a lo mejor no
vale para mañana. Esos sí, después de
comer puedes disfrutar de un paseo por las inmediaciones de la hoz. Una pena
que esté cerrado el Centro de Interpretación del Alto Tajo de Corduente, no
creemos que sea la mejor manera de promocionar el turismo de la comarca. Tirón
de orejas al gobierno regional que no predica precisamente con el ejemplo.
En Molina de
Aragón hay varias opciones, pero esta vez os propongo el restaurante La Ribera, frente al puente románico, un mesón buillicioso, dinámico y con buen cocina. Hablamos de comida
tradicional, de productos de la tierra y de temporada, con platos de cuchara
generosos, buena carne y postres caseros. Un local a la vieja usanza, en dos
alturas, con menú y carta. Calidad-precio, recomendable. Buenas alubias, buen
morteruelo y patatas, patatas, nada de congelado.
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