martes, 6 de mayo de 2014

La Vereda, la perla negra

Llegar a La Vereda no es fácil, pero merece la pena. Si se va en un 4x4 mejor, pero con un turismo que no sea muy bajo también se puede. Os propongo que os dirijáis hasta Retiendas. Una vez allí, unos metros antes de llegar al cementerio, sale a mano izquierda una carretera. En su arranque hay un cartel que indica: pantano de El Vado. Circulad con prudencia, despacio, disfrutando del paisaje. Al mismo tiempo que se asciende por una hermosa ladera poblada de sabinas, pinos y matorral, se contempla la hermosura del valle donde los monjes del Císter levantaron Bonaval. Abajo se ve el alegre corretear del río Jarama, todavía mozo, pero ya con un importante caudal de agua. Tras seis kilómetros aproximadamente de ascensión el viajero se encuentra con las compuertas y las casas de los guardas de la presa de El Vado. Si se prefiere también se puede acceder hasta este punto desde Tamajón. Se da algo más de vuelta, pero la carretera es más cómoda.



El agua entre montañas produce una placidez que invita a la contemplación sosegada. Bajaos del coche y disfrutad. Tras cruzar la compuerta principal, la carretera se bifurca. A mano izquierda continúa en una pronunciada cuesta hacia la parte baja de la ladera. A la derecha, una pista de tierra asciende sobre las aguas del pantano. Os propongo tomar la pista de la derecha, que está en perfecto estado e incluso tiene tramos asfaltados. No debe asustarse el viajero porque la dificultad de conducción no será mucha y sin embargo, los paisajes que va a presenciar serán inolvidables.
A medida que se va tomando altura empiezan a divisarse los contornos del pantano. Visto desde cualquiera de los picos que lo flanquean, el pantano de El Vado tiene forma de estrella. Por el camino, que junto al río y subiendo hacia La Vereda llega hasta la presa, se puede disfrutar de una de las vistas más impresionantes de la sierra. El Ocejón, el Pico de las Tres Provincias y el del Lobo, parecen guardianes infranqueables de esta balsa de agua con dos puertas, que serpea entre sus faldas acogiendo el escueto manar de los arroyos. Desde la sierra, el Alto Rey  regala las vistas más hermosas del Macizo de Ayllón. Pero de la sierra, de su impresionante presencia negra, esta ascensión desde El Vado hasta La Vereda no tiene rival.



Abajo, junto al agua, los restos del antiguo poblado de El Vado, las ermitas de Nuestra Señora de las Angustias y de la Virgen Blanca, obras del siglo XVI, que tienen un acceso casi imposible, y recomendado sólo para auténticos aventureros equipados con buen material. Su contemplación desde la distancia es lo suficientemente evocadora como para no arriesgarse en un descenso bastante inseguro. Probablemente éste sea, junto al Alto Tajo, en la otra punta de Guadalajara, el paisaje natural más atractivo de toda la provincia.


Cuando se llevan 10 kilómetros de camino se aprecia otra joya de la naturaleza, en esta ocasión, como en la anterior, también creada por el hombre, que a veces no sólo destruye, o cuando lo hace el resultado le sorprende incluso a él mismo. Se trata del pueblo de La Vereda. Es el primer contacto en esta ruta que tenemos con la llamada Arquitectura Negra. Todo el pueblo está levantado con losas de pizarra que se usan para las paredes, los tejados e incluso la pavimentación de las calles y suelos de las viviendas. 





El conjunto se funde de manera impresionante con el paisaje, que a estas alturas de la sierra toma un color verde oscuro, dado por el sabinar y los gigantescos pinares, y negruzco debido a la piedra. Pasear por las calles del pequeño pueblo de La Vereda es regresar en el tiempo varios cientos de años. Desde sus calles, prendidas de la montaña, se divisa, al fondo del valle, el vivaz discurrir del río Jarama. Sin ningún género de dudas estamos ante un paisaje único, sólo igualable en las aldeas perdidas de Asturias o de León. Nadie puede imaginar que esta maravilla exista en Guadalajara, a la que muchos consideran una paramera inhóspita.




La Vereda pertenece a la Consejería de Agricultura de Castilla-La Mancha, pues al quedar despoblada en los años sesenta sus montes pasaron al Estado y éste los transfirió después al gobierno regional. Una asociación de arquitectos de Madrid lo tenía alquilado, no sabemos si lo conserva aún, con el propósito de restaurar sus viviendas y habitar en usufructo hasta que sale una nueva licitación, que se repite cada seis años. La labor desarrollada por este colectivo ha sido bastante positiva y hoy pueden verse construcciones perfectamente integradas en el paisaje y dispuestas para ser habitadas. Si la visita se hace al final de la primavera pueden degustarse las rojas cerezas que, con una abundancia exagerada, pueblan los árboles del valle.




La Vereda y su vecino  Matallana, al que podemos acercarnos siguiendo la pista que nos ha traído hasta aquí,  son  dos pueblos labrados en la montaña que se escabullen entre las negras pizarras de la serranía. Suelen pasar desapercibidos al viajero con prisas, pero quienes conocen la zona no dudan en decir, sin exagerar, que son dos de los pueblos más hermosos de la provincia. No tienen castillo, ni catedral, ni palacios ducales, ni tan siquiera caserones blasonados. La Vereda y Matallana son dos aldeas, cuyas casas parecen chozas. Dos villejas que siempre fueron habitadas por pastores y leñadores de alta montaña. Esa es su grandeza, su sencillez natural entremezclada con las encinas, las rocas y los negros barrancos.




La Vereda parece, asomada al precipicio del Macizo de Ayllón, querer tirarse al vacío por culpa de su abandono. Pero a la vez, se sujeta a las piedras arrastrada por los invisibles brazos del paisaje. Todos los valles por los que transcurre el Jarama en nuestra provincia son estrechos, pedregosos y abruptos. Parecen cortados a serrucho por la mano de un serrador tembloroso. En La Vereda no suele vivir nadie, aunque los fines de semana y en el verano puede verse algún vecino nostálgico. Por supuesto no hay dónde comer, recomendable nevera y tortilla u organizarse para comer en Tamajón. El regreso, por donde se ha venido seguro que, yendo despacio, descubrimos paisajes que antes no habíamos visto.






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