martes, 25 de marzo de 2014

Bonaval, la ruta del olvido


Si hay una ruina que merece permanecer en pie para escarnio de los guadalajareños, esa es la del monasterio de Bonaval. Nunca tantos hicieron tan poco por tanta hermosura. Bonaval se cae a cachos y lo más que se ha hecho es poner una valla para que cuando caigan los cascotes no maten a nadie. Ni una sola obra de consolidación en un montón de años, y eso el tiempo no lo perdona. Aún así merece la pena echar un vistazo, por si es el último, a esta joya olvidada del románico tardío, ya casi gótico.


El monasterio de Bonaval se encuentra en un apartado y acogedor valle a orillas del río Jarama al que se accede por un camino en no muy buen estado, de dos kilómetros de longitud, que nace junto al cementerio de Retiendas, pero por el que se puede caminar sin problemas, incluso con un cochecito de bebé. El lugar donde se encuentra rememora el paisaje que escogía la Orden del Císter para sus fundaciones, con el propósito de que la huida del mundo garantizara un poco más su voto de pobreza. Los textos relatan sus preferencias por valles frondosos, alejados de la población y que además tuvieran abundantes aguas para permitir la higiene de los monjes, la instalación de molinos y el riego de las huertas; condiciones éstas que reunió este cenobio cisterciense y que hoy podemos adivinar en sus ruinas.





Fue fundado en el año 1164 por Alfonso VIII, sin que se conozcan los móviles que impulsaron al rey a establecer este convento en un lugar, tan alejado de las fronteras cristianas, que hacía imposible sus tareas colonizadoras. Los primeros monjes que poblaron el monasterio procedían de su homónimo de Balbuena, en Palencia. En la actualidad sólo quedan en pie pequeñas zonas correspondientes al templo: la cabecera, parte de una nave lateral y la fachada del medio día que, no obstante, permite reconstruir mentalmente una planta de pequeñas dimensiones.



 La iglesia podría perfectamente tener tres tramos, incluyendo el crucero, y en los restos que siguen en pie se adivinan ciertas reformas posteriores a su fundación. El monasterio está construido en piedra caliza cuidadosamente tallada, procedente de alguna cantera próxima. Esta piedra asegura dos principios fundamentales de la estética cisterciense: la pureza de las líneas y la futilidad de los elementos ornamentales. Sin embargo, el ábside central quiebra esta solidez y frialdad mediante unos vanos estrechos y estilizados que marcan ya con sus esbeltas columnas unos ejes verticales afines al estilo gótico.

 

Si nos fijamos bien, con ojos de experto en arte, las puertas y ventanas alternan las molduras cóncavas y convexas, ribeteadas por chambranas de puntas de diamante, una costumbre muy frecuente en el repertorio decorativo del último románico guadalajareño. Resulta interesante observar cómo los capiteles de la puerta del mediodía y del propio ábside central, a través de su decoración, corroboran la cronología reseñada del momento de su construcción, al menos de la capilla mayor. Representan un amplio abanico de hojas, en lo que estilísticamente se llama la flora naturalista, que tiene su máximo desarrollo en la primera mitad del siglo XIII.


Tras el hundimiento parcial de la iglesia y posiblemente de una parte del claustro, aunque permanece íntegra la sacristía, el monasterio sufrió una remodelación a principios del siglo XVII, indicativa ya de su abandono y decadencia. La comunidad debió de reducirse de tal modo que se incluyó el cenobio en el perímetro de la iglesia y quedaron como zona de culto las capillas de la cabecera. En una puerta orientada al norte se lee, en el dintel, la fecha de 1634.



A pesar de su estado ruinoso, o tal vez por ello, la visita a este rincón paradisíaco, sobre todo a primeras horas de la mañana o al atardecer, cuando todavía se escucha el alboroto y el trino de los pájaros que merodean y anidan entre sus piedras, es agradecido y muy sugerente. El río Jarama, que casi moja las últimas piedras del recinto, baja tranquilo. Hay rincones excelentes para sentarse a echar un tentempié e incluso mojarse los pies y algo más si se tercia y el tiempo acompaña.




Y os preguntaréis: ¿Para comer qué? Pues para comer, decir que en Retiendas ya no funciona como debía el bar-merendero por el que obligatoriamente hay que pasar  para iniciar el camino al monasterio desde el pueblo. Allí en otros tiempos se podía comer un buen menú y algunos platos de temporada. Hoy es un bar donde no siempre hay qué echarse a la golilla. Por tanto yo aconsejo comer en Tamajón: Restaurante la Tienda, Camping Tamajón y Restaurante Asador Tamajón, aquí os dejo los nombres, llamad antes, algunos de ellos no están abiertos todo el año. Es más, tanto el Camping como el Asador llevan más de un año cerrados. La carne es buena y en temporada las setas también. Con el buen tiempo, todos sacan agradables terrazas. El precio fluctúa. Siento no poder daros más datos pero salvo el primero, el resto cambian con cierta frecuencia de cocina y no me atrevo, pero comer en Tamajón es un buen recurso.



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