Si hay una
ruina que merece permanecer en pie para escarnio de los guadalajareños, esa es
la del monasterio de Bonaval. Nunca tantos hicieron tan poco por tanta
hermosura. Bonaval se cae a cachos y lo más que se ha hecho es poner una valla
para que cuando caigan los cascotes no maten a nadie. Ni una sola obra de
consolidación en un montón de años, y eso el tiempo no lo perdona. Aún así
merece la pena echar un vistazo, por si es el último, a esta joya olvidada del
románico tardío, ya casi gótico.
El monasterio
de Bonaval se encuentra en un apartado y acogedor valle a orillas del río
Jarama al que se accede por un camino en no muy buen estado, de dos kilómetros
de longitud, que nace junto al cementerio de Retiendas, pero por el que se puede
caminar sin problemas, incluso con un cochecito de bebé. El lugar donde se
encuentra rememora el paisaje que escogía la Orden del Císter para sus
fundaciones, con el propósito de que la huida del mundo garantizara un poco más
su voto de pobreza. Los textos relatan sus preferencias por valles frondosos,
alejados de la población y que además tuvieran abundantes aguas para permitir
la higiene de los monjes, la instalación de molinos y el riego de las huertas;
condiciones éstas que reunió este cenobio cisterciense y que hoy podemos
adivinar en sus ruinas.
Fue fundado en
el año 1164 por Alfonso VIII, sin que se conozcan los móviles que impulsaron al
rey a establecer este convento en un lugar, tan alejado de las fronteras
cristianas, que hacía imposible sus tareas colonizadoras. Los primeros monjes
que poblaron el monasterio procedían de su homónimo de Balbuena, en Palencia.
En la actualidad sólo quedan en pie pequeñas zonas correspondientes al templo:
la cabecera, parte de una nave lateral y la fachada del medio día que, no
obstante, permite reconstruir mentalmente una planta de pequeñas dimensiones.
La iglesia podría perfectamente tener tres
tramos, incluyendo el crucero, y en los restos que siguen en pie se adivinan
ciertas reformas posteriores a su fundación. El monasterio está construido en
piedra caliza cuidadosamente tallada, procedente de alguna cantera próxima.
Esta piedra asegura dos principios fundamentales de la estética cisterciense:
la pureza de las líneas y la futilidad de los elementos ornamentales. Sin
embargo, el ábside central quiebra esta solidez y frialdad mediante unos vanos
estrechos y estilizados que marcan ya con sus esbeltas columnas unos ejes
verticales afines al estilo gótico.
Si nos fijamos bien, con ojos de experto en arte, las puertas y ventanas alternan las molduras cóncavas y convexas, ribeteadas por chambranas de puntas de diamante, una costumbre muy frecuente en el repertorio decorativo del último románico guadalajareño. Resulta interesante observar cómo los capiteles de la puerta del mediodía y del propio ábside central, a través de su decoración, corroboran la cronología reseñada del momento de su construcción, al menos de la capilla mayor. Representan un amplio abanico de hojas, en lo que estilísticamente se llama la flora naturalista, que tiene su máximo desarrollo en la primera mitad del siglo XIII.
Tras el
hundimiento parcial de la iglesia y posiblemente de una parte del claustro,
aunque permanece íntegra la sacristía, el monasterio sufrió una remodelación a
principios del siglo XVII, indicativa ya de su abandono y decadencia. La
comunidad debió de reducirse de tal modo que se incluyó el cenobio en el
perímetro de la iglesia y quedaron como zona de culto las capillas de la
cabecera. En una puerta orientada al norte se lee, en el dintel, la fecha de
1634.
A pesar de su
estado ruinoso, o tal vez por ello, la visita a este rincón paradisíaco, sobre
todo a primeras horas de la mañana o al atardecer, cuando todavía se escucha el
alboroto y el trino de los pájaros que merodean y anidan entre sus piedras, es
agradecido y muy sugerente. El río Jarama, que casi moja las últimas piedras
del recinto, baja tranquilo. Hay rincones excelentes para sentarse a echar un
tentempié e incluso mojarse los pies y algo más si se tercia y el tiempo
acompaña.
Y os
preguntaréis: ¿Para comer qué? Pues para comer, decir que en Retiendas ya no
funciona como debía el bar-merendero por el que obligatoriamente hay que pasar para iniciar el camino al monasterio desde el
pueblo. Allí en otros tiempos se podía comer un buen menú y algunos platos de
temporada. Hoy es un bar donde no siempre hay qué echarse a la golilla. Por
tanto yo aconsejo comer en Tamajón: Restaurante la Tienda, Camping Tamajón y
Restaurante Asador Tamajón, aquí os dejo los nombres, llamad antes, algunos de
ellos no están abiertos todo el año. Es más, tanto el Camping como el Asador llevan más de un año cerrados. La carne es buena y en temporada las setas
también. Con el buen tiempo, todos sacan agradables terrazas. El precio
fluctúa. Siento no poder daros más datos pero salvo el primero, el resto
cambian con cierta frecuencia de cocina y no me atrevo, pero comer en Tamajón
es un buen recurso.
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