miércoles, 4 de diciembre de 2013

Al pan, pan y al Hundido, ruido




Hay  ocasiones en las que uno, por un trozo de pan, sería capaz de remover el mundo. En el país vecino, el pan fue el detonante de la Revolución Francesa del siglo XVIII, que cambiaría el rumbo de la historia, y en Italia, la base de una “guerra” que sustentó a la economía fascista durante dos décadas.
La ruta de la que vamos a hablar no la hice en busca de pan,  tiempo habrá de salir a encontrar esos viejos hornos dispersos por la geografía provincial. No fui en su búsqueda, lo reconozco, pero me encontré con él y me di cuenta de que pocos alimentos complementan mejor con todo, incluso con un paseo, como un buen trozo de pan.


Después de pasear durante algo más de dos horas por las orillas del río Tajo, os puedo asegurar que encontrarse con un restaurante que sirve pan de leña, de los de antes, de los que aún conservan parte de la ceniza y la carbonilla en su base, es un placer indescriptible.


El que me llevé a la boca el pasado domingo en Sacecorbo, después de olerlo en un ritual obligado, era dúctil como un muelle, de miga blanquecina y densa y con la corteza parda, no rubia. Era un pan, pan, y de un bocado se convirtió en protagonista del viaje.



Si a un gallego se le pregunta dónde está el secreto de un buen pan, nos dirá que en la silla. Es decir, en el tiempo que llevan la elaboración de la masa, la fermentación y la cocción. Para eso, los hornos de leña no tienen rival.  El del Hostal La Hoz de Sacecorbo  se calienta, y una vez encandilado, tan pronto se asa en él un cordero, como se cuece una hornada de pan o se hornean unas tortas. Estos hornos tan antiguos como el hombre, son una especie a extinguir y unas joyas de la gastronomía que hay que mimar por el bien de la humanidad. Si me permiten, yo los declaraba “patrimonio mundial”.


Pero no debo dejarme llevar sólo por dos sentidos, ¡cómo sabe y cómo huele el pan recién cocho! Insisto, no es de recibo caer en la tentación de acercarnos al Parque Natural del Alto Tajo y olvidarnos de dar rienda suelta a los otros tres sentidos corporales, que nos serán muy necesarios para disfrutar, como se merece, de esta ruta. Agarremos pues la garrota con las manos para que nos transmita la verdad de la tierra; disfrutemos del espectáculo visual de las hoces del río y gocemos con el sonido del agua embravecida que baja hasta la Alcarria.


Quien no ha visto el Hundido de Armallones no conoce el Alto Tajo. El Salto de Poveda de la Sierra, las inmediaciones del Puente de San Pedro o el entorno de la Herrería, en Peralejos de las Truchas, son, entre otros muchos parajes, rincones imprescindibles de este Parque. Pero si tengo que elegir uno, me quedo con el Hundido. Bien acercándonos a la orilla desde el mirador de Armallones, bien desde el pueblo de Ocentejo, la ruta que hoy os propongo es un espectáculo.



De Guadalajara a Ocentejo hay 90 kilómetros de distancia, una hora, a la que hay que añadir media más si se acerca uno desde Madrid. Obligatoriamente hay que pasar por Cifuentes y allí tomar la carretera que, por Canredondo, se desvía después hacia Sacecorbo y baja hasta Ocentejo. En la plaza dejamos el coche y tomamos el camino, perfectamente señalizado, que nos baja al río. Caminamos ya entre huertas y frutales por una pista de tierra que tiene por acera una acequia con la que se regaba la tierra.




Según nos acercamos al agua, el paisaje se nos echa encima, como si intentara acorralarnos. Lo que al principio era una mancha verde de pinar coronada con una cresta de piedra, se ha convertido de pronto en un talud, en un tajo violento en el que apenas pueden sujetarse los pinos, que se agarran a las piedras con sus nervosas manos huesudas. El ruido del agua acompaña la escena con una banda sonora  que suena a bronca. Es invierno y el río baja con prisa. Inmerso en su algarabía de voces se estampa contra las rocas, que el tiempo ha ido arrastrando al cauce y dificultan el paso del agua, produciendo un eco distante. El Hundido de Armallones es naturaleza en estado puro, salvaje, hiriente, desgarradora.



A pesar de estar ya en diciembre, o tal vez por serlo, la luz es clara, oxigenada,  casi se respira. La cámara de fotos agradece los rayos de sol, lo suficientemente altos, para no molestar, y distantes para no quemar el paisaje. El Hundido está solitario, el agua no deja que esté silencioso. En nuestro recorrido nos encontramos con Lourdes y Pedro, una pareja de navarros que llevan unos días recorriendo la provincia y dicen haberse quedado sorprendidos con la belleza del Hundido. Les invito a que lean este blog y conozcan otros rincones de la provincia de Guadalajara. Estoy seguro de que lo harán y volverán a vistarnos.







 Es hora de darnos la vuelta. Nos hemos acercado ya hasta el segundo mirador natural y se nos echa encima la hora de comer. Ya vale por hoy, aunque si esto fuera Galilea, más de uno construiría tres chozas.



En Ocentejo hay un restaurante, “Alegre”, pero está cerrado. Había oído hablar de que sus cocineros tienen buena mano e improvisan excelentes platos de temporada. No puede ser y nos acercamos hasta Sacecorbo: acierto pleno. Allí nos reencontramos con el pan de verdad, no insistiré, y con un asado más que digno, recomendable. Pero me vais a permitir que le rinda un pequeño homenaje a los torreznos. Si os acercáis no dudéis en pedirlos, están buenos hasta fríos. El Hostal La Hoz es un local sencillo pero cuidado, con sabor a sierra y un horno que invita a comer, sin duda el lugar ideal para reponer fuerzas y disfrutar de una comida alcarreña de las de toda la vida.




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