martes, 18 de marzo de 2014

Desde el Castejón de Luzaga



En Guadalajara quedan restos de aproximadamente setenta castillos. De todos ellos, apenas una docena conservan la estructura esencial del edificio. El resto son piedras esparcidas por el suelo, algunas esquinas de sillería que se alzan medio metro o sólo queda una pequeña parte de alguno de los paños de su muralla. El Castejón de Luzaga es una de esas ruinas apenas perceptible, pero en su entorno, como queriendo alejar el olvido, se ha levantado una de las apuestas de turismo rural más interesantes de todo el Ducado de Medinaceli. Veamos.


Os propongo de nuevo un recorrido por el Alto Tajuña. Esta vez partiremos de Anguita, pueblo del que ya hablamos hace unas semanas, y nos encaminaremos aguas abajo hasta Luzaga. Son menos de dos horas de paseo cómodo, por una pista forestal en buen estado para caminar e incluso, en algunos tramos, para circular con vehículo. El camino va y viene flirteando con el cauce del río y entra de lleno en el corazón de los pinares del Ducado, que por esta zona se libraron del dramático accidente forestal de 2004, pero que, por desgracia, habían sufrido cinco años antes un incendio devastador del que empiezan a sobreponerse.
Los primeros dos kilómetros del recorrido son a cielo abierto.



La Castilla ancha, de horizonte distante, con pequeñas lomas donde descansan los pueblos y arroyuelos zigzagueantes flanqueados por chopos, nos alegran el camino. Me acuerdo de los versos de Manuel Machado cuando cantaba al Cid por estas tierras:
“El ciego sol se estrella en las duras aristas de las armas.
Llama de luz los petos y espaldares flamean las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga por la terrible estepa castellana
al destierro, con doce de los suyos, el Cid cabalga”.
Es invierno pero hace calor, apenas corre el aire y el campo se alegra porque barrunta la primavera. Está hermoso el campo, es hora de que abandonéis el sillón y os echéis al monte a conocer esta provincia que no deja de sorprender en cualquier época del año.



Tras una primera hora de sol y horizonte, nos encontramos de nuevo con el río, que siempre llevamos a nuestra izquierda. El camino no tiene pérdida,  seguimos  en todo momento la pista de tierra blanca sin hacer caso de las tentaciones que nos salen a izquierda y derecha. ¡Dejadlas para otra ocasión! Al llegar al río, de un plumazo, se hace la sombra. El Tajuña es un río fresco y truchero donde se resguardan los patos y crece una rica flora de ribera que, tímidamente, se llena de colores. Pero sobre todo el Tajuña es un río en paz, silencioso, poco amigo del barullo. Durante todo el camino sólo nos encontraremos con una tímida cascada de un metro de altura que pasa prácticamente inadvertida. El Tajuña no quiere sobresaltos y eso hace nuestro recorrido más placentero.


Lo he escrito en alguna ocasión, el valle del Tajuña hay que recorrerlo mirando a izquierda y derecha, con la mirada alta, sin complejos. Los roquedales que flanquean la ribera son un espectáculo. A mitad de andadura, a mano derecha, nos sobrecoge un paraje que los vecinos de estos pueblos conocen como Peñas Rubias. Un caprichoso crestón de roca arcillosa rosada,  desgastada por el viento que sirve de refugio a las rapaces y que convierte esta ruta en una de esas asignaturas pendientes que tenemos todos cuantos amamos la arquitectura natural.


El roquedal nos advierte de que nos acercamos al pinar. Las consecuencias del incendio han favorecido que disfrutemos de un sinfín de pequeñas esculturas que forman las piedras  rosáceas, los pinos que sobrevivieron al incendio, los jóvenes retoños que dejan ver sus primeras copas de un verde claro rejuvenecedor y la jara, que aunque toda vía no está en flor, va tomando su verdor característico. Entre todos ellos, se dejan ver los viejos robles, primeros pobladores de estos montes, que hace más de un siglo fueron sustituidos por pinares resineros más beneficiosos pero menos arraigados. La Naturaleza es sabia y vuelve por sus fueros, por más que el hombre se empeñe en lo contrario.



Y así, de sorpresa en sorpresa, y con el río ya a nuestra derecha nos adentramos en Luzaga, pueblo antiguo donde, ya os lo advertí hace unas semanas, tenemos un templo del buen comer y del descanso. María Jesús y José Luis han convertido los aledaños del viejo castillo, ubicado en la parte alta del pueblo, en un complejo rural con  habitaciones, spa  y una cocina de calidad extraordinarias.



No es fácil destacar ningún plato de una carta ajustada. Pero me inclino por las verduras al vapor con y trufas, los platos de matanza, hecha en la casa y que se ha convertido en todo un ritual… Y la caza, ¡qué rico el corzo guisado con una salsa que esconde un secreto! Por no hablar del pan, hecho en horno de leña, en Luzaga, por un joven emprendedor  que antes de volver al pueblo anduvo por mil fogones de los de usía.
Me vais a permitir que me detenga más de lo normal en esta recomendación gastronómica, pero no podéis dejar de ver en El Castejón de Luzaga la bodega, un rincón con encanto, de los de antes,  donde se celebran catas y en el que la roca natural se mezcla con la mano acertada del hombre medieval. Un templo de los buenos caldos en el que tienen su espacio los vinos de Aragón, ahora tan de moda, y por supuesto los excelentes caldos de Castilla La Mancha, Rioja y Ribera del Duero, calidad en una carta exigente y no por eso de precios inalcanzables.




El Castejón tiene muchas posibilidades, desde una comida de amigos hasta una celebración más numerosa en los diferentes salones del complejo o en su entrañable jardín. El Castejón es una fiesta y os recomiendo que no os la perdáis.

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