martes, 8 de abril de 2014

Horche, la ruta de la amistad



Hacía tiempo que andaba tras de darme un homenaje y recorrer la Ruta de las Bodegas de Horche. He pasado buenos ratos en algunas de ellas, no sólo allí, también en Solanillos, en los Yélamos o en Olmeda del Extremo. “Quemad viejos leños, bebed viejos vinos,  tened viejos amigos…”. En ningún otro sitio como en una bodega alcarreña se respira el espíritu del viejo dicho castellano. Salvo lo de leer viejos libros, que no termina de encajar bajo tierra, el resto forma parte de la razón de ser de estos humildes  templos de la diversión.



Dicen que en Horche  hubo hasta 500 bodegas, y lo cierto es que por todas sus calles se ven arcos de piedra que en tiempos lo fueron. Algunas se conservan desde el siglo XV. Todo el término era una vid y el subsuelo una mina, hasta que llegó la filoxera a finales del siglo XIX y acabó con las cepas. En Horche se vivía del vino, era su mayor fuente de ingresos, y aunque la epidemia transformó las vides en cereal, la viticultura permaneció en el ADN de los horchanos.



Hace algunas decenas de años, no muchas, se fueron poco a poco arreglando las bodegas, transformándolas en lugar de encuentro y, acto seguido, se empezó a hacer vino. Primero fue con uva traída de Mondéjar o de La Mancha, después, con uva propia, plantada de nuevo en el término municipal. Hoy, un importante ramillete de bodegas están abiertas para  uso privado. Tras una feliz idea en pro de favorecer el turismo, se han convertido en visitables para uso y disfrute de quienes, como yo, se apuntan a recorrer la Ruta de las Bodegas de Horche y beber sus caldos, porque ya se sabe: “El que a la bodega va y no bebe, burro va, burro viene”.



Todos los sábados y domingos, menos los dos últimos fines de semana de agosto y los dos primeros de septiembre, un guía parte con el grupo desde el antiguo granero y,  por sólo 5 euros, recorre las calles, visita los principales monumentos y hace parada en dos o tres “templos”. En el pueblo se han sumado a la ruta una docena de bodegas. Sus dueños se van turnando para abrir las puertas y charlar con los visitantes. La ruta se hace disfrutando. Ya lo dice el dicho, el vino se tiene que beber teniendo en cuenta  las tres “ces”: calma, calidad y sin cambios, las mezclas son explosivas, si acaso mezcla bien con el orujo, que también lo hacen, y bueno, en Horche.


Así que prepararos para hacer un recorrido tranquilo y para empaparos de una nueva filosofía de vida: la del “bodegante”, término que me acabo de inventar para definir al amante de las bodegas.  El “padrenuestro” del “bodegante” es tener siempre las puertas abiertas, tanto las de su bodega, como las de su alma. En una bodega no hay secretos, no hay penas, no hay rencillas, sólo hay espacio para la charla y la diversión, y de las dos cosas presumen en Horche. Así nos lo cuenta Eva, nuestra guía y a la sazón teniente alcalde del pueblo. En uno de los azulejos que presiden la bodega de Javier pueden  leerse las diferentes fases por las que pasa quien recibe el efecto terapéutico de su vino: “Facilidad de palabra, exaltación de la amistad, cantos regionales, tuteo a la autoridad, insultos al clero… delirium tremens”.



Sin llegar a tal extremo, lo cierto es que cuando el hombre se encierra en una bodega con otro hombre y un vaso de vino, todo lo demás poco importa. Y hablo de hombre como genérico, porque de las bodegas de Horche las mujeres también tienen mucho que contar. Sobre que el vino sea tinto o blanco da igual, sólo hay dos clases de vino: el bueno y el malo, y en Horche lo hacen ya muy rico.


Tras charlar con Javier nos vamos a la bodega de Sixto. De momento las calles no se nos empinan más de la cuenta, aunque en Horche cuestas, haberlas “haylas”. La de Sixto es una de las bodegas grandes, por no decir la que más. Tiene varias alturas y tres caños de varios metros con unos arcos de piedra de bella factura. Como la de Javier, en su interior tiene tinajas de barro donde todavía se cuece el vino. Cerca de 10.000 kilos de uva se transforman en caldo en esta bodega que, como todas, tiene su pequeño mesón donde alargar la velada: una buena lumbre para la carne y una alacena donde se guardan el embutido y las conservas. En las paredes hay fotos de amigos que han visitado el sitio. Vemos la del Nobel Camilo José Cela, que estuvo un tiempo viviendo en Horche, y un poster del Torneo de Mus Manu Leguineche, con su caricatura. Junto a  Manu conocí esta bodega hace ya algunos años. Bonitos recuerdos que los horchanos guardan con cariño.




Desde la bodega de Sixto, con varios vinos a cuestas y algún chupito de orujo entre medias, que aquí los hacen de todas las hierbas y frutos imaginables, nos subimos a ver a la familia Salas. Tienen reunión familiar, están asando en el horno unos buenos cabritos y unas patatas, pero no les importa, abren sus puertas, incluso su horno,  y nos enseñan la bodega y su museo. Cientos de utensilios y herramientas del campo, ya en desuso, cubren las paredes de un porche bajo el que se cobijan del sol o la lluvia, depende de la época del año. Eso sí, en verano aprovechan la sombra de una parra que cubre por entero el patio y que produce más de 600 kilos de uva, ¡casi nada!



Aquí hacemos un alto en el camino antes de irnos a comer. Hemos pasado una mañana inolvidable, hemos disfrutado del paisaje subterráneo y de las hermosas vistas de Horche, un pueblo asomado a los valles del Tajuña y el Ungría y hemos admirado la arquitectura de sus fuentes. Beber agua habiendo vino no nos ha parecido muy adecuado. La fuente del lavadero es una joya. Hemos visto algunas de sus ermitas, su iglesia renacentista reconstruida en el siglo XIX, los jardines del convento franciscano y nos hemos enterado de que el próximo día 27 de abril se celebra la XXVª edición del Concurso del Vino de Horche, una ocasión más que propicia para visitar el pueblo y acercarse a comer a otro de los templos de la localidad: el restaurante La Fuensanta.





Roberto Toledano es uno de los grandes profesionales de la hostelería que tiene esta provincia. Roberto disfruta con su oficio, es un apasionado y eso se nota en su cocina. La Fuensanta es un verdadero reclamo turístico en sí mismo.


Tiene jardín, piscina, hostal, caminos alrededor de la finca para pasear, participa del turismo activo y lo mismo se puede celebrar un banquete al aire libre o en un comedor principal, con su chimenea, que disfrutar de una comida íntima y de calidad en la terraza o en el pequeño salón comedor, un rincón con encanto. Como no podía ser de otra manera, nosotros hemos terminado la jornada aquí.



Hemos charlado con Roberto, hemos aprendido del maestro y nos hemos tomado una ensalada con perdiz, unas croquetas de boletus y un cochinillo asado, con el excelente vino de la casa, que no hemos tenido más remedio que dar un paseo por los alrededores de la Fuensanta para bajar los grados. ¡Salud!

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